Mi otro yo
El despertador trajo a Koen de vuelta del mundo de los sueños. Otro anodino día daba comienzo. Le esperaba otra mañana llena de legañas, bostezos y cansancio. Algo que ni siquiera medio litro de café (por cargado que estuviera) podría arreglar. Sin embargo, antes tendría que cumplir con su ritual de posponer tres veces más la alarma. Esos nueve minutos extra entre pitido y pitido eran tiempo suficiente para seguir soñando, ayudándole a crear la falsa sensación de que descansaba un poco más cada vez. Con la esperanza de levantarse con más ánimo para sobrellevar un largo y aburrido día de trabajo.
La realidad era bien distinta. No solo se levantaba aún más enfadado por estar aun más cansado, sino que también se había robado a si mismo casi treinta minutos de dulces sueños.
Se sentó con rigidez encima de la cama, con la espalda tensa por cómo se retorcía sobre si mismo entre alarma y alarma. Contorsiones y vueltas por intentar volver a alcanzar un sueño que ya se le había escapado, acrecentadas por el sobresalto de volver a perderlo justo en el momento en que creía haberlo capturado de nuevo.
Cuando por fin consiguió ponerse en pie, continuó ejecutando sin prestar atención los pasos de su rito matutino, mientras trataba de recordar alguno de los sueños que había tenido en sus cuatro diminutos intentos de seguir en la cama. Lo intentó con ahínco, sabiendo que ese sería su último intento por recuperar la felicidad de un mundo en donde él era el único dueño y señor. Donde podía realizar cualquiera de todas esas cosas para las que no tenía tiempo ni ganas.
Al mirarse en el espejo del baño fue consciente de que tenia que tachar otro día más del calendario de su vida. Otro día más en el que trabajaría para cumplir con los sueños que otros le imponían; o al menos, ayudando a que éstos eternos soñadores se enriquecieran a su costa.
Cumplida esa parte del ritual se metió en la ducha, tan concentrado en el cansancio de su mente que no pudo llegar a disfrutar de la calidez del agua.
Salió de la ducha y cogió de manera mecánica un pantalón, una camisa y un jersey. Ni siquiera tenía que pensar cuál coger. Misma marca, mismo modelo y misma talla desde hacía muchos años. Lo único que cambiaba era tono de la camisa y, algunas veces, el de su jersey.
Así era todo menos complicado.
Salió de su cuarto, volvió a la cocina y vació todo el contenido de la cafetera humeante en un termo. Lo metió junto con su portátil en la bandolera de cuero que utilizaba para ir al trabajo y mordisqueó distraído una pieza de bollería industrial mientras ojeaba los titulares de los periódicos digitales que seguía, sin prestarles verdadera atención.
Todo esto en tan solo treinta y cinco minutos. Había dedicado más tiempo a intentar despertarse que a disfrutar de uno de los pocos momentos del día en los que no tenía por qué pensar en el trabajo.
Sin ser consciente de ese hecho, ni de lo rutinaria que se había vuelto su vida, salió de casa y empezó a bajar hacia al garaje que compartía con el resto de vecinos del bloque.
¿Cuándo se había convertido su vida en esa aburrida sucesión de acciones automáticas de las que ninguna estaba destinada a ofrecerle paz espiritual, consuelo o felicidad?
Salió del ascensor y se sumergió en el extraño silencio que reinaba dentro del subsuelo. Lo normal hubiera sido que el ambiente estuviera lleno con los gritos de los padres instando a sus hijos a darse prisa, el rugido de los motores al arrancar y alguna bocina para despertar a los más dormidos. Pero allí no se oía nada. Absolutamente nada.
Caminó en dirección a su plaza, cuando una brillante luz apareció a su derecha, a escasos metros de donde se encontraba. Tampoco se enteró de eso. Lo único que si notó fue de que un grave e intenso zumbido empezó a hacerle vibrar sus tímpanos.
No pudo analizar de dónde venía aquel sonido, para cuando fue consciente de que estaba ahí éste explotó junto con la luz, sacudiendo su cuerpo con tanta fuerza que a duras penas pudo conservar el equilibrio.
Boquiabierto, más por ser una interrupción en sus costumbres matutinas que por lo imposible de la situación, tardó unos preciosos segundos en acomodar su dañada vista y contemplar el aterradoramente bello suceso que tenía lugar delante de sus narices. Una bola de luz incandescente se expandió con lentitud hasta fundir por completo el coche de alguno de sus convecinos. Sin saber si correr hacia las escaleras o hacia el ascensor, vio cómo la misma bola se contrajo sobre si misma con inhumana rapidez hasta volver a expandirse, convirtiéndose en algo parecido a un brillante portal ovalado de color cetrino y aspecto aceitoso.
