Revista Diario
El zumbido deldespertador volvió a invadir, inmisericorde, la oscura habitación a las seis ymedia de la mañana. Alzó la mano que tenía más cerca de la mesita de noche ycon un delicado toque apagó el bronco sonido que la arrancó de susensoñaciones. Abrió los ojos sin pereza. Se levantó enérgica dirigiéndose haciala ventana. Izó la persiana y contempló como irrumpían los primeros vestigiosdel amanecer. Un espectáculo único de luces y sombras que podía disfrutar en elhorizonte. Y se dispuso a prepararsepara empezar su rutina. Enfiló sus pasos por el mismo itinerario que acostumbraba aseguir a diario, durante algo más de un kilómetro, descendía por la avenidaprincipal hasta llegar al final de la zona urbanizada, adentrándose en caminos de tierra, hasta aproximarse a laorilla del mar. Aunque correr por la arena suponía más esfuerzo, fortalecer enmayor medida su cuerpo, le reportaba más satisfacción. Su única compañía: un aparato reproductor demúsica sujeto al brazo que le ayudaba amantener el ritmo. Nunca olvidabaponerse un chaleco reflector para evitar accidentes por la falta de luz. Aunque sumadre siempre le advertía de que no lo hiciera sola a esas horas, su impetuosajuventud le hacía ignorar sus consejos, ¿qué podría pasarle? En su recorridosiempre se encontraba con más gente que, como ella, prefería esas horas para practicardeporte. Pero esamañana, algo fuera de lo normal llamó su atención. A escasos metros de casa observó un vehículosin luces con dos individuos dentro, tímidamente iluminados por una farolasituada en las proximidades del coche. No era lo acostumbrado. En aquellaurbanización, todas las casas disponían de garaje propio quedando la calle desierta a esas horas. Por un momento, se alertó al verlo allí. Peroal no advertir ningún movimiento de losocupantes decidió no prestarle másatención de la que creía merecía.
–Hija, ¿hasvuelto ya? –preguntó su madre al verla entrar por la puerta. Virginia siemprese levantaba cuando la escuchaba salir atan intempestivas horas para ella y sentada en el sofá del salón podía observarsu camino de vuelta una hora y media después. Sentía miedo por ella. Leresultaba imposible apartarlo de su mente por mucho que le dijera su marido ysu hija que no había razón para sentirlo. Y cuando entraba en casa, siempredisimulaba estar preparándose para salir a trabajar.–Sí, mamá. –seacercó hasta el aparador donde Virginiaatusaba su peinado, y dándole un beso en la mejilla prosiguió–. Voy a ducharme. –Subió las escaleras hasta sudormitorio, dejando la puerta entornada. Encaminandosus pasos hacia la puerta de casa, Virginia exhaló el aire que había contenido ensus pulmones durante la ausencia de su hija. Más calmada, miró hacia arriba; desde la planta inferior se podía ver lapuerta del dormitorio de su hija a través de la balaustrada, y con una media luna sardónica en suslabios cogió su bolso del mueble quetenía junto a ella y salió de casa. <***>
Después de unacena en la que siempre se reunía la familia al completo, Lucía junto a suspadres, se acomodaba en el salón para compartir las últimas horas del día. Frentea un televisor sin volumen, comentaban la jornada. Con una taza de té al melocotón, las dosmujeres de la casa, disfrutaban de la compañía del cabeza de familia.Presidente una compañía farmacéutica, Rafael Siscar, vivía su trabajointensamente, pero al atardecer su vida giraba en torno a su familia. Acomodadosen amplios sillones, charlaban animosamente sobre cualquier cosa.
