El llegó a la casa con la esperanza de sobrevivir a la situación sin sobresaltos, y en algún momento decirle en voz baja, cuando nadie lo note, cuanto la amaba y ya.
Llegó con sus manos transpiradas, acarició el timbre tembloroso deseando que lo escuchen y que inmediatamente olviden que había sonado.
Cuando ella salío a su búsqueda desde el fondo, cada segundo hacia él parecía suceder bajo el agua. Con esa cadencia, con esa lentitud romántica que sólo las profundidades regalan.
Se besaron y nadie se enteró, solamente ellos.
Atrvesaron un largo jardín y ya dentro de la casa llegaron a una fiesta que era de ella.
No por ella, sino de una multitud que la conoce sólo ella y poco muy poco a él.
La crueldad de una reunión repleta de conocidos desconocidos no tiene límites. Miradas desprejuiciadas, solemnes, sin profundidad y silencios mucho silencios.
O lo que es peor, comentarios que nunca salen a la luz o por lo menos a la luz de uno.
Conversaciones ajenas.
Sonrisas muy lejanas.
Amigos que no son amigos.
Música que nadie baila ni escucha.
Ella está radiante, y él que no puede arrojarla al piso, arrancarle la ropa con la boca, humedecerle el cuerpo con los labios, invadir su cuerpo con los dedos y olerla, mirarla, decirle al oído que la ama y que nadie en el mundo debería ignorarlo.
Ella se acerca, lo mira y le pregunta que quiere tomar. El hace un esfuerzo sobrehumano para no decirle "tu saliva". Opta por pedir algo que observa cercano más que nada para que no se aleje tanto.
La noche transcurre y los cuerpos de los otros comienzan a abandonar la casa, la fiesta.
Quedan solos y se dan cuenta que los besos dedicados durante la reunión fueron con timidez.
Luego de acomodar un poco, de forma casi mentirosa, se toman de la mano y suben a la habitación.
Él no puede evitar disfrutar sus movimientos cansinos y muy dulces dedicados a quitar la ropa de su cuerpo.
Primero sus zapatos sentada al borde de una cama ansiosa.
Primero el izquierdo luego el derecho.
Resopla apenas y va botón por botón de una camisa tan justa como bella. Comienza desde abajo. Cuando está por llegar a los dos últimos, se distrae y comienza a bajar el cierre trasero de una pollera que a él le provocaba celos al ser testigo constante de unos muslos tan suaves como inalcanzables.
Arroja la pollera al rincón más alejado al que sus largos brazos pueden llegar.
Se recuesta y en esa posición finaliza la tarea de desprenderse los últimos dos botones de la camisa. También la arroja.
Su ropa interior la abandona a manos de él.
Se acuestan, se abrazan, mirada con mirada.
Ella de pronto como en cámara lenta, abre la boca dibujando en el aire con sus labios y dice "¿me contás algo lindo?"
Inmediatamente él descubre que nunca fue tan bello un "Te amo".