Revista Literatura

Infierno azul (ii)

Publicado el 28 febrero 2012 por Mariaelenatijeras @ElenaTijeras
(Lee la primera parte de esta historia aqui)
INFIERNO AZUL (II)
Descendía porlas escaleras de la casa cuando llegó hasta él el olor a café recién hecho.Desde muy temprano, aún no había despertado el sol, Virginia intentaba, entreollas y sartenes, aplacar la sensación de que algo malo estaba a punto desuceder. Un bizcocho de chocolate sobre la mesa y otro cociéndose en el hornodaban fe de su estado de angustia. Cuando Rafael llegó a la puerta de la cocinay la observó fregando a mano los utensilios utilizados en lugar de usar el lavavajillas, no pudo más que acercarse a ella y abrazarla fuerte por laespalda.
–Cariño, no tepreocupes tanto. –le besó la mejilla con ternura.–No puedoevitarlo, Rafael, –murmuró despacio– mientras no vuelva, no estaré tranquila. –fregabalos cacharros con más brío de lo acostumbrado, mientras hablaba.–Ven, aquí. –dándolesuavemente la vuelta, haciendo que soltara lo que tenía en la mano en esosmomentos, la colocó frente a él–  Quisiera infundirte la sensación de que todova a ir bien. –Agarró la barbilla de su mujer  entre sus dedos pulgar e índice elevándolahasta que sus ojos cansados y con oscuras ojeras se posaron en los de él–  Dejamos Barcelona para estar tranquilos yolvidarnos de todo, –acercó sus labios a los de ella, rozándolos con suavidad–  cuando vuelva le contaremos toda la verdad yevitaremos que se vuelva a exponer –quería tranquilizarla, la situación en laque estaba la familia estaba afectándola  demasiado.– ¿Puedesprometerme que no va a pasarle nada? –inquirió con claro tono de amargura. –Desearíapoder decirte que todo está solucionado –mirándola a los ojos hablaba casi ensusurro- Haré que vuelvan a investigar la procedencia del email que recibimos yun guardaespaldas estará las veinticuatro horas del día pendiente de Lucía,hasta que podamos decir que todo está solucionado. –sonrió profusamente. ¿Quéte parece si aprovechamos la mañana del domingo tomando un poco el sol mientrasdamos un paseo? –le conmovía profundamente el estado de su mujer, por lo quetrató de que olvidara un poco todo aquello. Virginia asintiócon la cabeza sin decir nada  mientrasrodeaba con trémulo abrazo la cintura de su marido cerrando los ojos. Más deveinticinco años casados y siempre encontraba sosiego entre sus brazos. El sonido deltimbre de la puerta la alertó. –Ya está aquí.–Se dirigió a la puerta zafándose del abrazo–. Debió dejarse las llaves para noperderlas en el barco.  –murmuraba parasí. Al otro lado,no era precisamente Lucía la que esperaba. –Buenos días,señora.  –dos agentes de la Guardia Civilcon porte circunspecto se dirigieron a Virginia–  Buscamos a don Rafael Siscar.  –Sí, es mimarido. –Respondió alarmada– ¿Ha ocurrido algo? –Soy yo. –Respondióllegando a la puerta colocándose al lado de ella– ¿por qué me buscan?–La guardiacostera encontró ayer –comenzó a decir el mismo agente que habló con Virginia–una pequeña embarcación: “Lucía del Mar” a la deriva sin nadie a bordo…– ¿Cómo quenadie a bordo? –Rafael interrumpió al agente. –Nuestra hija Lucía, salió anavegar ayer por la mañana  en ese barco.