Capítulo 5: Los hombres de negro
Capítulo anterior: El museo en el museo
—¿John Snow? —pregunta el capitán con aire de escéptico—, ¿es este su nombre real?
—Sí, lo es —responde el hombre del museo.
—¿Snow, como en “nieve”?
—Así dicen mis papeles.
El capitán lo mira, perplejo. Este hombre parece uno de esos personajes que trabajan en un teatro ambulante francés, vestido todo de blanco, con bigote, barba y toda la cosa; sin embargo, su voz parece más americanizada que una rebanada de pizza con jamón y champiñones.
—Aquí dice que estuvo con el señor Rue toda la mañana —retoma el capitán Basos—, luego salió de su oficina, cerró la puerta con llave, bajo instrucciones del gerente, e hizo un recorrido por las galerías; ¿es esto correcto?
—Sí.
—También dice que recibió instrucción de que nadie debía molestar al señor Rue, ¿es correcto también?
—Sí, es correcto.
—¿Era este un comportamiento regular en el señor Rue?
—Le diré, al hombre le gustaba Gustave le Chafón.
—¿Qué quiere decir con eso? —pregunta el capitán, más molesto que divertido.
—Olvídelo, es un chiste del medio.
—¿Le parece que estamos jugando, señor Snow?
—Admito que me siento como en una de esas series de televisión donde intentarán culparme de algo.
—Ya veo… —dice el capitán y tras revisar los documentos, pregunta— ¿está al tanto de que usted es el único en el edificio, a parte del señor Rue, que tiene una copia de esas llaves?
—Sí —responde Snow, sin detenerse a pensarlo mucho—, aunque, en realidad, cualquiera pudo acceder a ellas.
—¿Por qué lo piensa?
—Porque Rue siempre dejaba olvidado su manojo de llaves en cualquier parte —responde Snow con mucha confianza—, así que él mismo me entregó una copia, como respaldo.
El capitán escucha la respuesta, pero no responde. Sigue buscando entre los documentos algo que pudiera ser de utilidad, mientras llegan los resultados de los análisis.
—Dígame, capitán —dice Snow—, ¿es usted el policía malo o el bueno?
—Todo depende.
—¿De qué depende?
—De según como se mire, todo depende —dice el capitán Basos, derrotado por falta de evidencias.
—Mire, capitán, me quedaría a responder todas sus preguntas, pero conozco mis derechos y sé que no puede retenerme así por que sí. Además, tengo una reunión muy importante hoy en la noche, así que, o me aplica un cargo o me deja ir.
«Maldito Internet», piensa el capitán, «ahora resulta que todos conocen sus derechos». Estaba claro que el hombre le ocultaba algo, pero lo cierto es que no tenía nada para dejarlo encerrado. Además, si algo había aprendido de tantas series policiacas en la TV, era que soltarlo podría resultar de utilidad.
—Tiene razón, Snow —dice el capitán, levantándose y abriendo la puerta—, salúdeme al hombre pulga.
Luego salió de la habitación y buscó al detective Stark. Cuando lo encontró, le dio las siguientes instrucciones:
—Déjalo ir, pero primero llévale el teléfono a los de TI para que le pongan un rastreador.
—Como diga, capitán —dice Stark, tomando el dispositivo y dando la vuelta.
—Y, Stark —dice el capitán, asegurándose de que solo este lo escuche—, dile a esos de TI que otra vez no puedo ver Netflix en mi oficina.
Cuatro horas más tarde, John Snow caminaba sobre una calle oscura y desierta, y se internaba en el laberinto de ladrillos que había en el centro de la ciudad.
Stark lo seguía de cerca, observando un puntito azul en la pantalla de su tableta. Se detenía, avanzaba, retrocedía, luego avanzaba de nuevo; daba vuelta para la izquierda, luego para la derecha; describía círculos aleatorios en apariencia y regresaba al punto de partida.
A Stark se le ocurrió que el hombre, o había perdido los sesos o se tomaba muy en serio eso de perder el rastro.
“Pobre idiota”, le decía a la pantalla de su tableta, “si supiera que no puede escaparse de esto”. Pero, unos segundos más tarde, el punto azul desapareció del mapa seguido por unas cuantas palabrotas, producto de un detective extremadamente molesto.
