Obviamente esta NO es la trilogía de María A. Nadie (¡yo nunca osaría comparar esta obra cumbre con la de aquella mujer!), de hecho “es igual, pero diferente, lo mismo y en el sentido contrario”.
Bajo el extravagante nombre de Gabriel García Marqués de Sade, exitosísimo escritor de novelas eróticas, se escondía la tímida y rubicunda figura de María A. Nadie, empleada de bajo rango en una compañía de seguros de la ciudad de Nueva York; quien pasó de la miseria y la insipidez a la riqueza y la fama del jet set mundial, tras la publicación de su trilogía de novelas – curiosa amalgama de El convidado de piedra con Justine y cualquier culebrón televisivo de Delia Fiallo.
Como quiera que sea, María A. Nadie era rica, famosa y su seudónimo no era más que una formalidad del marketing, pues no existía una sola mujer en el mundo que no conociese la verdadera identidad del autor de la trilogía de Los diez millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve latigazos traviesos de Don Juan.
Sin embargo, la otrora fracasada agente de seguros no superaba su timidez y a pesar de que muchos hombres hubieran dado lo que fuera por descubrir si las proezas sexuales narradas en sus libros eran parte de su acervo erótico, ella era incapaz de hablar por mucho tiempo con otro ser humano. De hecho, si alguien tuviese la paciencia para cronometrar sus conversaciones se percataría de que estas nunca superaban los tres minutos con cuarenta y seis segundos y siete milésimas.
Todas las mañanas se levantaba de la cama dispuesta a cambiar y a conseguir al menos un amante del estilo de su Don Juan, pero, invariablemente, se acostaba al anochecer sola y decepcionada.
La literatura era su escape, el único método para vivir sus fantasías a plenitud, por eso escribía cientos y cientos de páginas como una posesa, derramando en ellas toda clase de anhelos insatisfechos y romances aburridos.
Cierta mañana las cosas cambiaron. La escritora ni siquiera se había levantado cuando alguien llamó a su puerta; ella, enfundada en una vieja salida de cama, abrió, encontrando fuera a un individuo atractivo y con traje español del siglo XVII.
— Mi señora, soy don Juan, vuestro esclavo.
María A. Nadie no supo qué responder y lo primero que se le ocurrió es que podía tratarse de una broma de mal gusto.
Don Juan cambió a la rellenita escritora por una dulce monjita de EWTN.
— Os equivocáis – le dijo el extraño anticipándose a sus palabras –, yo soy vuestro esclavo porque me creasteis y, hoy, por fin he venido a azotaros como siempre habíais soñado.
— Pero… pero… ¡Es absurdo!
—Absurdo es que este, vuestro servidor, haya esperado tanto para daros tal gustillo, después de todo, me habéis hecho el mayor de los regalos: la vida.
El supuesto Don Juan entró en la casa, conduciendo a la escritora hasta su habitación, que se había transformado en el frío calabozo de torturas de un castillo medieval.
— ¿Mi cama, mis cosas…?
— ¿Qué importancia tiene? ¡Dejaros llevar como Valerina, vuestra creatura!
María A. Nadie obedeció, pero no por placer, sino porque no se le ocurría otra forma de reaccionar. Así, la oronda escritora, de un momento a otro, quedó pendiendo por los brazos de cierto artefacto indescriptible, al tiempo que sus piernas se mantenían abiertas en un ángulo de casi ciento ochenta grados, gracias a unos arneses de cuero sin curtir.
— ¡Ahora sí tendréis lo que necesitáis! – dijo el español, mientras la azotaba con un látigo.
Los golpes, lejos de producirle satisfacción, le dolían cada vez más y su piel, en carne viva, discrepaba completamente de lo que ella misma había propuesto en sus libros.
El sado-masoquismo también puede llevarla al extremo de querer depilarse las cejas.
— ¡Detente, me duele, me duele!
— ¡Callad! ¿No es esto lo que soñabais?
— ¡No, no, no!
— ¿No lo entendéis, verdad? ¡Este es vuestro castigo por hacerme un amante tan soso!
Permanecieron así por una hora hasta que María A. Nadie se desmayó. Al despertar, la escritora estaba en el suelo, desnuda y sobre un charco de agua maloliente.
La mujer se reincorporó, dirigiéndose en seguida hacia el baño, donde, después de lavarse, se puso a examinar su cuerpo; curiosamente, no había ni una sola marca de los azotes en él.
Esa mismo día, María A. Nadie dejó la literatura erótica para siempre.
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