–Anoche, lacostera lo encontró sin luces…–Pero, ¿cómoes posible? –Interrumpió el padre de Lucía– No lo entiendo. Sabe manejarseperfectamente en ese barco mejor que su coche, si cabe. No…–Lo sabía.Sabía que tarde o temprano sucedería algo así. –Virginia rompió a llorar alescuchar esas palabras– Te lo dije, Rafael. –increpó a su marido mientras seadentraba en la casa. – Señor, ¿porqué dice que lo sabía? –Preguntó el agente– ¿Hay algo que debamos saber? –su expresión  no había cambiado en absoluto. –Sí, sí quelo hay. –Asintió a la vez con la cabeza– Por favor, pasen –invitó indicando conla mano hacia el pasillo que llevaba hasta su despacho–. Quiero mostrarlesalgo. Los dosagentes pasaron dentro mientras Siscar cerraba la puerta.  Les indicóque les siguiera por el corredor. No sin antes  comprobar cómo estaba su mujer que, sentada enel sofá del salón, no podía redimir el llanto que le había producido la confirmaciónde lo que ya sabía que iba a suceder.  Seacercó a ella despacio. Los agentes esperaban en la entrada de la estancia sindejar de observarlos. –Laencontraremos, cariño… –Todo estoes culpa tuya, – le interrumpió entre lágrimas, alzando la voz–  te dije que no la dejaras salir sola.  –Sabes quehice lo que creía que era mejor, –mantuvo la calma por los dos. Los dosagentes se mantenían férreos en su posición, analizando la conducta delmatrimonio.–No, no lo hiciste.  Debimos decirle toda la verdad. –le espetódisplicente– Ahora ya es tarde. –Tal veztengas razón…– ¿Talvez?, –se levantó, completamente enajenada perforando con su mirada la cordurade su marido– sabías que tenía razón. Mira lo que ha pasado por no querer escucharme.– SeñorSiscar. –Interrumpió el agente– Iba a mostrarnos algo.  Si sabe algo que pueda ayudarnos a descubrirdónde está su hija, es vital que nos los haga saber. –añadió con apremio.El hombrese acercó hasta ellos indicándoles el camino de nuevo. –Acompáñenmehasta mi despacho, ahí tengo algo que tal vez pueda ayudarles.Una vezllegaron allí, Rafael se dirigió hasta su mesa y abriendo el primer cajón lesentregó una carpeta. –La primerahoja que tienen delante, – señaló con el índice lo que estaban observando– esun email que recibí estando en mi oficina de Barcelona hace más de tres años.Por lo que decidimos que nos vendríamos a Almería durante una temporada paraevitar que algo le sucediera. –Por suconversación anterior con su esposa, deduzco que su hija no sabía nada de esto,¿verdad? –quiso saber el agente.–Le dijimosuna verdad a medias. Es demasiado joven para convivir con el miedo –al escucharsus propias palabras comprendió que erró en su juicio inicial. Pero él no podíaadivinar que algo así sucedería.–Deberíahaber advertido a su hija de esto. Y, sobre todo,  haber impedido que saliera sola al mar. –Pensé quehacía lo mejor para ella. Y estando aquí,  no recibimos ningún correo más como ese, porlo que pensé que todo había pasado. –Debióponer al corriente de todo esto a las autoridades. –Le increpó el oficial– Esposible que la desaparición de su hija se pudiera  haber evitado de tener conocimiento de estasadvertencias. – ¿Creenque esto tiene algo que ver en su desaparición? –Preguntó, ahora con el estuporacompañando a sus palabras–. ¿Qué puedo hacer? –Estélocalizable por si necesitamos su ayuda en lo sucesivo. Nuestros compañeros sepodrán en contacto con usted. Rafaelasintió y salieron del despacho. Los oficiales se dirigieron al salón; queríanhablar con Virginia. La encontraron sentada en el mismo lugar. –Señora,  haremos todo lo que podamos para localizar asu hija. Ya hay patrullas buscando en el fondo del mar y otras rastreando laorilla. Por si hubiera caído al mar accidentalmente. Hay que investigar todaslas líneas que tengamos. Virginia asintiósin pronunciar palabra. – Pero ¿sesabe algo? –preguntó Rafael a la par que se acercaba a su esposa.