La isla es mínima pero se yergue, imponente, sobre el Sena. Originalmente era un barco de arena que permitía a los parisii cruzar el río a la manera de un puente: allí el pueblo celta construyó en el siglo III a.C. un pequeño poblado rodeado de murallas, que hoy constituye el corazón de París.
Lutetia Parisiorum tuvo un considerable crecimiento durante el período romano hasta que fue destruída por los bárbaros en el siglo III, pero sus habitantes eran esforzados y tercos y doscientos años más tarde la isla se encontraba nuevamente fortificada. El curso del siglo VI determinó su destino como residencia de los reyes francos durante ocho centurias, y al entramado de poder político se añadió el aura de señorío eclesiástico al finalizar la construcción de la Catedral de Notre Dame en el año 1345.
La visita resulta obligada aún cuando no sea la primera vez que la fachada espléndida del templo se encuentra ante nuestra mirada, porque más allá de la potencia femenina en cuyo honor se erigió fue el edificio religioso más grande de Occidente hasta la construcción de la catedral de Amiens. Desde el punto de vista artístico resulta un tesoro declarado Patrimonio de la Humanidad y, desde la imaginación desbordante de Víctor Hugo, un símbolo del amor incondicional del desdichado Quasimodo hacia la hermosa Esmeralda.
Hay que armarse de paciencia para transitar la larga fila de turistas que se agrupan en todos los horarios a fin de lograr el cometido de pisar su planta, que quita el aliento desde sus diez metros de altura y remata en un magnífico techo abovedado sostenido por arcos; el pórtico representa el Juicio Final y las gárgolas vigilan, sin descanso, la superficie de la ciudad. Nosotros ingresamos cuando comenzaba la misa y la voz del sacerdote se elevaba junto con el humo del incienso: un indescriptible recuerdo del santuario percibido con todos los sentidos.
Resulta difícil imaginar que hasta el siglo XVII esta mínima ínsula estaba destinada exclusivamente al pastoreo y al almacenaje de madera. La nobleza francesa descubrió la placidez de sus zonas arboladas y las residencias comenzaron a poblar la superficie dotándola de la impronta que la caracteriza hoy en día: distinguidas construcciones con amplios patios rodeadas de puertas de hierro forjado.
Sólo hay que cruzar el Pont St-Louis para acceder a la pequeña superficie de la isla y recorrer sus calles donde se pueden encontrar pequeñas tiendas y reductos gastronómicos menos concurridos. Si en algún momento impera la necesidad de encontrar algo de tranquilidad en medio del alboroto que caracteriza a la capital francesa, cruzar el puente desde la Catedral de Notre Dame constituye una buena opción.
El helado más famoso de París sólo se puede conseguir en la isla: Berthillon continúa elaborando exquisiteces con la misma calidad artesanal de sus comienzos. Sorbetes y cremas heladas cuya elaboración constituye casi un secreto de Estado, exclusivamente en base a elementos naturales, sin emplear conservantes ni químicos y con una variedad de gustos que le han valido un lugar entre las mejores heladerías del mundo. Casi una cita obligada al retornar a París.
La fotografía pertenece a la página web de Berthillon.
No se trata de una isla en sentido estricto, sino de una zona delimitada por ríos en la que Hugo Capeto reinó, soberano, desde el año 987. Cuenta entre sus edificios con la primera catedral francesa, construída en St-Denis, con la célebre fábrica de porcelana francesa en Sèvres que se remonta al siglo XVIII y con el más grandioso de los palacios: Versalles. Si se requiere naturaleza en lugar de fastos palaciegos, se puede soñar con ser artista entre los colores del bosque de Fontainebleau.
Resulta fácil dejar volar la imaginación al ingresar a Versalles y aproximarse a la opulencia de aquellos eventos cortesanos pletóricos de personas que disfrutaban despreocupadamente de la vida, mientras la realidad del pueblo llano gestaba, alimentada por el hambre, la idea de la revolución. Diecisiete kilómetros separan Versalles de París, donde fueron trasladados los primorosos muebles para la venta mientras las obras de arte se despacharon hacia el Louvre, en los días que siguieron a la furia revolucionaria.
Pero entre 1682, cuando Luis XIV desplazó el centro político de Francia al finalizar la construcción, y 1789, Versalles fue la residencia real construída alrededor del pabellón de caza de Luis XIII en torno a un amplio patio en el que convergen las diversas alas de los edificios, donde cada sala oficial fue dedicada a una deidad olímpica. La Galería de los Espejos, construída en 1678, fue concebida por Luis XIV como un tributo a sí mismo y a su poder absoluto.
Versalles merece un recorrido a conciencia de sus jardines en los que se destacan por su grandiosidad la Fuente de la Pirámide y la Fuente de Apolo: las referencias externas e internas al dios del sol y la luz dan cuenta de la identificación de los reyes franceses con la poderosa y temida divinidad. La Avenida del Agua conduce al Estanque de Neptuno, una descomunal construcción rodeada por 22 fuentes cuyas tazas de mármol se encuentran sostenidas por sendas estatuas de niños.
Cuando Luis XIV se cansaba de la vida cortesana, tenía la posibilidad de contar con un espacio de retiro de estilo italiano donde recluirse: el Grand Trianon. Luis XV construyó el Petit Trianon para Madame de Barry, su amante; Luis XVI obsequió esta hermosa creación de estilo neoclásico a María Antonieta, que adicionó espacios externos para disfrutar junto a sus damas de una idílica vida pastoril.
Saqueado y vaciado luego de la revolución, transitó diversos destinos, entre los cuales el más significativo fue la firma del Tratado que lleva su nombre y puso fin a la Primera Guerra Mundial. Actualmente, si bien recibe en algunas ocasiones dignatarios extranjeros, constituye un monumento histórico que resume la historia viva de Francia durante los últimos 500 años.