Iván de la Nuez
Hay una tendencia que lo indica así: lo bueno no pasa en la tienda sino en la trastienda. Y hay, también, una tendencia a verlo al revés: cuando una persona esconde algo oscuro, por detrás incluso de sus modales bondadosos, es alguien con “trastienda”.
Zigzagueando entre el bien y el mal, la trastienda es el espacio donde podemos deslizarnos de otra manera, adquirir otras cosas, practicar otros ritos. Mucha gente que acude a comprar a una galería de arte, no lo hace por las obras colgadas, sino por aquellas que están en la trastienda. Y hay bodegas en cuya trastienda pasa lo que es bueno “de verdad”. Desde el acceso a los mejores productos, hasta una fiestecita, pasando por la compra-venta de insumos no declarados o prohibidos.
La trastienda es la casa al otro lado de la frontera, una fantasía que lo mismo nos lleva a Al Capone que a la bodega de barrio. Es la habitación prohibida que nos arrastra a la piratería o al carnicero que mueve lo bueno. El lugar de las conspiraciones, los juegos prohibidos, o simplemente el espacio escondido donde el hijo del tendero se dedica a jugar mientras su padre trabaja.
La trastienda es la retaguardia de la venta, la biblioteca recóndita de unos espacios que están obligados a mostrar otra cara ante el público.
Internet, por ejemplo, donde el exhibicionismo es absoluto, también suele convertirse en una trastienda virtual. Con esos enlaces que nos transportan a otra dimensión por si queremos “ver más”, “comprar más”, “saber más”.
Uno pasa a la trastienda como pasa a la cocina, que es el lugar donde se elabora lo que más tarde es visible, comestible y confesable. La trastienda es el laboratorio de una vida paralela y secreta que nos ayuda a sobrellevar esa otra vida evidente por la que vamos desnudos.
(*) En la imagen: House Attack, de Erwin Wurm.
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