Dejó caer su cartera y un fugaz pensamiento de alarma resonó en su cerebro. ¿Sería hoy el día de su muerte?.
Un pasaje de la Biblia acudió a mi mente: «y oí una voz de entre los cuatro cuernos del altar de oro que estaba delante de Dios, diciendo al sexto ángel que tenía la trompeta: Desata a los cuatro ángeles que están atados junto al gran río Eufrates». ¿El Apocalipsis?
Pensó en esa posible muerte con indiferencia. ¿Qué había en su vida que le impeliese a seguir esforzándose? Nada.
Si la muerte tenía que llegar, que así fuera.
Sin embargo, la muerte no llegó.
Lo único que atravesó aquel espeluznante portal fue un solo ser humano.
—Hola —dijo aquel ente con una voz masculina cuyo tono no dejaba de serle familiar.
Aturdido por sus miedos y por la agitación en los cimientos de sus costumbres no supo qué responder. El vórtice de luz amarillenta y la peculiar bruma que había empezado a cubrir el garaje no le dejaron ver al ser que había pronunciado ese saludo.
Tuvo que esperar unos interminables segundos mientras la luz perdía intensidad y la bruma desaparecía hasta poder contemplar su rostro. Al hacerlo no supo si llorar o reír.
De pie delante suya, sin más ropa que una absurda túnica de un color gris indefinido, se encontraba un hombre de mediana edad. Su complexión no era ni fuerte ni débil, su altura estaba en la media. Un antiestético pelo negro caía sin orden ni concierto sobre su frente cubriendo unos ojos marrones demasiado pequeños como para ser un elemento destacable. Todo ello eclipsado por una nariz demasiado ancha para un rostro tan mediocre.
¿Eso era lo que había perturbado su ánimo? ¿Un vulgar ser humano con una cara cualquiera?
Sin embargo, al fijarse en el labio superior de aquel peculiar ser humano vio algo que le dejó sin aliento. Con un grosor y una forma que eran difíciles de pasar por alto, Koen vio una línea curva que cortaba el labio del ser aparecido del más allá en vertical desde su punto medio. Una fea cicatriz fruto de alguna herida mal curada. Una cicatriz tan singular y poco agraciada que resaltaba con fuerza en aquel insípido rostro. Una cicatriz que ya había visto antes y que hizo que sus puntas de los dedos se tornasen gélidas.
Conmocionado como estaba, levantó la mano izquierda hasta tocar su propio labio. Allí estaba, al igual que los últimos veinte años, la deforme cicatriz que surcaba su labio superior nacida desde su punto medio.
Volvió a observar al ser y no tuvo más dudas. Aquel ente que tenía delante era una copia exacta de si mismo.
—Jo-der… —murmuró.
—Hola —repitió aquella cosa utilizando su misma voz. El ser parecía ajeno a lo inquietante e imposible de aquella escena, sin importarle ser quien era, estar donde estaba o dirigirse a quien se dirigía.
—¿Esto es una broma? —Preguntó Koen intentando mirar en derredor, en busca de unas cámaras que sabía que no existían pero que explicarían aquel despliegue.
—No.
¿No? ¿Eso era todo lo que aquel doble suyo tenía que decir? ¿¡No!? Se abre un portal que destruye todo en varios metros a la redonda en el medio de un garaje, de su interior surge una réplica exacta de él y todo lo que sabe decir es… ¿no?
—¿Quién demonios eres tú?
—¿Yo? Soy tú.
—Venga ya, déjate de chorradas y habla claro. ¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? ¿¡De dónde coño has salido!?
—Yo… soy… tú… —respondió el ser exagerando la pronunciación de cada una de las sílabas, como si Koen fuera estúpido y no hubiera entendido su primera respuesta—. Estoy aquí… porque tengo que estar aquí. Y vengo de…
El ser parecía confuso, como si no estuviera preparado para contestar a esa pregunta. La ausencia de vida en sus ojos y sus mecánicas respuestas le hacían parecer una copia defectuosa de sí mismo. Un ser sin alma ni propósitos. Sin vida. Un robot que contesta de manera literal a todo aquello que se le pregunta. ¿Es así como le veían el resto de las personas?
—¿Te estás riendo de mí? —Preguntó enfadado. Al ver como su doble abrió la boca para contestar, decidió no darle la oportunidad y prosiguió hablando—. Apareces aquí, sin más, delante de mis narices. Destruyendo todo lo que has pillado en medio, muy cerca de matarme a mi. Casi desnudo y saliendo de un portal de luz y… ¿Qué quieres de mi? ¡De dónde vienes!
