Como hija única de la Diosa del Llanto se eleva más allá del arco iris para cumplir con la misión que le encomendó el escultor.
Con los ojos sin párpados mira fijamente al frente, pues no sería una buena guardiana si no viera llegar lo que se espera.
El sol dora la piedra, el viento deposita las cenizas sobre sus manos y pies, el alba la baña con rocío y con las puntas de las estrellas se peina.
Los pájaros la ensucian y la lluvia la adecenta con destreza. Espera.
Encabeza un largo cortejo de bustos, relieves y cuerpos mutilados por la erosión.
Es la plañidera de alabastro que embellece la entrada a la mansión de Hados.
Tiene la encomienda de hacer llamar la atención del caminante, de distraerlo, de torcer su voluntad, pero su pulcra ejecución no basta para atraer la mirada de un hombre enamorado.
La plañidera aguarda que el errabundo la mire, que se vuelva. Pero éste recoge flor de romero para adornar su sombrero e, ignorándola, continúa el viaje. Esa noche el amor lo espera en el cafetal.
Quizás de regreso… Quizás.
Mujer ante el ocaso, 1818, David Friedrich.