–Este fin desemana quiero ir a navegar. –comentó Lucía, tras unos instantes de escasosilencio.– ¿Con quiénirás? –quiso saber Virginia. Un nuevo latigazo le recorrió todo el cuerpo.– Creo que irésola. Va a hacer buen tiempo y me gustaría desconectar. –respondió. –No creo quesea conveniente que lo hagas sola –dijo volviendo la cabeza hacia su marido–. Que vaya alguna amiga contigo –de algunamanera su madre quería hacerla entrar en razón. Salir sola en barco era unpeligro constante. –No pasaránada, mamá. No saldré de la bahía y ya tengo ganas de sentir el mar. –Intentabatranquilizarla; sabía cómo era su madre y lo aprensiva que podía resultar aveces. –Rafael, dilealgo tú –instó Virginia a su marido–. Sabes que en el mar siempre hay peligros.–Tranquila,cariño. –Comentó él– Nuestra hija aprendió con el mejor, es decir, conmigo.Sabes perfectamente que se maneja muy bien en el barco. Y es cierto. El tiempo la acompañará todo el fin desemana. Pero esaspalabras no calmaron en absoluto el ánimo de la mujer. Consiguieron, sinembargo, que se instaurara en ella, de nuevo, el temor que sintió una vez.
<***>La mañana del sábadoamaneció muy tranquila. El sol empezabaa desperezarse lanzando sutiles rayos que, poco a poco, iluminaban la bahía almeriense. Mucho antes de todo ese fulgor los ágilespasos de Lucía, acompañada por su padre, corrían por la eslora del yatefamiliar acomodando todos los bártulos que necesitaría para su escapada que, aunquecorta, estaba segura iba a disfrutar. Elmar, el sol, un buen libro y buena música serían suficientes para amenizar lashoras que tenía por delante del fin de semana.–Cariño, ve concuidado. –Le dijo Rafael a su hija- Aunque el mar esté tranquilo, mantente siemprealerta, ¿vale?–Sí, papá. –Respondió pueril– Tú me enseñaste a hacerlo. –Recuperóla seriedad en sus palabras– Además,podrás ver el barco desde la ventana de casa. –rieron al unísono. –Vale, cielo.Pero el móvil siempre disponible, ¿de acuerdo? –sabía que tenía quetranquilizarse así mismo –. Y no olvides conectar la radio. – Sí. No tepreocupes más. –Rogó Lucía ansiosa por salir al mar– Estaré bien y tu yatetambién. –continuaron las risas.–Venga veteya, -farfulló él resignado– si no tequieres perder el sol del mediodía. –Adiós, papá.–el barco empezaba a moverse y lentamente, despegándose del amarre, comenzó latravesía.
Sujetando condecisión el timón, Lucía se despedía de supadre con el brazo levantado moviéndolo de un lado para otro, recibió la mismadespedida desde tierra. Inspiró con ganas inundando sus pulmones con el olor del mar; la esencia que desprendía lehacía sentirse bien, sentirse libre. Quépocos placeres como ese podía disfrutar.
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TRES AÑOS ANTES
Las puertas del ascensor se abrieronpuntualmente a las ocho de la mañana, el reloj que se divisaba a escasos metrosde las mismas aseveraba, cada día, lapuntualidad de Rafael Siscar. Directo asu despacho saludaba con amabilidad a todos los que se encontraba en su camino:la cordialidad era una de sus mayores virtudes.Su rutina diaria lo empujaba siempre a abrir el correo electrónico nadamás sentarse frente al ordenador. Su bandeja de entrada arrojaba multitud decorrespondencia: reuniones postergadas o canceladas, informes trimestrales delas demás delegaciones… pero uno de ellos le llamó especialmente la atención.El asunto rezaba en mayúsculas: SU VIDA DEPENDE DE USTED. Al abrirlo, el contenido le resultóespeluznante.
“Un inminentepeligro se cierne sobre su hija,La estánvigilando muy de cerca. Protéjala consu vida si es preciso.No ignore esteaviso, podría ser letal para ella. Si no me creeobserve las fotos.”
Enlas imágenes adjuntas que descargó seveía claramente la rutina que hacía su hija día a día. El buen talante con elque le gustaba empezar la mañana se fue trasformando en ira, acrecentándose aún más con cada nueva foto queiba viendo. Su única hija estaba siendo vigilada y no había notado nada fuerade lo normal y sin embargo un peligro la acechaba.