–Por ahorano hay noticias.  Están buscándola.–respondió tan sobrio como al principio mientras ambos oficiales se marchabanhacia la puerta. –Graciaspor venir –dijo Rafael acompañándolos a la salida– por favor,  manténgannos informados. –En cuantotengamos noticias se las haremos saber. –Respondió sin más adornos–  Buenos días. Rafaelcerró la puerta muy despacio, intentando asimilar el alcance de la situación.Su hija desaparecida en el mar y probablemente él la empujó a ello. ¿Tendríaalgo que ver en ello el motivo de su traslado de  ciudad? ¿Habría puesto a su hija en manos de algún desalmado sin él darsecuenta?  Caminaba hacia su despacho,ahora necesitaba estar solo.  – ¿Hasvisto lo que has conseguido con tu pasividad? –le recriminó Virginia de pie en el mismo pasillo. –No meeches a mí la culpa. –Se defendió girándose en su camino– Sabes perfectamenteque he actuado de la mejor manera que he sabido –en un esfuerzo titánico pormantener la calma en esos momentos, logró no alzar la voz. Pero si ellacontinuaba haciéndole responsable de la desaparición de su hija, no podríaseguir así mucho tiempo más. – ¿Por quéno quisiste escucharme? –Continuaba en sus derroteros– No era tan descabelladopensar que algo así ocurriría tarde o temprano…–No sigaspor ahí –le cortó él– No es justo. Yo no soy el responsable. –su tono de vozterminó elevándose. – Ah,¿no?  Y ¿quién lo es si no? –volvió a recriminarle ella. – No sabemosaún qué le ha sucedido. – Yo, sí losé.  Y reza por que aparezca pronto, o teaseguro que será el fin. –amenazó tajante mientras abandonaba el pasillo paraempezar a subir las escaleras que la conducían a su habitación. Rafaelpermaneció en silencio.  Aquella amenazalo desarmó por completo, sumiéndolo en un abatimiento en el que, raras veces ensu vida, había caído.  
<***>
El molestoruido del tráfico se iba haciendo  cadavez más notorio conforme iba levantándose la mañana. Comenzaba una nueva semanay ese lunes se adivinaba  tan mortalmente tranquilo como lo fue el final delviernes. Entró en el edificio donde estaba su oficina. Tranquilamente subió lasescaleras, no tenía prisa. Llegó hasta su despacho. Junto a la puerta, unapequeña placa rezaba: “Gorka Alcorta. Investigaciones. Protección privada”.  Comprobó el contestador; no había llamadas.  Colgó  en la percha la cazadora que llevaba puesta yse sentó dispuesto a leer los  periódicosque portaba bajo su brazo durante todo el camino. Una noticia de primera planalo sorprendió: “Desaparecida en el mar lahija del empresario farmacéutico Rafael Siscar” Observó la foto impresa atodo color. –Pero,¿cómo es posible? –Se dijo así mismo, mientras continuaba leyendo lanoticia–  Le advertí  que era mejor continuar la vigilancia. –hablabapara sí mismo. Incrédulo ante lo que leía, negaba con la cabeza. El diarioinformaba de que aún no habían encontrado nada que pudiera evidenciar qué habíasucedido ni dónde estaba la chica desaparecida. Aunque no  se descartaba ninguna hipótesis.   Comprobóque la noticia, salía en los demás diarios que acaba de comprar y que lainformación era exactamente la misma. No variaban ni una coma.   Encendió la televisión; el suceso salía entodas las cadenas. Y la radio, repetía, en la mayoría de las emisoras que ibacambiando,  lo mismo que había leído yvisto en los otros medios.  No lo dudómás.  Cogió la cazadora  y, raudo, como alma que lleva el diablo, salióde su despacho cerrando con un sonoro portazo.
