Ella entró a su cuarto irreverente diciendo “acá estoy” con el cuerpo. Y estaba, claro que estaba.
Frenó su cuerpo entero imprevistamente, giró levemente la cabeza hacia suizquierda, ahí donde cuelga sus cosas. Un gran perchero, un gran rincón de ropa llena de vida, soles, horas; y buscaba en el ¿quién sabe que cosa?
De pronto, como si alguien hubiese hecho sonar un campanazo hipnotizador a su lado, detuvo la mirada un pequeño rato de los muy pequeños.
Giró la cabeza hacia donde estaba él, clavándole la mirada sin verlo, observando la nada.
Dos segundos.
Tres.
Cuatro.
Cinco.
Realiza un gesto casi imperceptible, como frenando un beso en el aire a la vez que levanta apenas la ceja izquierda y hace dos movimientos muy cortos con la cabeza de arriba hacia abajo.
Dos, sólo dos.
Acomoda los ojos hacia un costado, luego hacia abajo, originando una especie de danza de coordinación casi olímpica con sus ojos.
Levanta la mirada y descubre como él fue testigo de un momento muy parecido a la intimidad del espejo.
Está hermosa; piensa él. No descubre nada nuevo, pero empieza a entender cuanto la ama.
…cuanto.
Él estaba buscando un método para extrañarla menos cuando ella ingresó a la habitación.
Musculosa rosa, un jean muy viejo, muy gastado, muy manchado, muy lindo.
Pelo mojado y totalmente ignorante de peine.
Estaba radiante.
Hermosa.
No, hoy no va a encontrar ningún método.