Releía continuamente el mensaje. En unreflejo espontáneo, cogió su móvil y llamó desesperadamente a su hija. – ¡Hola! ¿Qué hay, papá? –Hacía menos de unahora que habían hablado los dos.–Tengo una llamada perdida tuya, ¿me hasllamado? – no le iba a confesar el verdadero motivo de su llamada, por lo queinventó una excusa. –No, papá. Será de otro día. ¿Te has fijadobien? –Pues si no lo has hecho, será de otro día,hija. –se tranquilizó al ver que su hija estaba bien y sobre todolocalizable. –Ya sabes que estos móvilestan modernos me traen de cabeza. Bueno, te dejo entonces. Un beso, hija. – Otro beso para ti. Ciao. –Adiós preciosa. –y colgó. No pasaron dos segundos y empezó a buscar elnúmero de su mujer. Marcó. Después de cuatro tonos, respondió:–Hola, cariño –saludó –Tenemos que vernos en mi despacho ya.¿Puedes venir ahora?– ¿Ha pasado algo? –Al recibir esa orden,Virginia se asustó.–Quiero que veas algo. –respondió circunspecto.– Voy para allá enseguida –alarmadacolgó y salió.
Enmenos de quince minutos la señora delpresidente de los laboratorios entraba por la puerta del edificio dirigiéndosecomo una flecha a los ascensores. –¿Qué es lo que pasa? –inquirió Virginia abriendo la puerta del despacho deRafael. –Ven,acércate al ordenador y lee lo que he recibido, –señaló a la pantalla que teníadelante– y por favor, no te alteres –rogóconociendo el carácter de ella. Anduvolos pasos que la separaban de la mesa y se colocó justo al lado de su marido. Tardódos segundos en hacerlo, siendo igual de breve el tiempo en que su ánimocomenzó a cambiar. –¿Cómo? ¿Qué es eso, Rafael? ¿De quéfotos habla? –el miedo comenzó a embargarla. –Deéstas. –las volvió a abrir una a una. –Diosmío –exclamó horrorizada–. Es mi Lucía. Pero¿qué significa todo esto? ¿Quién te lo ha enviado? –los nervios y el estupordominaban su carácter.–Queríaenseñártelo antes de hacer nada... –comenzó a hablar despacio cuando lointerrumpió ella.–¿Qué clase de negocios haces? ¿Con qué gentetratas para llegar a esto? –Ahora no hablabala maravillosa mujer con la que se casó. Ahora era la madre cuya hijaestaba siendo amenazada y sus peores instintos estaban aflorando. –Te aseguro que no he hecho ningún tipo de negocio fuera de la legalidad y queimpulse a nadie a hacer semejante barbaridad. –respondió tranquilo. Sabía quealterarse también él solo serviría para empeorar la situación. –Estoes absurdo. No tiene ningún sentido. –Hablaba sin saber que decir. No dabacrédito a lo que estaba leyendo. –Ahora mismo, sólo se me ocurre una solución. –continúo él. –¿Qué solución? –Preguntó Virginia, girándose para mirarle directamente. –Nosmudamos fuera de Barcelona. –habló despacio sin despegar sus ojos de las fotos.–Nopodemos hacer eso. ¿Qué le vamos a decir a ella? –no daba crédito a lo queestaba viendo.–Nada. Absolutamente nada. –Sentencióél sentado en su sillón–. Ella no puedesaber esto. Nuestra hija es una persona sensacional a la que no pienso coartarsu vida porque un majadero nos haya enviado esto. Virginia paseaba de un lado para otropor toda la oficina, con uno de sus brazos rodeaba su cuerpo mientras con elotro masajeaba su frente, como si con ello pudiera borrar los últimos minutosde su vida. –Tendremos que decírselo. ¿Cómo le vamos a decir que nos trasladamos sindarle un motivo?–No, ella hará su vida normal. Yo meencargaré de que todo vaya bien. –arguyó él categórico. –Si no le decimos nada, querráquedarse aquí. – Dijo adusta– Tiene que saber que debe andar con cuidado. –consternada,golpeó todo lo que encontraba a su paso. Elpresidente de SISCOM la miraba desde su mesa; aunque sus ojos estaban puestosen ella, su mente voló intentando averiguar un motivo para aquella situación.