Su otro yo pareció meditar la respuesta durante unos segundos antes de hablar.
—Me has enviado tú. Estoy aquí porque tú querías que estuviera aquí —sus ojos cobraron vida de repente, como si por fin fuera consciente de quién era—. No sé de donde vengo, pero sí sé para qué he venido. No ha sido porque quiera algo de ti, sino porque tú quieres algo de mí.
Koen quedó perplejo.
—Que yo… ¿que yo quiero algo de ti? ¿Que yo te he traído? —Balbuceó—. ¡Cómo va a ser eso posible!
—No dudes tanto. No preguntes tanto. Es así, no hay más verdad que esa —hizo una pausa antes de añadir—. ¿Qué quieres de mí?
«¡Maldita sea! Sin haber obtenido una respuesta, este… clon le ha dado la vuelta a todo. ¿Ahora soy yo el que tiene que darle las respuestas a él? ¿Qué coño es lo que puedo querer yo de él? —pensó—. Aunque…»
—Quiero que hoy vayas a trabajar en mi lugar —dijo curvando los labios en una mueca de expectante ironía.
—Hecho —respondió el ser adquiriendo un aspecto pensativo—. Pero necesitaré que me des todo lo que necesito.
—Espera, espera —contestó tan sorprendido como excitado—. ¿Sabes lo que tienes que hacer?
El brillo en los ojos de aquel ser desapareció durante unos instantes antes de reaparecer y contestar.
—Necesito tu ropa, tu ordenador, los diseños funcionales del programa de gestión de valores, las tablas de estimación de tiempo y recursos. También el teléfono móvil de empresa, la tarjeta de acceso y dinero para la comida. ¿Quieres que también acuda al evento de equipo de las seis? O utilizarás la excusa habitual para no quedarte.
—¿Cómo…? ¿Cómo sabes todo eso?
—Porque soy tú —al ver que su interlocutor no parecía convencido con la respuesta, el ser decidió extenderse un poco más—. Tu nombre es Koen Koeslag, naciste el 6 de septiembre de 1979, eres ingeniero informático y trabajas para AcAp, una de las mayores compañías de software de banca, como diseñador de sistemas de software de gestión de activos. Vives solo en el 77 de la Avenida Newport en Atlanta. Naciste en Oregón, aunque tus padres emigraron desde Holanda hace casi cincuenta años. Sus nombres son…
—Vale, vale, ¡ya basta! —Cortó estupefacto—. Me has convencido. Eres una copia de mí mismo. Eres algo así como un Koen 2.0 y… ¿en serio has venido para hacerme la vida más fácil?
—Sí. Estoy aquí para cumplir con todo lo que necesites —y añadió mientras extendía su mano derecha—. Si quieres puedes llamarme K2 para evitar confusiones.
Koen la estrechó, sorprendido de la normalidad que transmitía su tacto.
—¡Joder! —Exclamó entusiasmado—. Encantado de que existas K2. Acompáñame a mí casa… digo… a nuestra casa, para que te pueda dar todo lo que necesitas. Me parece que tú y yo vamos a llevarnos muy bien. ¡Joder, más que bien! Vas a cambiarme la vida. Por fin voy a poder dejar esa mierda de trabajo.
Y vaya que si le cambió la vida. Nunca hubiera podido soñar algo como lo que vivió durante los siguientes tres meses. Aunque si hubiera sabido lo que estaba por venir, igual hubiera preferido despertarse.
Cuando K2 apareció en su garaje, Koen no era consciente de lo repetitiva y aburrida que se había convertido su vida. Tampoco se dio cuenta de cuánto odiaba aquel trabajo de oficina en el que solo conocía su hora de entrada, nunca la de salida.
Esa primera semana fue la que le demostró a Koen que aquel clon caído del cielo iba a ser una bendición en su vida. Fueron siete días de levantarse a medio día, abrir una lata de cerveza, pedir una pizza y encender la televisión para conectarse a alguno de esos juegos a los que nunca tenía tiempo para jugar. Para ver ese ingente número de series que quería y no podía ver. Siete días de no salir de casa, no coger el teléfono y de comprobar hasta dónde podía llegar con su nuevo yo.
Todo empezó pidiéndole pequeñas cosas. Ordena mi cuarto, limpia el horno, plancha la ropa… K2 no parecía cansarse nunca. Ni siquiera sabía si aquel pseudo humano tenía la necesidad de dormir. De hecho, nunca le había visto tumbado en el pequeño colchón hinchable que había instalado en el despacho. Lo más parecido a descansar que hacía era sentarse frente al ordenador con la mirada fija en una pantalla apagada, con las manos extendidas encima del teclado y de la propia torre del PC. Perturbador era quedarse corto.
