No ha querido ser menos que Eolo y, hoy, Tláloc ha decidido unirse a la fiesta divina que se celebra sobre los cielos de mi hogar. Sus dulces gotas se derraman sobre nuestros tejados y campos, como vierte sus lágrimas la emoción de una enamorada mujer.
A veces, gotas. Otras, riadas. Las más, auténticos océanos celestes caen regando huertas, anegando jardines y poseyendo a la Tierra.
Me gustan Tlátoc y su lluvia de vida.
Me gusta permitirle que me acaricie el cabello.
Me gusta dejarle acariciar mi piel con sus dedos húmedos y fríos.
Me gusta sonreirle y beber su generoso regalo acuoso, como el bebé que se agarra a la teta materna, refugio de futuro, escondite de amor.
Hoy, Tlátoc y Eolo bailan sus mejores danzas. Primero uno. Luego el otro. Después, juntos. De vez en cuando, el todopoderoso Ra se asoma y observa, atónito, tamaño festival danzante. Pareciera querer recordarles que, cuando se cansen de bailar y bailar, él volverá a brillar, iluminando miradas, secando el terreno y calentando los ánimos de quienes amamos elevar el cuello para disfrutar de las danzas de los naturales dioses.
Danzad, danzad, benditos y permitidme danzar junto a vosotros para que la lluvia de mis hinchados ojos pueda, también, salpicar de sagrado tiempo vuestras inmortales almas.
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