En el despachode los laboratorios se podía cortar la tensión con un  cuchillo. Los nervios estaban más que a florde piel. No había duda de que el miedo a que le sucediera algo horrible a Lucíase había apoderado de la situación.  Virginia, depie delante de la pared acristalada, oteaba el horizonte con ominosainquietud.  A escasos metros de ella, sumarido,  sentando en su sillón con loscodos apoyados en la mesa y la cabeza entre sus manos, no lograba entender quéle había sucedido a su adorada niña. Aunque ya había pasado un cuarto de siglopor ella, para él siempre sería su niña. Unos rápidosgolpes en la puerta los despertó desu letargo. No esperaban a nadie.  Lapuerta se abrió sin esperar respuesta. Desde el otro lado, un hombre de aspecto fornido  entró sin pedir permiso. –Le advertíque no debía retirar la vigilancia. –espetó  iracundo arrojando, con furia, el periódico enla mesa de Rafael. – ¿Quién le hadado permiso para venir así? –respondió mirando a su esposa. Virginia sedio la vuelta al escuchar la voz  de lapersona que acababa de entrar y que no lograba reconocer.  Escuchó atenta lo que decían los dos hombres.–Yo no soy suenemigo. –Aflojó la intensidad de la voz– ¿Por qué no me avisó cuando seentero? –inquirió enfático.–Usted era elguardaespaldas… –intentó responder Rafael, sin una explicación clara. –No soy unmatón a sueldo ni un segurata de poca monta. –Increpó al escuchar esaspalabras, cortándolo enseguida–  ¿Sabealgo más que no haya salido en los medios? –preguntó con deseo de que asífuera. Rafael loexaminó con desconfianza y en los escasos segundos que duró el silencioVirginia preguntó: – ¿Quién esusted?  ¿Vigilaba a Lucía? –preguntósorprendida.Rafaelcalló.  –Señora, soyGorka Alcorta. Me dedico a investigaciones y seguridad privada. Su marido me contrató para que protegiera a su hijaunas horas al día. –pronunció estas últimas palabras con ligero tono mordaz. – ¿Unas horas?–Empezó a pensar que su marido tenía parte de culpa en todo lo sucedido–  Rafael, ¿por qué unas horas?  –interrogó molesta.Ahora no podíaevadirse de contestar. Se había dirigido a él directamente. –Pensé que nosería necesario más tiempo…–No puedocreer lo que estoy oyendo. –su asombro iba en aumento– Nuestra hija esamenazada con ser secuestrada y tú piensas que con unas horas de protecciónserá suficiente. –Hacía aspavientos con los brazos mientras  hablaba–  Pero, ¿qué demonios tienes en la cabeza parapensar semejante estupidez? –se colocó junto a él esperando una respuesta.  No la obtuvo, su marido volvió hundirse sobresí mismo. Elinvestigador, en medio de la disputa del matrimonio, intentó establecer nuevamente  la tranquilidad. –Cálmese,señora.  Perdiendo los nervios no vamos aninguna parte. –comentó adusto. –No me digaque me calme, no es su hija la que ha desaparecido. –le recriminó. –Mi hija nohubiera desaparecido de haber estado en mis manos su seguridad. –respondió mordaz.– ¿Qué quieredecir con eso?  –contestó Rafael dándosepor aludido. –Sólo digo queno me hizo caso cuando le dije que no era adecuado dejar de protegerla. Si mehubiera prestado más atención, ahora estaríamos con unas cañitas, en lugar delamentándonos. –Este asuntono es de su incumbencia –gritó Virginia totalmente fuera de sí. Desde que Lucíadesapareció su carácter era violento e irascible imposibilitando poder hablarcon ella.  –Es mi asunto desde que su marido me contratóla primera vez. No  acostumbro a dejarmis trabajos a medias –comentó tajante–. Estamos perdiendo un tiempo muyvalioso para recuperar a Lucía. –Ahora se dirigió de nuevo a Rafael– vuelvo arepetirle la misma pregunta de antes, ¿Sabe algo más que no haya salido en losmedios y que pueda arrojarnos algo de luz al tema? Rafael asintiórespondiendo: –Puedoenseñarle el email que recibimos en Barcelona y por el que nos mudamos aAlmería. – ¿La amenazaque hacía referencia su esposa? –inquirió Gorka atento. –Sí. Acérqueseal ordenador y se la mostraré. –pidió señalando el aparato. Gorka, leyóatentamente el escaso escrito del correo electrónico  y preguntó: – ¿Le importasi utilizo su ordenador un segundo?–En absoluto.–se levantó de la silla mientras respondía a la pregunta– Todo suyo. Gorka examinóconcienzudamente el mensaje del que le habló antes Siscar.  Intentaba hallar algo fuera de lugar, que notuviera que estar en el texto y le indicara una pista. Un indicio de por dóndeempezar a buscar. “¿Quiénadvierte de una amenaza semejante? ¿Quién sabe lo que va a suceder e intentaque no se lleve a cabo?” su mente se hacía infinidad de preguntas para las que,todavía, no tenía respuesta. – Rafael, ¿esfácil conocer  su correo electrónico sino se tiene relación con usted?–No.  Este correo, por el que recibí la amenaza,  es interno. No aparece por ningún sitio, ni enla web de los laboratorios. Tienes que estar dentro de la empresa paraconocerlo. – ¿Hadespedido a alguien en el último año? ¿Alguien que le pueda guardar rencor?–siguió preguntando intentado hallar un vía. –No. Todosnuestros empleados llevan años trabajando con nosotros –respondió despaciomientras trataba de recordar algo así– Incluso los becados, si demuestran suvalía, se quedan aquí.  Y hasta ahora noha habido ninguno que haya sido despedido trascurrido el tiempo. –Desde quedesapareció Lucía, ¿han intentando ponerse en contacto con usted, le han pedidoalgún rescate? –trataba de formarse una idea de lo que estaba pasando enrealidad. –No. –contestónervioso–. Nadie  nos ha pedido nada. –miróa su esposa que no le quitaba ojo de encima desde que llegó el investigador. – ¿Conoce lapolicía la existencia de esta amenaza? –Le dimos unacopia de ella junto con las fotos, cuando vinieron a comunicarnos que habíanencontrado el barco a la deriva.  –Entonces, nosabían nada de las amenazas que recibieron y no pudieron investigarlo antes deque sucediera nada, ¿no es así?–Así es.  No quisimos darle más importancia de la quecreíamos que podía tener. –No se ladiste tú –cortó tajante Virginia– Ni Lucía ni yo colaboramos en la toma dedecisiones que afectaban a su seguridad. Tú y sólo tú,  decidiste lo que había que hacer.  –le reprochó una vez más. –Por favor, –interrumpióde nuevo el investigador para evitar una nueva disputa matrimonial– Si siguenpor ese camino, sólo conseguirán romper el matrimonio y no ayudaran en nada aLucía. –sentenció categórico. Virginia  escuchó sus palabras y con rabia volvió ala  ventana donde estaba antes.