Poco a poco fue aumentando la complejidad y la cantidad de las tareas que le asignaba. K2 nunca decía que no, siempre parecía tener tiempo para realizarlas. Era el perfecto amo de casa y el perfecto trabajador. Ya no tenía que preocuparse por nada, había alguien que ya lo hacía por él, anticipándose incluso a las necesidades de Koen, el original.
En definitiva, era una versión de sí mismo mucho mejor que él.
Las semanas fueron pasando. Koen cada vez se olvidaba un poco más de aquel insufrible e interminable trabajo. Vivía por y para él mismo, algo con lo que nunca había llegado siquiera a soñar.
Sus amigos estaban todavía más encantados que él. Hacía ocho años que su contacto con ellos se había reducido a una cena cada varios meses. Koen rechazaba casi cualquier plan que implicase pasar más de un día fuera de casa, porque no sabía si sus jefes iban a necesitar que solucionase algún problema de última hora.
Para el resto de planes estaba demasiado cansado por las interminables jornadas laborales y las muchas noches sin dormir.
Esa repentina vuelta a su vida social hizo que empezase a correr el rumor de que habían despedido a Koen por algo tan oscuro e importante como para haberle ofrecido una cuantiosa indemnización. ¿Cómo sino se explicaba que nunca trabajase pero siempre tuviera dinero?
Fueron tres meses de ensueño. Tres meses de disfrutar de la vida. Tres meses que terminaron de la manera más absurda posible…
—Oye K2, ¿qué contraseña has puesto en mi correo de AcAp? —Preguntó la mañana del veinteavo domingo que pasaban juntos—. El servidor no me deja acceder.
—¿Para qué quieres entrar en el correo del trabajo?
—Bueno, aunque no te lo creas, me gustaría saber qué tal están las cosas por allí —respondió desconcertado—. Hay gente a la que aprecio allí dentro, ¿sabes? Thomas de seguridad informática, Ben de planificación, mi compañero Will…
—Y Sylvia.
—Si, y Sylvia también —dijo antes de añadir—. ¿Qué sabes tú de Sylvia?
—¿Has olvidado que yo también soy Koen?
El extraño matiz con el que pronunció su nombre hizo que algo dentro de él diera un respingo. ¿Cuándo había empezado K2 a cuestionar sus peticiones? ¿Desde cuándo se refería a sí mismo como Koen y no como K2? Era el doble de Koen, no «Koen».
—Yo soy Koen, tú eres la copia. No lo olvides nunca —sentenció—. Y ahora contesta, sin evasivas: ¿qué te pasa con Sylvia? Y, ¿por qué no puedo entrar a mí correo?
K2 clavó en él esa inquietante mirada desprovista de emociones. Durante unos segundos no dijo nada hasta que por fin sus ojos recuperaron el brillo característico de la vida y respondió.
—Tu petición fue: «quiero que seas un yo mejorado. Una versión más trabajadora, más productiva y mejor en todo» —dijo, esquivando responder a la pregunta—. Me he limitado a cumplirlo. Ahora Koen Koeslag es uno de los mejores, con un puesto mejor y un salario más apropiado para él.
—Qué demonios… —balbuceó enfadado Koen, el original—. ¡Eso no responde a mi pregunta!
—Porque no necesita ser respondida. Todo está bien en AcAp. Me han ascendido, gano mucho más dinero para que tú puedas gastártelo en tu tiempo libre. ¿Qué más necesitas saber?
—Pero…
—No hay peros. Me cediste tu vida laboral y lo estoy haciendo mejor de lo que tú lo hubieras hecho nunca. ¿Acaso quieres que invirtamos nuestros papeles?
Koen, el original, no supo qué contestar. Una amalgama de sentimientos entremezclados le impedían pensar con claridad. Frustración, ira, desesperación, incomprensión. ¿Por qué no podía entrar en su correo? ¡Esa era su vida! No la vida de aquel sucedáneo de carne, si es que estaba hecho de carne, que pretendía hacerse pasar por él.
Llevaba tres meses haciendo una limpieza de su ánimo y de su alma. Una limpieza con fecha de caducidad. Algún día iba a volver a enfrentarse a su propia vida. ¡Qué demonios! También echaba mucho de menos ver a Sylvia por las mañanas. Invitarla a un café, charlar con ella… jugar al juego del cortejo sin llegar nunca a traspasar la línea. No porque no fuera la mujer más atractiva que había conocido en su vida (que lo era), sino porque era la única persona con la que de verdad disfrutaba dentro de aquella jaula de mesas y ordenadores. Porque se entendían como si fueran almas gemelas. Porque ambos eran conscientes de esa atracción que había entre los dos. Porque…
¿Cómo había podido ser tan estúpido? Su egoísmo y su autocompasión habían hecho que dejase a la mujer a la que más cerca había estado de amar.
