Relato: La aparición
El día lucía maravilloso. Un cielo límpido de intenso azul adornaba la mañana berciana, invitando a los habitantes y numerosos visitantes de la comarca a disfrutar de semejante bonanza climática. Judith y Miguel habían salido temprano montados en sus bicicletas, con la intención de visitar Las Médulas, un paraje que habían conocido desde siempre en excursiones con sus familias y colegios, pero que no por eso dejaba de ejercer sobre ellos una fascinación especial; esa sucesión de picachos de tonos anaranjados que enhiestos todavía hoy surgen entre la naturaleza, la cual allí se muestra generosa, plena de verdor y trabajos pasados; esa mina a cielo abierto –o tal vez no tanto- que, transformado su producto, adornó las cabezas de emperadores orgullosos con áureas coronas de laurel que veían cómo su riqueza abundaba en el inmenso Imperio Romano, lo cual entonces era como decir del mundo; su técnica de extracción tan personal y medida, su capacidad para sondear cada metro cuadrado de la tierra y arrancar de él tan preciado mineral: el oro, escaso en general, y sin embargo abundante en el norte de la vieja Hispania.Los jóvenes pasaron todo el día disfrutando del entorno, entrando y saliendo de las milenarias cuevas, haciéndose fotos en ellas, saciando su apetito en los lugares acondicionados para ello, y, sobre todo, dejándolo todo tal y como lo encontraron, que era la forma en que habían sido educados. Les gustaba sentarse a admirar el paisaje, a oír el canto de los pájaros y olvidar el estrés y las ansiedades propias del urbanita contemporáneo. La grandiosidad de los picos de inconfundible color naranja, los farallones surgiendo entre cientos de castaños centenarios de formas caprichosas, todo ello en su conjunto otorgaba al entorno un aspecto de maravilloso equilibrio, que aquietaba las mentes y sumergía a los visitantes en historias reales de dolor y muerte pasados, de trabajos que parecieron interrumpirse abruptamente, de pueblos olvidados que habían dejado allí, para mayor gloria del Imperio, su sudor, sus lágrimas, y su vida. En uno de esos momentos de auténtico solaz, decidieron hacerse una última foto a la entrada de la cueva conocida como la Encantada. Judith posó con naturalidad, y mientras lo hacía, algo sucedió que le sorprendió: vio como una sombra atravesaba una de las paredes anaranjadas, emitiendo un aire frío que le hizo estremecer delicadamente.-¿Has visto eso?-No, ¿qué era?-Fue una especie de sombra que atravesó aquella pared, pero ya se ha ido.-No te preocupes, sería algún pájaro, o un murciélago, o…-¡O un vampiroooo! –gritó cómicamente-. No, de verdad, he visto algo, pero no puedo precisar qué era.-¡Venga Jud, no ha sido nada! ¡Seguro! Ahora vámonos, se hace tarde, no quiero que nos coja la noche en camino de vuelta a Ponferrada.-Pero no podemos irnos sin saber qué era eso…-Es la Dama Blanca –dijo un anciano que fumaba su pipa, sentado en un banco en uno de los paseos que surcaba el paraje de Las Médulas-. Según la tradición, también solía aparecerse sobre el lago.-¿Y por qué se aparece? -preguntó la joven.-Llora por el engaño y el amor perdido.-¿Ocurre a menudo?-A menudo, sí.-¿Y hace daño a alguien?-Solo a sí misma. No ha encontrado la luz, eso le produce gran dolor que se repite una y otra vez.-¡Venga Judy, se nos va a echar la noche encima!-Muchas gracias por la información, señor.-De nada –dijo mientras fumaba su pipa y miraba hacia la Cuevona, donde solía ver a la Dama. A lo largo de su vida le había ocurrido muchas veces, y ya no le sorprendía que los visitantes se hiciesen preguntas. Él solía explicarles quién era, aunque no tuviese muy claro el porqué de su aparición. Lo cierto es que cada día más gente se daba de bruces con la visión, lo que descartaba su propia locura, y eso proporcionaba al anciano gran alivio, pues las primeras veces que la había visto en su juventud, había pensado que se había vuelto loco.Volvieron a la ciudad, vivificados y renovados después de toda una jornada de descanso, compensada por los kilómetros que recorrieron en las bicicletas. En los días siguientes no volvieron a mencionarlo, pero Judith había visto algo, y ese algo se le apareció en sueños algunas noches después de la excursión. La imagen de la Dama Blanca se deslizaba, silenciosa y discreta, a través de las paredes de la cueva Encantada, siempre igual, en un bucle que parecía no tener fin. Vestía de blanco, y sus ropajes parecían de seda vaporosa, agitadas por un viento que en el interior de la cueva por su profundidad no debería existir. La mujer se le aparecía cada noche, Judith la llamaba, y la imagen respondía a sus gritos con una mirada de profunda desolación. Las apariciones se hicieron rutina en los sueños de la joven, hasta llegar a obsesionarla. Pero no sólo en su vida onírica existía la blanca tristeza. De su visión, Judith no tenía la exclusiva, aunque ella aún lo ignoraba. Mientras la joven dormía, la mujer de blanco paseaba su dolor entre las cuevas de tierra colorada, como desde tiempos en los que naufraga la memoria, pues poco o nada queda en el recuerdo de los descendientes de aquellas remotas épocas sobre los motivos del eterno peregrinar de la ilustre Dama, la que un día fue hija de un jefe glorioso, de aquellos que vivían en castros, de un dirigente del que todavía habla la leyenda.(Capítulo introductorio de “La Dama de las Médulas”)
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