<***>Conducía sucoche de vuelta a casa tras dejar a Lucía en el barco. Las luces de lacarretera comenzaban a apagarse dejando que el amanecer cumpliera su función. Mientras,su cabeza no paraba de darle vueltas almismo tema. No sabía cómo protegerla más de lo que hacía. Tal vez fue un errorno advertirla del peligro que corría ycomenzó a pensar que Virginia tenía razón al no querer que navegarasola. –Debistehaberle impedido que saliera sola, Rafael. –espetó Virginia cuando este llegó acasa. Sentada en el mismo sofá en el quecada día esperaba a su hija, ahora lo hacía con su marido.– ¿Y contarlela verdad? –Respondió acercándose a ella- ¿Quieres tenerla recluida en casa todoel día? -reprochó molesto–. No vinimos a Almería para eso… –frente a ella,movió los brazos aún más categórico. –Me da pánicoque le pueda suceder algo, –asustada se levantó acercándose a su marido–, eso lo entiendes, ¿verdad? –También es mihija, cariño. Y créeme que solo pienso en su bienestar –máscalmado se acercó a ella y con un fuerte abrazó intentó ahuyentar ese miedo quetambién él sentía en demasiadas ocasiones. Su hija tenía que llevar su vidade siempre y cambiársela sin más hubiera sido caótico para ella. Con una verdada medias y la promesa de que sería temporal aceptó, no sin cierto desagrado, el trasladoaunque ello significará renunciar a muchas cosas. No podía arrebatarle tambiénsus escapadas al mar que, en numerosas ocasiones disfrutó en la ciudad Condal.Desde que la residencia familiar estabatan lejos de su verdadero hogar no recibieron más noticias como la que propicio su marcha yese fue el motivo por el que no se negó a que gozara del mar, una de lasmayores pasiones de su hija. ¿Habría pasado ya la amenaza? Con todas sus fuerzasdeseó que así fuera.
<***>
Anclada enaquella inmensidad que le transmitía una placentera tranquilidad, gozaba deltenue balanceo del yate. Tumbada boca abajo,en cubierta sobre una toalla, disfrutaba con el abrazo del cálido sol de eneroque desde su posición enviaba, a raudales, tibios mensajeros de su labor. En ese momento, no había más deleite quesentir la fuerza de la naturaleza enestado puro. El cielo, completamente despejado,teñía el mar con su color. Las pequeñascrestas de la marea chocaban con el casco del barco rompiéndose enmultitudinarias gotas de espuma blanca. Pero aquellacalma resultó demasiado efímera. Unfuerte golpe la alertó abstrayéndola de su sopor. Levantó la cabeza y mirando hacia proa, noconsiguió localizar el foco que produjo el estruendo. Observó nuevamente a ambos lados, nada. A estribor y babor, no existía nada quepudiera alterar la placidez en la que estaba sumergida, entonces ¿de dóndeprovenía ese ruido? Se incorporóapoyando los codos y se irguió hasta quedar sentada. Todo seguía en calma desdeesa nueva posición. “¿habrá sido algúnpez que ha chocado?” Alzó la vistahacia el cielo, aunque no esperaba encontrar nada allí que le diera unaexplicación. Desde detrásalgo le tapó la cara; la oscuridad empañóel horizonte. Una fuerte presión le impedía zafarse de lo que la rodeaba. Sus piernas dejaron de sostenerle mientras su cuerposucumbía a la gravedad perdiendo todo el control sobre él. En unos instantes,su consciencia la abandonó.
Continuará...