Revista Ilustración
No sabía que la mandolina salía a la napolitana como la pizza de Tito, el Mariscal de la Pizza de mi barrio, quien cerró su local, ya descascarado y amarillento, después de que el diariero de enfrente, Alberto, que ya emigró hace unos meses dejando huérfana a una hija Down y sin hijo que la cuide a una madre postrada, lo encontró con la cabeza adentro del horno de barro de la pizzeria una madrugada de Domingo de Pascua luego de haber enviudado. Alberto le había ido a llevar el Clarín de todos los domingos y se encontró con la puerta entornada y sobre el mostrador, una copita de jerez medio vacía y tumbada junto a una botella medio llena. Cuando salió de ahí echó a correr la voz por medio Buenos Aires. Hoy lo vi a Tito a la salida del VEA de la Avenida San Martín del brazo de una mina diez años más joven que él y totalmente rejuvenecido: es otro tipo. Se las rebuscó bastante bien al final, y me alegro de que así sea. Hay que rebuscarse la vida como uno mejor pueda, y al horno ponemos la napolitana, pero nunca jamás la cabeza: ¡ojo que no se jode con esa!