Cuando llega la canícula a la Sierra, no puedo por menos recordar que antiguamente era la época de la trilla en las eras.Para dos mocosos urbanitas que éramos mi hermano y yo, y más en un paraje que, aunque se hallaba a 90 kilómetros de Madrid, la corriente eléctrica apenas podía sustentar las bombillas en los salones de las casas, por lo que ver la televisión era pura entelequia.Nuestras diversiones no eran pocas a pesar de ello, además de la bicicleta, siempre había la posibilidad de intentar pescar a mano o con caña las escurridizas truchas que poblaban el Lozoya y el Sauca, además de divertirnos cazando ranas, renacuajos y otras sabandijas.Pero había otra diversión fabulosa, ayudar en las labores el campo a los paisanos de allí, esas labores seculares que nadie en la ciudad era capaz de imaginar ni de enseñarte, quizás porque no se daba ninguna importancia o que se pensara que eran labores de baja disposición o condenadas al olvido y a la extinción. Nadie en su sano juicio en un colegio capitalino sería capaz de ver la importancia que tiene para la educación infantil, el aprendizaje de ordeñar una vaca, ayudar a parir a una gorrina y mucho menos observar como el toro padre cubría a una vaca, además de ser capaces de usar una guadaña para segar hierba, utilizar una hoz para cosechar trigo o cebada y una labor capaz de Alejandro Magno: uncir una yunta al ubio.Estas y otras labores estábamos deseando que nos dejasen hacer, es curioso, lo que para la gente del campo era un afán, para nosotros era pura diversión, también pienso que pensaban que los chaveas de la capital estábamos un poco mochales.Ya he contado que mi abuelo no era natural del valle, sino que la pobreza de la posguerra le había llevado a sentar sus reales en Alameda huyendo de una vida de miseria en su Torrelaguna natal, ochocientos años antes otro paisano de nombre Isidro hizo lo mismo con dirección Madrid. Esto hizo que no tuviera ni tierras ni ganado empleándose como aparcero en las tierras de los demás.Por lo que treinta años después sus nietos si querían participar en esas labores como diversión, era ir con abuelos ajenos. Nuestros favoritos eran Nemesio, el abuelo de mi primo, y Paco “el palanco”Todo comenzaba con la siega del cereal, una labor ímproba y terriblemente tediosa, creo que nunca me quedé a observar cómo trabajaban en los campos de secano, allí se dejaban la espalda de tanto agacharse, usaban como tocado un sombrero de paja de amplias alas para protegerse de la solanera que les atizaba inmisericorde. También tenía su técnica, cada cierto volumen de manojos, los agavillaban para ponerlos en montones que se pudieran luego manejar con las horcas para montarlos en los carros para su transporte.Acto seguido iban a las eras para limpiar su parcela, nunca fui capaz de saber cómo eran capaces en aquél llano sin mojones que delimitasen el terreno, de colocar cada año en el mismo lugar la parva. En aquellos años todavía se colocaban del orden de quince a veinte parvas, en muy pocos años desaparecieron todas.Otro acto era la colocación del chozo, todos iban al mismo cuadrante donde se había sorteado la saca de leña, para cortar robles de tres metros de largo, se bajaban con la yunta y los colocaban como si de un tipi de indios americanos se tratase, a mí me parecía cosa de brujería, tenía la misma magia que los botijos, fuera del chozo rondarían los treinta y pico grados al sol, pero dentro la temperatura descendía de golpe una decena de grados. Dentro guardaban mientras duraba la trilla, los avíos para la parva, el citado botijo y el almuerzo de la familia; como en el campo no se desperdiciaba nada, luego el chozo serviría para aumentar la provisión de leña para el invierno.Una vez desgavillado, el cereal, trigo o cebada, se colocaba formando un círculo perfecto, la parva, y en ese momento llegaba la diversión, para nosotros por supuesto. Se uncía una yunta a un trillo, esto era una tabla de dos metros por uno que en la parte inferior tenía incrustada multitud de pedernales y trozos de sílex afilados, éstos al pasar repetidamente por los tallos de trigo cortaban la caña en trozos minúsculos de paja y a la vez desgranaban el cereal. En la parte superior se colocaba una banqueta para poder descansar y poder dirigir mejor a las vacas, para eso teníamos unas riendas para guiar y una aguijada para estimular la yunta pues tenían tendencia a detenerse y ponerse a comer de la parva.Imaginábamos que conducíamos un automóvil por el tráfico de Madrid, aunque al final se transformaba en algo tedioso, siempre dando vueltas en el mismo sitio, francamente aguantábamos un par de horas y luego nos íbamos a bañar al río o a jugar al futbol con nuestra pandilla en cualquier prado.Así mientras duraba la trilla, dependiendo de la cantidad de cereal que tuviesen sembrado. Según contaban los abuelillos, antiguamente la trilla se hacía con mulas, y ahora se hacía con recias vacas de raza avileña, con mulillas la trilla debió de ser vertiginosa, al ir mucho más deprisa, pero al igual que los borricos estaban en franca recesión, eso es lo que les tuvo que pasar a las mulas, pues nunca vi ninguna por el valle más que en ajadas fotografías del álbum de mi abuela.La operación final, era aventar la paja para ensacar el grano, pues se almacenarían por separado en la parte superior de las cuadras del pueblo para usarlos como forraje y cama del ganado.De pronto una mañana al asomarme a las eras, la encontraba vacía y solitaria, o no me daba cuenta seguramente, era algo natural, como la caída de la hoja en otoño, la única ventaja para la chiquillería era que teníamos un llano despejado de cualquier piedra y cardo, apto para la práctica de nuestra afición futbolística.