Un “homenaje” a Franz Kafka por la conmemoración de su nacimiento.
Kafka creía que los chinos son escarabajos que se alimentan de petróleo. Algunos aún opinan eso.
Los antiguos chinos creían que era necesario escoger con precaución el nombre de los niños, pues este definiría sus vidas; por lo demás, no sé si aquella opinión es correcta, pero el hecho es que en el caso de mi amigo Gregorio Tzantza se cumplió.
Lo conocí cuando frecuentaba un círculo de poetas e intelectuales cuya finalidad era transformar el mundo, mejorarlo a punta de cerveza, güisqui y malos versos. Él, lo recuerdo claramente, siempre se sentaba en un sofá sucio en la parte más oscura de la habitación donde nos reuníamos y solo escribía poemas tristes sobre “su maldición” – como llamaba él a su cabeza del tamaño de una naranja.
Lo cierto es que Gregorio nos aburría a todos, sin embargo, su cráneo minúsculo nos fascinaba tanto que nunca nos atrevimos a echarlo a puntapiés. Cierto día, cuando nos encontrábamos cerca del coma etílico, me contó el génesis de sus desgracias.
Su padre, un ingeniero checoslovaco que vino al país para trabajar con la Texaco – Gulf en la construcción del Oleoducto Transecuatoriano en la década de los setenta, decidió permanecer en Quito luego de enamorarse de una joven comunista que se hacía llamar camarada Tatiana Ivanova – su nombre real era Juana Marroquín –; con la que se casó, a pesar de las protestas de los miembros del partido, quienes alegaban que el matrimonio era una institución pequeñoburguesa, pero que, en realidad, sufrían porque ella los había rechazado en repetidas oportunidades.
La pareja fue de luna de miel, por pedido expreso de la mujer, a visitar a los indígenas shuar y luego continuaron haciéndolo hasta que Gregorio, el primogénito, tuvo nueve años y se convirtió en la víctima de un brujo de la tribu que, para vengarse de la humillación a la que lo sometió la camarada rechazando sus avances sexuales, redujo la cabeza del niño.
Poco tiempo después, la mamá lo abandonó para ir a una cruzada anti – yanqui en la Conchinchina, matando de tristeza al padre. Gregorio, huérfano y adolescente, se dedicó a sobrevivir trabajando en cualquier cosa, mientras en las noches escribía poemas y buscaba en internet algún médico capaz de curarlo de su maldición.
Mi amigo Gregorio Tzantza durmiendo una borrachera en El Aguijón.
Finalmente, lo consiguió; un doctor recién llegado de Cuba le dijo que tenía el tratamiento adecuado: una droga cuyo efecto era inflar, literalmente, la cabeza del que la ingería.
― Seré sincero – le dijo –: el tratamiento aún es experimental, pero uno de mis pacientes ha llegado a tener una cabezota gracias a él.
― Yo solo quiero tenerla de tamaño normal…
― Sí, sí, pero, como le expliqué, esta medicina está en etapa de pruebas, así que no puedo garantizarle nada.
― ¿Y no hay otro método?
― Bueno, podríamos hacerle un trasplante de cabeza, pero esta solución es incluso más peligrosa que la anterior.
Gregorio se decidió por la droga.
― No obstante – le dijo el médico – debe tomar una sola pastilla por semana, de otro modo los efectos pueden ser contraproducentes.
Los medicamentos funcionaron tan bien que después de la primera dosis la cabeza de mi amigo había casi duplicado su tamaño original y él estaba tan contento que decidió arriesgarse a tomar una pastilla cada tres días, luego una diaria y hasta dos.
Foto que le tomaron a Gregorio Tzantza unos turistas japoneses poco antes de que aquel perdiera la cabeza.
Quise hacerle comprender que corría un riesgo grave, mas, Gregorio, convertido en un adicto, no escuchaba a nadie. Dejó de escribir y, aislándose en su casa, prácticamente no comía.
Una mañana, fui a visitarlo y, al entrar, me quedé congelado por la imagen que vi: Gregorio Tzantza había cambiado su diminuto cráneo por uno gigantesco que le impedía moverse.
― Voy a tomar otra… – murmuró, refiriéndose a las pastillas.
― ¡No seas pendejo! – exclamé –. ¿No te das cuenta de lo que has hecho?
― Sí, ahora tengo una cabeza enorme, brillante… Mira cómo brilla con la luz del foco…
Me abstuve de comentar.
― Una más…
Tras efectuar un movimiento rápido con la mano Gregorio se tomó la medicina y, en seguida, escuché un estruendo similar al que produce el estallido de una bomba. La cabeza de mi amigo había reventado.
De todas maneras, los policías que acudieron a hacer el levantamiento del cadáver no parecían sorprendidos por la historia – “en estos tiempos hay demasiada gente con cabeza diminuta que pretende agrandarla” –, mas se quedaron muy extrañados por no encontrar ni un pedazo de seso o una gota de sangre.
― Este individuo tenía la cabeza hueca – concluyó un investigador con aire de Sherlock Holmes.
Marylin Monroe dice: “Happy birthday, mister Kafka, happy birthday to youuuuuu! :* :* :*”
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