Revista Literatura
Las alitas del corazón
Publicado el 23 noviembre 2011 por ElenanuraLe llamaban Ala Triste. Era un hombre amochado, con jocico taciturno, errante y amante del alcohol. Le llamaban así porque parecía un cernícalo enjaulado. Atrapado en su pasado. O en su simple lamento etílico. Pesado en el habla, nublada la mirada, tan solo despertaba cuando alguien le hablaba del ayer. Quizás entonces, tampoco entonces, no fuera triste. Pero él, imaginaba que sí. Que entonces ella le amaba. Que entonces su nombre era el que ella le daba. Ahora tan solo era Ala Triste.
Ala Triste calzaba zapatos viejos, como lo eran sus pasos, por las barras de los bares. Como era su chaqueta mugrienta y llena de lamparones. Como su camisa, de cuello roído, como todo él. No llegaba a los cuarenta y parecía pasar los sesenta. El tiempo se le había ido de corrido. Nunca lo agarró, lo vio pasar, o se quedó en él, presa de la nube oscura en la que diluía su existencia. No daba pena, no daba lástima, no daba compasión, tan solo estaba ahí, siempre mirando el fondo del vaso. Él día que se conocieron, ella le habló sin parar, ni siquiera él sabía de qué. De lo que iba a comprar con uno ahorritos que tenía, que si se iba a ir de allí, que si aquello era poca cosa para ella. Que ella iba a llegar lejos. Las palabras le salían del rebose del carmín, colándose por entre el humo que la envolvía. A él no le importaba nada de lo que decía, pero algo en ella le recordaba a su primer amor. Al que nunca existió. Pero que él decidió que le amargara la vida.
Se lo llevó a su apartamento, un cuchitril de cortinas separa todo. Separa baño, separa cocina, separa sala. Separa la realidad de fuera, con la ensoñación de sesenta grados del interior. Del interior de ambos.
Ella quería quererlo, él se dejaba, aunque poco podía hacer. Y a pesar de lo poco, pasaron la noche, la primera noche, en la que él al final pronunció un nombre, que no fue el de ella. Que era el de otra mujer, a la que él un día decidió amar hasta el final. No le importó, disimuló cuando lo oyó, como si nada hubiese oído, o como si fuera el suyo propio. Lo asumió así, tampoco a ella le importaba demasiado el de él. Después de todo se complementaban, porque ninguno esperaba nada del otro. Solo que estuviera allí. Y así pasaron años, varios, en que los dos se compartían la vida, ambas envueltas en un sueño, el de él del pasado, el de ella de lo que estaba por venir. Pero como las dos eran ensoñaciones, y ambas nunca serían realidad, pudieron coincidir en ese lugar en que los sueños no son otra cosa. Solo sueños.
Él, un día en que su cabeza tenía un anómalo orden, evocó sus recuerdos en voz alta, y ella le escuchó. Tal vez si eso hubiera ocurrido la primera noche, no hubiera pasado nada, pero después de tantas, sintió que el carmín se le resbalaba entre las prietas bembas de botox caduco. De pronto tenía un sabor amargo, cosa que ya casi notaba, entre el alcohol, el tabaco y el botox. Pero lo paladeó, era un sabor a sueño roto. Sin haberse dado cuenta aquel que un día tuvo lo fue sustituyendo por la presencia de aquel hombre. Sin darse cuenta no solo se había acostumbrado a sus hinchadas y fornidas manos, a su barba rasposa, a su pelo revuelto, a todo él. Lo supo en ese instante, se había enamorado. Y todo lo demás, todas las ensoñaciones de otra vida, se le habían difuminado. Al oírlo, tan errante en el pasado, aún triste, aún apenado, aún enamorado de ella, la otra, la que nunca tuvo rostro para ella. Lloró. Siquiera la miró, él estaba demasiado sumido en su dolor. O si la miró hizo caso omiso, ya tenía bastante con sus lágrimas.
Esa noche ella no quiso amarle. Ya no quería, porque sabía que ahora, lo haría de verdad. Que luego sufriría, si una vez más oía, por milésima vez, escuchar otro nombre.
Le pidió que se fuera. Que no volviera, aunque se le rompieron, esta vez a ella, las alitas del corazón. Y se quedó allí, entre las cortinaseparatodo y la obscuridad.