Revista Diario

La gota

Publicado el 14 febrero 2011 por Chirri
Ya está la gota, inmisericorde, una y otra vez golpeando contra el suelo, con su “plonc, plonc” una y otra vez, como si de una pesadilla se tratase, se mete en los oídos a pesar de mis patéticos intentos de taponarlos con la almohada, pero es un tormento chino, no hay posibilidad de acallar este ruido que me está volviendo loco.
Poseído por la desesperación, me incorporo del catre y paseo por la celda de manera mecánica, un, dos, tres, media vuelta y de nuevo a empezar. Camino sin pensar en lo que hago, mi mente se vacía, a veces sueño mientras ando, intento imaginarme en mi pueblo allá en la sierra, me hallo descalzo y piso la hierba mojada junto al río, me introduzco en él intentando no resbalar sobre los guijarros redondeados por el arrastre de la primavera, el agua está helada, pero eso nunca fue un impedimento para mí, entro en la poza formada en un recodo y cuando el agua me llega a las rodillas, de golpe, como he hecho siempre, me zambullo en su interior, tras una larga brazada, emerjo en la mitad del cauce, luchando contra la corriente para así con este ejercicio, no me afecte la frialdad de las aguas, el río baja cantando entre las rocas de granito de las riberas, hasta que de nuevo el sonido de la gotera me devuelve a mi obscura realidad.
¡Maldita sea! Papillón y Chessman disfrutaron de un silencio a su pesar que a mí se me niega ¿Qué problema supone arreglar una triste gotera? Sobre todo cuando no hay manera de evitar que su golpeteo monótono se meta en mis oídos.
Vuelvo al pasear como un león enjaulado, un, dos, tres, media vuelta, un, dos, tres. ¡Alto! Me quedo parado como una estatua y agacho la cabeza avizorando el suelo, efectivamente, es una hormiga, me arrodillo y con un cuidado de relojero la atenazo entre mi pulgar y el índice, es muy importante no matarla ni lesionarla. Con ella por fin aprehendida me incorporo y me acerco al rincón de la celda junto a la ventana, allí está Petra, en su infinita paciencia aguarda esperando una presa, hoy no se puede quejar, la cena se la sirvo yo. Con la precisión que da el haber repetido este acto varias veces, introduzco la hormiga en la boca de la telaraña, teniendo sobre todo cuidado para no enganchar mis dedos en los hilos de la tela que se extienden radicalmente a partir de la boca de su cueva. No tarda mucho en aparecer y veloz como el rayo, cierra sus quelíceros en el abdomen se la victima y la sumerge en la profundidad de su madriguera. Sic transit gloria mundi
Mi relación con Petra es especial, debo aclarar que no es mi mascota, una mascota es algo más, una actitud de cariño cuando menos y yo obviamente no la tengo, todavía no tengo la mente tan perjudicada como para sentir afecto por una araña. Un día apareció en la celda, se coló por la ventana y sin pedir permiso, instaló su hogar en un rincón de la celda, me pasé horas de pié, observando como hilo a hilo, montaba su madriguera de forma tubular en una grieta del fondo del rincón, a partir de ahí fue extendiendo un tapiz de seda alrededor del agujero donde los insectos que lo rozaran, quedarían apresados sin escapatoria y finalmente varios hilos longitudinales que le avisaran de esta circunstancia.
¿Por qué consentí su estancia? No lo se, quizás porque en mi niñez dormía en la cámara en la casa de mis abuelos, un sitio terrible, lleno de ruidos de mil ratones que correteaban a sus anchas intentando aprovecharse de las legumbres que mi abuela disponía extendidas para su secado, el techo era un entramado de vigas de madera que sujetaban las tejas y un par de tragaluces llenos de polvo que daban una cierta luz por el día, todo esto se hallaba envuelto por infinidad de telas de arañas y dentro de estas, huéspedes de todos los tamaños que uno puede asociar a estos bichos.
Tácitamente hice un trato con las arañas, yo sería su amigo si ellas no me hacían nada, sobre todo por la noche, no se descolgarían para meterse conmigo en la cama. En pago de estos favores, todas las tardes recogía de vuelta del colegio, moscas y hormigas que iba introduciendo en una caja de cerillas y que al llegar a la casa de mi abuela, antes de merendar el rutinario bocadillo de carne de membrillo, subía los escalones hacia la cámara y allí iba depositando una a una todas las presas del día a mis nuevas favorecidas.
Gracias a todos estos recuerdos, he conseguido pasar otra tarde más sin volverme loco, un día más de condena, un día menos para la libertad.
Llega la oscuridad, me tumbo en el jergón, cierro los ojos, pero ahí está de nuevo con su plonc, plonc, la tabarra infernal de la maldita gota.
La gota

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