Revista Diario
Cogió su bolso en busca de la agenda telefónica donde tenía anotados todos los números de familiares y amigas. Usaba un teléfono móvil pero tan sólo acertaba a hacer llamadas. El manejo de las demás funciones del aparato le resultaba demasiado complicado para su edad, según su pensar. – ¿Dónde estará la dichosa agenda? –revolvía todo el interior del bolso sin hallarla. –Mejor lo vacío entero, a ver si aparece. –así hizo. Lo cogió, lo puso con la abertura hacia abajo y todas las cosas que llevaba dentro, cayeron. Revolvió lo que había encima de la mesa; cartera, barra de labios, espejito, bolígrafo, paquete de pañuelos, gafas de sol y un largo etcétera... –Aquí estas –la encontró no sin antes devolver una a una todas sus cosas al interior del mismo. No tardó en encontrar el teléfono que buscaba: las letras que marcaban las distintas páginas para identificarlas eran grandes, lo que le permitía verlas sin problemas.Se acercó hasta la ventana para poder ver mejor las teclas; con la luz que entraba por ella podía verlas mejor. “Me estoy haciendo vieja” pensaba cada vez que tenía que hacer una llamada. Tal vez con una revisión de los cristales de su vieja montura sería suficiente. Llevaba demasiados años sin hacerse unas nuevas alegando siempre que no las necesitaba, pero el correr de los años se empeñaba en llevarle la contraria y empezaba a darse cuenta de ello. Consiguió marcar y llamar. El aparato le devolvía la señal de ocupado. –Esta chica siempre dándole a la sinhueso. Como para llamarla de urgencia. –sin dar tregua volvió a marcar. En esta ocasión el sonido era el esperado. Daba la llamada. –Hola, mamá. ¿Cómo estás? –Laura, su hija mayor, contestó con la misma alegría siempre que su madre la llamaba. –Pues hija, bien , ¿para qué nos vamos a quejar? ¿Y tú? Cuéntame tu vida. –inquirió. –Mamá, ya sabes mi vida, ¿no querrás que te cuente mis reuniones de trabajo? son tremendamente aburridas e insulsas, pero mi jefe se empeña en que hay que hacerlas. –sonrió resignada. –Ya veo que te apasiona tu trabajo. –ironizó Susana. Siempre disfrutaba hablando con sus hijos aunque fuera por teléfono. Le hacía sentirse menos sola. Desde hacía varios años, una enfermedad cardíaca la tenía casi recluida en su tierra natal, Rianxo en Galicia, impidiéndole trasladarse a Madrid, como tantas veces le había pedido su hija para que no viviera sola. El clima de aquellas tierras le beneficiaba, aunque en otros aspectos, y a pesar de tener familiares allí, la melancolía invadía su vida intensificándose aún más cuando el día caía y en la casa reinaba el silencio más atronador. Se divorció de su marido hacía más de veinte años, dedicándose por entero a trabajar para sacar adelante a sus hijos; Laura y Samuel, que ocupaban su vida desde entonces. –Mi trabajo sí, mamá. –contestó Laura. Llevaba muchos años desempeñando su labor en un bufete de abogados en Madrid. Se trasladó allí para estudiar la carrera y cuando la llamaron, al finalizar sus estudios, para trabajar con los más afamados letrados del país, no lo dudó ni un instante y se mudó enseguida. –Lo que no tanto, mi jefe. No me quejaré mucho, con la que está cayendo, tengo suerte de trabajar.–Es verdad, Laura. Hay que mirar hacia adelante. ¿Cómo están las gemelas? – Su hija mayor estaba casada con un arquitecto: Raúl, y cinco años atrás habían tenido dos gemelas preciosas: Mónica y Nuria, culminando una felicidad perfecta. Llevaba algunos meses sin verlas. Desde el verano. –Muy bien, mamá. Creciendo mucho, están para comérselas. Aunque me están haciendo cada vez más vieja. –contestó con resignación. –Hija, cambio tus treinta y cinco por mis sesenta y tres, ¿te hace? –Pues… creo que voy a pasar, Susanita. –Rieron las dos a la vez –. Se hacen mayores por momentos y más bonitas a cada día. –Laura sentía adoración por sus niñas. –Y a Raúl, ¿cómo le va? –volvió a preguntar, con la única intención de que la llamada no acabara tan rápido.