<***>
Despertólentamente del “coma inducido” en elque había caído sin apenas apreciarlo. De golpe, sintió que volvía a la vida. Susubconsciente volvió a ponerla en alerta. Una potente luz blanca, que caía aplomo sobre ella,  le impedía abrir losojos. Con un rápido parpadeo se fue acostumbrando a esa claridad cegadora.  Temía moverse. A su alrededor, imperaba elsilencio más absoluto. Tantas veces lo había buscado en su vida  y, ahora, daría su reino por escuchar unmínimo sonido que le dijera dónde se encontraba.  Levantó la cabeza con miedo, sintió un fuertedolor en ella.  Se incorporó sentándoseen el pequeño catre donde había estado tumbada. En aquella estancia, de paredesblancas  carentes de cualquier adorno ytechos bajos de los que se derramaba esa intensa luminosidad, sólo habíauna  mesa sobre la que descansaba unabotella de agua medio vacía y un vaso de plástico. Frente a la cama, unaminúscula ventana redonda dejaba pasar algo de luz, aunque no la suficiente. Observó atentay llena de estupor el sitio en el que se encontraba; no lograba reconocerlo.Tenía la sensación de que fuera un barco, pero no había nada que pudieraconfirmarlo.  Aquel diminuto agujero porel que pasaba una luz tan anodina, no le permitía discernir que había más alláde esas paredes. Un chasquidoque procedía desde detrás de la única puerta que había en aquella habitación,le advirtió que alguien iba a entrar.  Seabrió la puerta. Un hombre grande, gordo y zafio portaba una bandeja concomida.  Lucía, intentómirar por detrás de esa mole que se interponía entre ella y su libertad, perosólo consiguió  ver otro murocompletamente blanco.  Sus esperanzas deaveriguar dónde estaba se escaparon por el nimio espacio que dejaba pasar elaire entre el mastodonte y el cuartucho. El hombreentraba despacio, su cuerpo no le permitía hacerlo más deprisa. Se aproximó ala mesa que había junto a la cama dejando allí la comida que llevaba para lanueva huésped. No pronunció ninguna palabra. Terminado su cometido, salió delmismo modo que entró.  Lucía,  más asustada que perpleja,  encogió las piernas sobre la cama y se abrazóa sus rodillas. Empezó a temer por su seguridad. Si aquel hombre representabaalgo en, quien sabe el lugar, donde se encontraba, no le quedó la más mínimaduda de que no saldría muy bien parada de allí.  Aprisionó con más fuerza aún  sus piernas mientras de sus ojos comenzaban abrotar amargas lágrimas. Nunca antes había sentido tanto miedo y lo peor;desconocía el motivo de por qué lo estaba sintiendo, aumentado así el estado deansiedad en el que se empezaba a encontrar. 
Habían pasadoapenas unos minutos cuando la puerta volvió a abrirse. La persona que laatravesó sorprendió a Lucía. – ¿Te acuerdasde mí? –preguntó en voz baja, casi inaudible.–Sí. Túeres... Bernardo –respondió entre emociones contradictorias que se reflejaronen su voz– ¿Dónde estoy? y ¿por qué me han traído a este sitio?–Traté deavisaros. Envíe un correo electrónico a tu padre, ¿no lo recibió?– ¿Fuiste túquien lo envío? Mi padre me contó algo sobre ese correo. –empezó a sentir unpoquito de alivio. Pensó que saldría de allí más pronto de lo que pensaba–Sácame de aquí –rogó, casi ordenando. –Aún no puedo.Pero intentaré ayudarte en todo lo que pueda. –Ahora sí que había acabado consus esperanzas. Una pequeña rendijaen la puerta, filtraba el tenue sonido que procedía desde el interior.  Tras ella, en silencio  y con total atención,  la conversaciónentre Lucía y Bernardo  era escuchada por unos oídos equivocados. –Pero ¿dóndeestamos? volvió a preguntar asustada.–Te lo contarécuando salgamos de ésta. Te lo prometo. –Tengo miedo–confesó Lucía atenazada. –Lo sé. –Respondióacercándose a ella  y colocándose sualtura– Yo también lo tengo y mi posición es bien diferente a la tuya –deseabapoder contarle lo que sucedía en realidad, pero si lo hacía  todo sería peor–. Trata de conservar la calma.Y confía en mí, ¿de acuerdo? –asintió nerviosa. Bernardo laabrazó. El cuerpo de Lucía temblaba. Volvería a quedarse sola en aquél lugardesconocido que no le inspiraba ninguna confianza. –La comida esbuena. –dijo al mirar hacia la bandeja aún llena– Ni está contaminada nienvenenada. Puedes comerla sin miedo.–Si tú lodices, confiaré en ti. –No tienesentido que también pases hambre –dijo mientras abandonaba la estancia– Ademásyo también he comido lo mismo. Con estasúltimas palabras se marchó. Cerró la puerta despacio y el silencio invadió denuevo el lugar.
Continuará...

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