Hoy un incidente disparó un sentimiento que he tenido enterrado por años, me hizo recordar el dolor que me provocó, la angustia y la desesperación que me asfixiaba. Por eso lo oculté donde no pudiera alcanzarme.
Todos tenemos complejos que datan de la infancia. Todos estamos marcados por esta sociedad ingrata. Yo no soy la excepción, he sufrido de uno de los casos más comunes en el mundo: el abandono. De mi padre no supe algo, hasta que cumplí los doce años. Mi abuelo me mostró a escondidas una foto. De mi madre supe poco a pesar de que vivíamos con ella, pues siempre estaba trabajando. Mis abuelos nos criaron, eran duros, pero cariñosos. Nosotros muy reacios.
Conforme pasó el tiempo y la ingenuidad me dejaba, lo mismo que la infancia, me pregunté muchas cosas acerca de mi padre. ¿Nos querría? ¿Nos imaginaba?
Ahora ya no importa, de verdad que no importa nada. Uno se acostumbra, otras cosas ocupan tu mente y poco a poco todo se desvanece. Pero las heridas quedan abiertas, por más que intentemos ocultarlas, y noches como esta afloran y rejuvenecen.
“Yo no voy a ser así”, me digo, es lo único que importa ahora.