∞
Daban las siete de la tarde-noche y el edificio Murray comenzaba a quedar a oscuras. Algunas luces se encendieron aquí y allá, luego una cortina metálica se abrió a un costado del edificio y una camioneta negra entraba por ella, de esas camionetas que parecen blindadas y que suele ocupar el servicio secreto.
Un hombre vestido de negro patrullaba la acera en la parte de enfrente y uno más se alcanzaba a apreciar de vez en cuando en el techo, cuando se asomaba cada cierto tiempo para arrojar la colilla de un cigarro, para luego observarlo caer los siete pisos hasta alcanzar el pavimento, donde una chispa se desprendía y luego se apagaba por completo.
La cortina metálica permaneció abierta por unos cinco minutos, luego la cerraron, deslizándola por los engranes y produciendo un ruido tan estridente, que a Jones, a pesar de estar en la calle de enfrente, sentado en una cafetería atestada de gente y donde una señora gorda y jacarandosa relataba sus aventuras de la noche anterior con un joven latino que, al parecer, tenía una habilidad impresionante para mover las caderas; le causó un estremecimiento tal, como si diez gatos le arañaran el cerebro y luego lo metieran a la licuadora para hacer coctel.
En ese momento, Jones recibió un mensaje en el teléfono. La pantalla se encendió y se alcanzó a leer la palabra «CIA», luego el teléfono se durmió y la pantalla quedó otra vez en color negro.
El detective Jones terminó su café, que no era particularmente malo ni tenía mucho de bueno. Luego tomó su teléfono y contestó el mensaje con un «Avante».
Cinco minutos después, el edificio estaba envuelto en llamas y los ocupantes huían desesperados como si salieran de un hormiguero. La cortina se levantó de nuevo y la camioneta salió disparada para estrellarse a los pocos metros con un par de vehículos que le cerraron el paso. De estos, se apearon tres hombres con escopetas, que reventaron los neumáticos en primera instancia y, sin dejar de apuntar a la camioneta, abrieron las puertas, tomaron a una mujer, la llevaron a uno de los vehículos y desaparecieron entre el caos vial y las sirenas de la policía y el equipo de rescate.
El teléfono de Jones sonó una vez más, esta vez se leía «Su turno».
La gente en el café había salido a la calle a observar la escena y habían volcado varias mesas en su carrera hacia afuera. El mismo dueño estaba entre ellos, así que no había a quien pagarle la cuenta, por tanto, Jones tomó sus cosas y se unió a los espectadores sin molestarse en tocar su billetera. Unos minutos después, una cámara del noticiero local ya transmitía la lucha entre el equipo de bomberos y un fuego devastador que se tragaba todo lo que tocaba.
Jones se acercó a la cámara y sacó un cartel que tenía oculto hasta entonces dentro de la chaqueta de cuero que llevaba como disfraz. El cartel tenía escrito con letras rojas y deformes: «¿Dónde vamos a parar?».
Poco después, un teléfono comenzó a sonar en la caseta pública a una cuadra del incendio. Lo hizo una y otra vez hasta que Jones logró escucharlo, caminó hasta él y levantó el auricular.
—Tres —dijo una voz del otro lado del teléfono.
—Siete —respondió Jones.
—Gato.
Jones lo pensó unos segundos, luego respondió:
—Ornitorrinco.
—¿Qué estás buscando? —preguntó la voz.
—Una red oscura.
—¿Qué señas tiene?
—Pertenece a una compañía llamada “Servicios y Más” —respondió Jones.
—¿Qué puedo encontrarme?
—Lo de siempre.
—Tarifa regular —dijo la voz, luego cortó la llamada.
Jones colgó el teléfono y caminó varias calles para alejarse del caos, donde tomó un taxi de vuelta a casa. En el camino observó los edificios mezclarse en manchones de colores y las luces trazar líneas y difuminarse en el lienzo oscuro de la noche.
En su mente, los hechos comenzaban a dar vueltas. Algunas interrogantes nacieron y otras murieron. Entre las pocas que no pudo responder estaban: a) ¿por qué la CIA había secuestrado a Viviana?, b) ¿qué podía hacer para que los chinos no lo traicionaran?, y c) ¿ahora quién prepararía la cena?
Continuará…
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