Revista Diario

Heridas

Publicado el 15 octubre 2010 por Anabel
Cuando veinte años después Ismael llegó al antiguo descampado, nada recordaba que aquel fue el lugar donde padeció el peor momento de su vida. Las viviendas de cinco y siete plantas con piscina, plaza garaje y trastero se habían convertido en dueños de las afueras de San Fernando de las Torres. No deseaba acercarse allí y mucho menos detenerse, pero una fuerza invisible lo arrastró al lugar donde todo ocurrió. Tomó asiento en un banco y cerró los ojos, de repente el pasado se apareció firme desplazando aquella pequeña urbe de nueva generación. Encinas, matorrales, quejigos, alguna higuera más o menos imaginaria se adueñaron de su ser. El invierno se volvió primavera y la tarde mañana plena de sol. Los coches se esfumaron y el ruido de sus motores fue sustituido por el canto de algún pájaro despistado que el hombre no consiguió identificar.
Volvió la cabeza a la derecha y tal y como esperaba, aparecieron los dos niños caminando por aquellas veredas irregulares.
Manolo e Ismael tienen siete años, pasan un día de campo con sus padres. Ríen, corretean, se empujan, imaginan situaciones en las que ellos son el centro del universo: pequeños héroes de dibujos animados con capacidad de volar; superfuerza; invisibilidad; puños de acero voladores; visión con rayos X que traspasa y descubre a los enemigos ocultos y por supuesto láser para acabar con cualquier invasión alienígena. Miden sus fuerzas con contrincantes imaginarios. Golpean el aire “¡Pum!, ¡Zas!, ¡ataque puercoespín!”. Al grito de “Doctor Infierno, ¡estás perdido!” Ismael niño inicia una carrera enloquecida. El adulto Ismael, con los ojos cerrados extiende sus brazos intentando impedir lo inevitable: en cinco segundos habrá perdido pié y se hundirá en un pozo. Se cubre el rostro con las manos y se vuelve hacia Manolo. El niño sonríe: cree que está bromeando. Sólo cuando percibe la tensión y el miedo en la voz de su amigo se da cuenta de lo que ocurre. Corre hacia el lugar donde ha desaparecido.
—¡Sácame!¡Sácame!— grita angustiado Ismael.
Manolo tiene los ojos muy abiertos, está asustado. Se echa sobre el agujero y extiende la mano para alcanzar a su amigo. No llega, no llega. Alarga los dedos todo lo que puede, pero no es suficiente.
—¡Aguanta Isma!, ¡voy a por nuestros padres!
—¡No puedo!
—¡Tienes que aguantar! ¡Agárrate donde puedas! No tardo nada. Te lo prometo. Espérame, no te hundas ¿vale?
—¡No puedo!, ¡no puedo! —llora Ismael mientras se aferra a las estrechas paredes del pozo.
—Sí puedes, lo estás haciendo. Vengo enseguida, te lo juro. Te dejo aquí arriba la pelota del Real Madrid para que me la cuides. ¿Vale? —a Manolo se le saltan las lágrimas.
Ismael adulto se abandona a sí mismo, corre con Manolo. Corren como locos, como no lo habían hecho nunca. Él, un fantasma del futuro, se acaba de abandonar a su suerte en el pozo, siguiendo unos recuerdos que nunca tuvo. El pecho les duele, apenas pueden respirar.
Por fin escuchan la risa de los mayores asando carne. En cuanto ven a Manolo, sus rostros cambian de expresión. “Isma se ha caído en un pozo” dice el niño, que cae rendido al suelo. El padre de Ismael lo coge, trata de mantener la entereza y le pide:
—Eres un campeón. Llévame con Isma.
—No puedo andar más.
—Te llevo en brazos —resuelve el hombre.
La madre de Ismael aúlla de dolor, pero no se queda atrás. Recorren el camino muy deprisa. Cuando Manolo ve su pelota comienza a llamar a Isma. Una voz bañada en lágrimas les contesta. Los mayores dejan de lado a Manolo.
Entonces Ismael adulto, siente que vuelve a caer en el pozo y ve aparecer el rostro asustado de su padre, fingiendo tranquilidad, se deja caer por el estrecho agujero en el que cabe de milagro. Alguien le sujeta las piernas. Papá pregunta
—¿Qué te pasó?
—No vi el agujero y me caí —responde el niño
—Vamos a sacarte de aquí.
Alguien llama por detrás. Es su madre que acerca una cuerda con la que iban a fabricar columpios caseros. Le pide a su marido que suba. Él la manda a hacer puñetas y trata de cogerlo con los brazos: no puede, Ismael se resbala un poco más al fondo. Al final el hombre cede. Lo sacan y entonces entra en juego mamá con su cuerda. Ella cabe mejor en el agujero, su voz suena aguda.
—Isma. Voy a dejar caer la soga. Si puedes, póntela alrededor del cuerpo.
—No, mamá —el niño no quiere mover los brazos y las piernas, pues siente que es lo único que lo aferra a la vida.
—No pasa nada. No voy a dejarte caer.
Ella se desliza más al fondo, le pasa la cuerda con cuidado, primero la cabeza, luego los hombros, mueve un poco la mano… Por fin está sujeto. Tiene la cara llena de lágrimas, pero sonríe.
—Vamos fuera —dice su madre con voz temblorosa.
Antes de desmayarse Ismael siente el abrazo de su madre. Más tarde despierta en el hospital rodeado de caras preocupadas que tratan de ocultarse bajo sonrisas falsas.
Ismael adulto, abrió los ojos. Por primera vez en su vida había abandonado su agujero para correr tras su amigo. Se levantó y abandonó el lugar con la respiración entrecortada: algunas heridas nunca curan.

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