–Muy bien, como siempre. Ya lo conoces, con sus puentes, sus edificios… sus cosas. –Llevaban casados siete años. Raúl y ella se conocieron en una comida de trabajo; Laura asesoraba a la empresa de Raúl. – Este año, ¿vendréis para Navidad? –quiso saber Susana. Su regocijo era estar cocinando para su familia. –No lo sé, mamá. Creo que este año, mis navidades se las quedará el jefe. Tengo trabajo hasta en los bolsillos y estaré en el despacho hasta casi la hora de cenar. –Eso no puede ser. Dile a tu jefe que tienes que viajar y no puedes quedarte tanto. – sentenció. Aquella noticia, le había dejado consternada. No podía ser que ese año no estuviera su familia completa. –Ya te he dicho que mi jefe no es el centro de mi admiración, y estas cosas hacen que se aleje aún más de ese punto. Pero, no quiero hablar más de él. Cuéntame tú ¿qué tal estás? ¿Cómo va todo por allí? –quiso quitarle hierro al asunto, sabía que la noticia entristecía a su madre. –Bien, como siempre. Frío, viento… –su tono de voz cambió. La tristeza usurpó la hilaridad que hasta entonces dominaba la conversación entre ambas. – ¿Y el resto de la familia?, ¿cómo sigue la abuela? –reconoció al vuelo el cambio del semblante en su madre. –Cada vez con más achaques, son casi cien años los que va a cumplir el próximo febrero. Ya quisiera yo estar como ella. –Mamá. Tengo que colgar, mi jefe me llama desde la puerta de su despacho. En cuanto pueda te vuelvo a llamar, ¿vale? –Claro, hija. No te preocupes. Ya hablamos. Cuidaros mucho y dale un achuchón muy grande a mis chiquitinas ¿eh?–Por supuesto, mamá. Y le daré recuerdos a Raúl de tu parte… Cuídate mucho. – Lo haré, hija. –colgó dejando caer la mano sobre su regazo. Sentada en el sofá, reclinó la cabeza hacia atrás. La enorme aflicción que sintió la embargó borrando de un plumazo la alegría con la que amaneció ese día.
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La vibración del móvil sonó sobre el salpicadero del coche. –Es tu madre, Samuel. –comunicó Candela mirando la pantalla iluminada. –No contestes, cariño. Aún no. –le dijo a su mujer, mientras conducía el vehículo. –Pero eso es cruel, corazón. La pobre mujer querrá saber si vamos a ir este año a cenar. –Ya lo averiguará ella solita, no te preocupes por eso. –miró a su mujer y sonriendo le acarició la mejilla con un dedo. –Como tú quieras, cielo. –agarró la mano de su rostro y abriéndola complemente la besó.
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Con enorme fuerza de voluntad se levantó del sofá en el que se había postrado tras la mala noticia recibida. Había que seguir con el nuevo día. La mañana, a través de la ventana, invitaba a un tranquilo paseo. Los años le enseñaron a reconocer cuales eran las nubes que traerían lluvias, pero no era el caso de las que asomaban por el horizonte marino. Cada mañana, cuando el tiempo lo permitía, acompañada por algunas amigas, salía a caminar por el Paseo de la Ribeira; vivía frente al mar y disfrutar del paisaje siempre era reconfortante. Faltaban unos minutos para que llegaran sus amigas y delante del espejo comprobó como los surcos de su piel eran más evidentes. Sabía que el tiempo no se detenía. No deseaba contagiar el malestar que sentía a sus compañeras de fatigas por lo que intentó disimularlo con un poco de maquillaje. El efecto, si bien cubría su rostro, no podía camuflar lo que sus ojos delataban. El brillo que lucía en su mirada esa mañana se tornó opaco. Vistió sus pestañas de rímel y sus pómulos con algo de color para evitar preguntas que le incomodaría contestar. Cogió su abrigo cuando el timbre de la puerta anunciaba la visita que esperaba.
