Una vez acabada la Semana Santa, no se esperaba en la iglesia basilical muchas más emociones y pasión, hasta las fiestas patronales de la población. En este impasse, todos los parroquianos sesteaban todas las tardes tras el rosario de rigor.
Por eso mismo, el sonido de la campanilla sonó como un cañonazo en el silencio de la tarde, solo roto por algunas tosecillas de los orantes más ancianos. Solo doña Fuencisla, la que fue boticaria por cincuenta años en la plaza del pueblo, osó ponerse en pie, despojarse del velo y dejarlo en el reclinatorio. Tonta ella, pensaba que alguien llamaba a la puerta, como si las iglesias tuvieran timbre.
Siguiendo el sonido, encaminó sus pasos por la nave lateral y en la capilla de la Encarnación halló el origen del insistente repiqueteo.
La capilla era la joya de la iglesia. En el centro, un panteón llenaba de orgullo a los paisanos por la grandiosidad del mismo. En él reposaban los restos del IX marqués de la Roñalera y de su señora esposa doña Gertrudis. Este linaje de rancia prosapia, procedía de los tiempos de los Trastámara.
El primer marqués según la maledicencia, le apretaba la almorrana al mismísimo Fernando IV el Emplazado. Y el actual titular del marquesado, en un alarde de orgullo y de demostración de poderío, se había hecho construir en vida, un panteón de mármol rojo Cehegín para ello había hecho llamar a un joven artista en ciernes, un escultor bohemio aficionado a la absenta.
Algunos años después y tras varios kilogramos de azucarillos, la obra estuvo terminada. Un hermoso panteón donde, sobre un túmulo apoyado sobre leones, dos bellas tallas yacentes del marqués y señora con las cabezas apoyadas en sendos almohadones y los pies sobre fieles lebreles.
No le dolió haber enajenado la finca de caza “Las jarillas”. Total, la hiperuricemia que padecía le impedía exterminar con fruición todas las sabandijas de la finca. A la postre se había ahorrado el estipendio del escultor, puesto que el continuo trasiego del verde licor, le llevó a ser un inquilino más del afamado sanatorio de Ciempozuelos, recién inaugurado por entonces.
El día de la exposición oficial a las fuerzas vivas del lugar, incluso vino el señor arzobispo, todos se extrañaron de un adminiculo que tenía el panteón. En la mano de la señora marquesa, una campanilla de bronce estaba enganchada a un cable que se hundía en el interior del conjunto en mármol.
El marqués se vio en la obligación de explicar que su señora esposa no estaba, como todas las mujeres de entonces, enganchada a las novelas de Guillermo Sautier Casaseca. Para su desgracia, pues él no entendía el beneficio, su esposa lo que leía afanosamente eran las novelas de Edgar Alan Poe. Tras leer “el entierro prematuro” le había hecho jurar sobre una pequeña biblia que atesoraban en el cajón de la mesilla, que haría todo lo posible para que a ella no le acaeciese lo mismo.
Pues bien, treinta años tras el entierro de la señora marquesa, la famosa campanilla devino a sonar para trastorno de los parroquianos.
Retomando al descubrimiento de doña Fuencisla, ésta hizo llamar al coadjutor que se encontraba en su despacho preparando el ropero de santa Rita. Tras un camino hacia la capilla donde hacía chanza de la pobre Fuencisla, al entrar y observar el prodigio, agobiado por la emoción se le aflojó el esfínter allí mismo.
El párroco alarmado por los gritos de espanto que proferían los fieles y guiado por el olor, al ver el panorama, tomó las siguientes determinaciones: en primer lugar que doña Paulina que era conocida por su mansedumbre, algunos decían imbecilidad, que limpiase con agua y lejía el interior de la capilla. Segundo, que el coadjutor corriese como pudiera a adecentarse y cambiar de vestimenta. Tercero, que el monago corriese hacia la casa solariega de los marqueses de Roñalera a dar noticia del hecho acaecido. Y por último que se diera parte al cabo de la guardia civil.
Todas las órdenes se cumplieron al instante y tras las medidas de higiene, se presentó el cabo de la benemérita que tomó las medidas oportunas para que nadie se acercase a la capilla.
El señor XI marqués de la Roñalera, que no había conseguido que a sus espaldas todos le llamasen don Tirsín, se acercó con parsimonia como si aquello no le importase nada, a la postre apenas disfrutaba del patrimonio familiar, patrimonio que apenas existía, dilapidado en nocturnas timbas de poker y viajes a Méjico para consumir hongos que no eran níscalos precisamente.
En su mano portaba la llave del panteón y tembloroso, no se sabe si por mor del consumo de opiáceos, abrió la cerradura y tras abrir con esfuerzo la puerta, que chirrió lastimera sobre sus goznes, se introdujo en la oscuridad.
Varios minutos después salió con el cabello empolvado de telarañas y con paso vacilante, volvió a cerrar con llave la puerta. Se dirigió hacia la salida de la capilla donde aguardaban expectantes el cabo y el cura que le interrogaron con la mirada.
- Nada, que la señora marquesa dice que quiere salir tres veces a la semana de paseo. ¡Y en calesa!
Y volviéndose como si se le hubiera olvidado algo, de un fuerte tirón arrancó el cable a la campanilla, mientras exclamaba:
- - No te jode