El maldito equipaje de mano encaja con dificultad en el cajón de la compañía. Disimulo colocándome la mochila de nuevo sobre el hombro, y la azafata hace la vista gorda. Sonrío ante el control. Al menos a la entrada del finger no pitaré.
Me devuelve el pasaje con una peculiar mirada; sí, una mirada que dice "no me pagan lo suficiente como para sonreírte". Camino por la pasarela metálica que, se supone, me unirá con el pájaro de hierro, mentira. Me toca bajar unas escaleras de caracol irregulares que me llevan a un autobús. "Ahora comprendo por qué sale tan barato el volar: pretenden llevarnos a Madrid en este bus", o eso pienso durante los diez minutos que el vehículo circula por las pistas de El Prat.
Bajamos, los ancianos dejan de necesitar muletas y corren hacia las escaleras de ascenso al avión. Yo, por mi parte, me apeo el último. Otra azafata, a la que parece que sí le pagan lo suficiente como para sonreír, me da la bienvenida; mientras, yo rezo porque no esté ocupado un asiento. Intento quedarme en uno, pero un chino me echa, me muestra su boleto y me retiro a otro; por suerte, es mucho mejor que el que tenía. Suerte.
El avión inicia su traqueteo, tres chinas han apagado su teléfono móvil. A mi izquierda: un insurrecto. Me limito a teclear este relato mientras sobrevolamos Zaragoza, la gente ha caído en un profundo sueño y da cabezazos contra el asiento de enfrente. Siento que nos están gaseando. Yo leo el panfleto de supervivencia en caso de que un cable se rompa y comencemos a caer en picado deseando que lleguen las anheladas turbulencias. Estoy al lado de una salida de emergencia y no seré yo quien la guiñe mientras el resto se despierta para volverse a dormir: no señor.
Nos acercamos a la terminal, no me ha dado tiempo ni a cotillear el baño de este Airbus, con lo que a mí me gusta, el carrito de venta ocupa el pasillo de este avión Made in cualquier sitio. Aterrizamos, todo ha ido bien. Por suerte.