
Cuando las tardes viraban su aire y se tornaba el horizonte de cristal, una sombra en él parecía perfilar una isla lejana. ¡San Borondón!, decían. Se aparecía y las gentes quedaban con la mirada perdida. Porque su visión era tan efímera, tan volátil, tan fugaz, que al irse se llevaba consigo la cordura de quien la había contemplado.Una isla irreal, fantasma ambulante, que unas veces al sur y otras al norte se pintaba en el cielo, sobre el mar de nubes, como flotando sobre la nada.