–Buenos días, chicas. –abrió la puerta con una sonrisa, esperando no se notara su ánimo. –Hola Susana, –contestaron Lola y Pilar– ¿qué tal estas hoy? –preguntó Lola. –Bien. – respondió Susana mientras empezaban a caminar despacio. No había prisa, tenían toda la mañana para hacerlo. – ¿Y vosotras? –Estupendamente. –respondió Pilar muy alegre– Susi, ¿tienes ya pensado el menú para Navidad? –Tenía que ser Pilar quien hiciera esa pregunta. Cada año por esas fechas Susana tenía ya dispuesto lo que prepararía y sabía el día exacto en que vería por fin a sus hijos–. ¿Cuándo viene tu familia? –otra pregunta a la que no respondería esa mañana. –Aún no lo sé, no he hablado todavía con ellos. –mintió para evitar compasión, aunque sabía que podría contar con ellas para cualquier cosa que le ocurriera, esa mañana su ánimo no estaba para condescendencias. – ¿Ya lo tenéis todo preparado para la cena? –devolvió la misma pregunta, a fin de que fueran ellas quienes hablasen durante un rato. Si había algo que sus amigas hacían de maravilla era dar conversación durante horas, sin que sus lenguas se resistiesen lo más mínimo. Mientras las demás hablaban, Susana asentía a sus palabras de vez en cuando. No podía evitar que sus recuerdos de mejores tiempos pasados asaltaran su mente. Aún podía recordar con perfecta claridad el llanto de su hijo al caerse de su primera bicicleta y corría hacía ella envuelto en tremendos lagrimones que acaban con un tierno beso. El griterío que lanzaba al aire su queridísima Laura cuando le sacaba la cabeza a su muñeca sin lograr colocársela de nuevo. Entre sollozos, le pedía a su madre que se la colocara y Susana empezaba el juego de los médicos en el hospital operando a la muñeca para reconstruirla. Toda la parafernalia que montaba lograba que la niña mostrara sonrisas olvidando los gritos. El inexorable paso del tiempo transformó aquella maravillosa etapa en imborrables remembranzas. Cada uno de sus hijos tomó el camino hacia la conquista de una nueva vida en pareja y formar su propia familia. Sabía que ellos estaban bien, felices y que su cometido como madre estaba conseguido. – ¿Verdad, Susana? –inquirió Lola. Notaba rara a su amiga y no sabía que era. No obtuvo respuesta. – ¿estás escuchándonos reina? –insistió nuevamente azuzándole el brazo. – ¡Oh! chicas perdonad, estaba distraída. –una distracción bañada de total melancolía y añoranza extrema. –¿Qué estabais diciendo? – Estamos hablando de la cena para Nochebuena, hasta ahí llegas ¿no? –pero, qué mala eres… claro que llego hasta ahí, pero es que me he quedado completamente absorta. –Sí, de eso nos hemos dado cuenta. Pero en todo el camino de hoy no has dicho nada. ¿te pasa algo? –quiso saber Pili. –Esto no es lo habitual en ti. –Lo siento. Parece que hoy no me he levantado del todo bien –acertó a decir titubeando. –Nos estas preocupando, cielo…– afirmó Lola. –No, no, por favor. No os preocupéis, es sólo que se me quedado… —Un ensordecedor repiqueteo del claxon de dos coches cercanos al trío de mujeres, le hicieron enmudecer. Había algo familiar en ellos. —Esos coches… —de los vehículos bajaron de repente dos niñas vestidas iguales que gritaban mientras se acercaban a Susana. —Abuela, abuela. — corrían con los brazos abierto. — ¡Dios mío! si son mis niñas bonitas. —empezó a correr a hacia ellas, aunque su paso era bastante más lento que el de las crías. —Pero… Laura, Samuel. ¡Habéis venido! –De los coches bajaron los adultos; sus hijos acompañados de sus parejas sonreían al verla. —Por supuesto, mamá. –dijo Laura al verla. –No hay jefe que me impida venir a verte en Navidad. –Hijos, ¡qué alegría más inmensa me acabáis de dar! –fundiéndose en un intenso abrazo con sus dos hijos, Susana dejó escapar de sus ojos una lágrima de inmensa felicidad. –Mamá, no pude contestarte al teléfono porque estaba conduciendo hacia aquí… –No importa, hijo. No importa. Has venido y es lo único que me vale. –le dijo totalmente embargada por la alegría de tenerlo otra vez entre sus brazos. –No olvides nunca que te queremos y que siempre estarás con nosotros. –sentenció Samuel. El amor que le tenía a su madre era tan intenso como el que ella sentía por él. –Aunque tengamos que recorrer medio mundo para estar contigo. –Os quiero mucho a todos. Sois mi familia. –¡Menuda sorpresa te han dado! –comentó enfática Pilar. –Mi mejor regalo de Papa Noel. –su emoción la dominaba por entero. Abrazó y besó a todo el mundo. Ahora la magia de la Navidad volvió a tener su significado para Susana. Las luces de colores brillaban en todo su esplendor iluminando su retina. Los villancicos emulaban la música celestial que sonaba en sus oídos. Volvía a creer en la Navidad.