A Patricia, musa de este cuento
No podía dejar de llorar. Envuelta en tules, sedas salvajes y rasos. Encogida en el vestido que no había consentido en quitarse tras cuatro días, la princesa lloraba con unos ojos que se habían quedado secos hacía tiempo. El hada del bosque, su eterna madrina, le pidió:
-¡Por Dios, dejad de llorar ya! No sois la primera ni la última a la que su príncipe planta en el altar. Otros hombres vendrán.
Se volvió. Por fin mostró su rostro. Tenía los ojos y la nariz hinchados, enrojecidos. La cara cubierta de pequeñas manchas rojas, fruto de la rabia de su llanto. Se limpió los mocos con el velo, y ahogó los hipidos. Sacando algo de dignidad de sus entrañas contestó:
-Sí, pero soy la única a la que dejaron por su madrastra.