Es la imagen que he tenido siempre desde la ventana de mi casa. Durante varios años me molestaba, pensaba que afeaba muchísimo el conjunto de los pequeños jardicitos interiores de los pisos bajos. Me contaron que pronto derribarían aquellas viejas paredes para terminar de construir la última fase de los edificios que conforman mi manzana. Pero el tiempo ha pasado, ya una década, y ahí siguen, en pie, esos muros decadentes, medio derruidos, que muestran una especie de cuadro eléctrico oxidado que ya no funciona.
Por las mañanas, cuando me levanto, es una de las primeras imágenes que tengo. Ya hasta la busco con la vista. Me fijo en si el desgastado color de sus paredes enseña algún detalle nuevo, una mayor intensidad de la herrumbre que el paso de los días nublados y lluviosos ha podido provocar en su piedra y su metal. Pero la trasera del viejo taller sigue igual de estropeada que el primer día que lo vi. Le faltan los mismos bloques, las mismas tejas de su casi imperceptible tejado, los mismos hierros desvencijados que en su día formaron parte de alguno de sus pilares.
El viejo taller fue de Andrés, un trabajador eterno, infatigable. En él pulió durante muchos años piezas de acero que usaban los motores de a saber cuántos miles de coches de esta isla. Andrés aguantó hasta el último día, aquel en que entendió que no podía pasar un minuto más de brazos cruzados sin tener qué hacer, porque sólo el hecho de abrir las puertas de su negocio le costaba dinero. Entonces puso el cerrojo. Minutos antes recorrió con la mirada cada una de las gotas de grasa que el tiempo había convertido ya en parte del suelo y las paredes. Ese día llegó a su casa, se sentó en una silla mirando hacia la puerta de la calle y no volvió a levantarse jamás. Y allí sigue su espectro, como si esperara para salir en cualquier momento.
El viejo taller murió hace años, aunque sus paredes hayan resistido el paso de los años y el hambre especulativa de los tiempos de vacas gordas. Pero dentro pasan cosas extrañas. A veces siento como si alguien modelara alguna de esas piezas de acero, otras como si la actividad entre sus muros fuera frenética. Incluso, en la acera que compartimos, alguna vez he visto a Andrés, a quien ni siquiera conocí, pero sé cómo es. Y siempre lo veo con las manos manchadas de grasa. El viejo taller lo mantiene con vida.