Revista Literatura

La plaga

Publicado el 02 diciembre 2014 por Kirdzhali @ovejabiennegra
gulliver

Imagen toma del blog “En clave de niños”.

Al llegar al pueblo, no sabíamos nada de la plaga.

Mi mujer antes de instalarse en la casa nueva, había adquirido más de una amiga, ninguna era demasiado comunicativa. De lo único que conversaban era de trabajo y cuando intenté preguntarles sobre la vida en la ciudad y el ocio, me miraron con repugnancia.

Las cosas se aclararon después de encontrar a la plaga por primera vez.

Había salido a trabajar muy temprano. Varios obreros caminaban delante de mí cargando materiales de construcción y casi sin hablar, limitándose a cumplir su trabajo. A lo lejos, divisé a las amigas de mi mujer. Las saludé, pero ninguna respondió.

De repente, palidecieron mientras sus ojos se posaban sobre cierto punto en el horizonte. Seguí sus miradas, encontrando una gigantesca masa negra que se movía a toda velocidad sobre el terreno.

“¡La plaga! ¡La plaga!”, gritaron.

Quedé paralizado. Nunca había visto algo así.

“¿Qué haces? ¡No te quedes parado! ¡Corre, corre!”, dijo una de ella que, en su huida, pasó a mi lado.

La plaga aniquiló a cientos de obreros en un instante y, solo por azar, pude salvarme.

Regresé a casa sin saber qué decirle a mi esposa. Habíamos dejado nuestro antiguo hogar para buscar una vida segura y cómoda. La plaga iba a arruinarlo.

“Ya sé por qué no querían hablar de diversión – empecé a decirle con una sonrisa forzada – es que esta ciudad tiene un problemita…”

Al principio, escuchó la historia sin inmutarse.

“¿Para eso me trajiste? ¡Ahora resulta que hay gigantes! Antes era el empleo, luego los compañeros y ahora ¡los gigantes! ¡Una plaga de ellos!”

A medida que iba pronunciando cada palabra, aparecían un ligero temblor en su mentón y algunas arrugas en el ceño.

“Es verdad, mi corazón, yo no tengo nada que ver….”

“¡Pues te aguantas! – dijo con enojo mal disimulado –, ¡no volveré a mudarme!”

Le invité a comer para que se calmase, pero mientras atravesábamos una calle, la plaga volvió a aparecer. Mi mujer se quedó lívida y tuve que llevarla a un refugio a rastras.

“Tenemos que hablar con alguna autoridad”, murmuró cuando estuvimos a salvo.

Esa misma tarde fuimos al municipio y, sin esperar que la secretaria nos diese la autorización, entramos en la oficina del alcalde. La asistente quiso balbucear una disculpa, mas, mi mujer,  indignada, le cortó en seco:

“¿Qué son esos monstruos? ¡Exijo la verdad!”

Me sonrojé. Mi mujer es muy impulsiva.

“¿Qué dice? ¡No sé de qué habla!”, respondió el alcalde sonrojándose,

“¡De la plaga! ¡PLA-GA!”

“¡Ah eso!”

Nos contó que era un problema desde hacía años, pero que lo ocultaban para no ahuyentar al turismo. Luego, con absoluta desfachatez, dijo que nuestra situación no le importaba.

“No podemos hacer nada por ustedes. Ahora retírense, estoy ocupado.”

Mi mujer casi lo abofetea. Solo entre la secretaria y yo pudimos sacarla del despacho.

La funcionaria nos confesó que había un plan para exterminar a los gigantes. Lo habían puesto en marcha poco antes de que llegáramos. Esa tarde, cientos de soldados atacarían el refugio de la plaga para devorarla viva.

“¿Comérsela? ¡Es enorme…! ¡Es repugnante…! ¡Están locos, están locos!” repetía mi mujer, que había pasado de la ira al llanto y al desconcierto.

La saqué del municipio, pidiéndole que se tranquilizara. “Hoy nos largamos de aquí.”

De camino a casa, el ajetreo era general: miles de soldados trotaban hacia el norte, donde, según nos comentaron, vivía la plaga.

Luego de recoger las cosas más importantes, salimos de la casa, percatándonos en seguida de que todos nuestros vecinos huían en estampida.

“¡La plaga se adelantó! ¡Nos matará!”

El gigante avanzaba hacia la ciudad con rapidez y, a lo lejos, pude ver que una columna del ejército, en desorden, atacaba. Las tropas se encaramaban sobre el cuerpo del enemigo envenenándolo con la ponzoña de sus aguijones.

Minutos más tarde, durante la huida, escuchamos un estruendo que estuvo acompañado de temblores y una nube de polvo.

Las hormigas rojas subyugamos, por fin, a la plaga humana.


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