Don José María Terenti era un tipo de pocas palabras y manos grandes. Tan grande como el tamaño de sus manos era su sentido de la decencia, y creo no equivocarme al pensar que esa fue precisamente la causa de su muerte. Recuerdo con mucha fuerza la fuerza de su puño cerrado pegando sobre la mesa del comedor de su casa el día en que mi papá le explicó que de todos los pesos que había ahorrado a lo largo de sus días a fuerza de trabajo en un plazo fijo en el banco de la avenida, no quedaba ninguno, y que en realidad ahora había una deuda de intereses que saldar con la entidad, a la cual ni siquiera podía hacerle frente. Ya estaba viejo mi abuelo entonces, y aquel puñetazo fue un golpe de impotencia y absoluta incomprensión ante ese robo - que le quitó mucho más que su escaso dinero. Con igual fuerza recuerdo la única vez que mi abuelo me tomó de la mano para llevarme a algún lado. Mi abuelo no había sido niño y creo que por eso nunca me trató como a una niña a quien se debe mimar y llevar a jugar. La vida para él nunca fue niñez ni juego. Abandonó su Asturias natal a los cinco años y, desde que llegó a la Argentina, trabajó con sus manos sin parar. Aquella mañana en que me tomó fuertemente de la mano - mi mano chiquitita prendida de la enormidad y fortaleza segura de la suya - fuimos hasta la oficina de correo, donde me compró una libretita de ahorro para que yo aprendiera lo que nunca he aprendido porque sencillamente no aplica en mi país. El otro día, cuando me encontré un rollo de billetes que no recordaba haber guardado en un jarrón, me puse contenta como aquella nena que fui, pegando estampillas en mi libreta de ahorro, y me acordé fuertemente de mi abuelo.
Después de que le robaron todos sus ahorros, Don José se enfermó del alma, que es la forma más fuerte de enfermar. Habían matado a su decencia. Pasaba las horas de sus días vaciados sentado en su sillón cerca de la ventana que daba a la vereda, leyendo La Prensa. Usaba sus manos para soltar la hoja derecha del enorme periódico, chuparse la punta de su fornido índice y dar vuelta la página para seguir leyendo, sin perder el control del mamotreto. En los últimos tiempos ya casi ni leía. Por más que leyera, nadie podía hacerle entender que se había muerto esa decencia tan fuerte que era suya en este rincón del mundo al que había llegado en un barco. Entonces se condenó a penar sus horas contadas como una víctima fatal de la la indecencia en su sillón, y cuando oscurecía ya no encendía la luz. La última vez que lo vi, sus enormes manos estaban atadas a la cama de un lúgubre hospital público. Hacía fuerza para soltarse, como queriendo emerger de su estado de demencia febril, y repetía tozudamente con la poca voz que le quedaba que se tenía que levantar para ir al banco a saldar su deuda. Estas manos que cuentan billetes no sólo roban: también matan. Mi abuelo fue prueba de este atroz delito que se sigue cometiendo en esta tierra en la que yo vivo, cada vez con mayor impunidad, cada vez con mayor desparpajo. Hoy mi abuelo moriría de nuevo ante semejante escándalo de indecencia.