—No K2, no quiero invertirlos —respondió, con la determinación pintada en su rostro—. Lo que quiero es recuperar el cien por cien de mi vida.
El ser que se llamaba K2 quedó rígido durante unos instantes. Ninguno de sus músculos se movieron. Ni siquiera pudo apreciar el rítmico movimiento de su respiración. El rostro de K2 quedó inmóvil en un duro rictus fruto de la duda y la irritación, con sus ojos, más oscuros de lo habitual, clavados en los suyos.
Koen llegó a temer por su integridad física. No porque hubiera una promesa violenta en los ojos o el rostro de su doble, sino porque en ese intervalo de tiempo, notó cómo el vello de todo su cuerpo se erizaba y el sentimiento de un miedo tan primario como no había vivido nunca surgía de lo más profundo de su cerebro. Algo electrizante e invisible saturaba el ambiente entre los dos. Algo que le impulsaba a salir corriendo de allí y, a la vez, le mantenía petrificado.
—Como desees. Koen —dijo por fin—. Mañana podrás ir tú mismo a tú oficina.
Sin más preámbulo que aquella críptica sentencia, K2 se dio la vuelta y salió del apartamento que compartían.
Nunca volvió a verlo. Aunque hubiera deseado encontrar a aquel demonio con forma de ser humano y hacerle pagar por todo lo que le había hecho.
¿Dónde fue? Koen nunca lo supo con certeza. Lo que si pudo conocer fueron las consecuencias que tuvo todo aquello. Aun hoy, siete años después, sigue pagando por ellas.
Todo empezó a desmoronarse en el momento en el que puso un pie en las oficinas de AcAp.
—Disculpe —dije dirigiéndome al guardia de seguridad de la puerta—. La tarjeta de acceso no funciona, ¿podría comprobar que no esté rota?
El guardia, al que no conseguía reconocer, se acercó a mí con calma. Cogió la tarjeta de mis manos y sin mediar palabra se dirigió al mostrador. Después de pasar la tarjeta varias veces, dedicó unos minutos a comprobar algo en su ordenador. Fuera lo que fuera lo que encontró, el guardia levantó la mirada para escrutarme como solo saben hacerlo los cuerpos de seguridad: haciéndote sentir culpable aunque no lo seas.
—Si no lo consigue no se preocupe —dije con rapidez—. Puedo llamar a alguno de mis compañeros para que baje a darme una tarjeta de visitante mientras se soluciona el problema. ¿Me permite?
Extendí la mano hacia el guardia, intentando que me devolviera el que había sido mi pase durante tantos años.
—Acompáñeme.
El hombre salió del mostrador hasta situarse demasiado cerca de mi. Desde tan corta distancia me sentí insignificante. Era casi un palmo más alto que yo y su espalda bien podría haber sido el doble de ancha que la mía. Puso una de sus enormes manos en mi hombro derecho, mantuvo la otra situada encima de la porra y me guió con fuerza a través del rellano.
—Perdón… yo… —balbuceé—. ¿Qué es lo que pasa?
—Limítese a acompañarme —cortó a la par que me empujaba hacia una pequeña sala.
No sabría decir cuánto rato estuve allí encerrado. Me habían quitado el teléfono móvil nada más entrar junto con el pase de acceso y la cartera. ¿Qué demonios pasa? Llevo trabajando allí casi diez años, ¿cómo es posible que no reconozca a ninguno de los miembros del equipo de seguridad? ¿Por qué no se han limitado a llamar a alguien de las oficinas de AcAp para comprobar que trabajo allí?
Un golpe en la puerta tras de mí me trae de vuelta al mundo y a mi entorno.
—¿Qué haces tú aquí?
Me giro con el corazón bombeando con fuerza. Esa es la voz de Sylvia, una voz que no escuchaba desde hacía mucho tiempo, uno de los principales motivos por los que había vuelto a recuperar mi vida laboral.
—¡Sylvia! Hacía tanto… —Digo con entusiasmo, antes de darme cuenta de que para ella nunca he dejado de ir a trabajar—. ¿Qué es lo que pasa? Se me ha debido de desmagnetizar la tarjeta y…
Un sordo y explosivo sonido hace que me empiece a pitar el oído, seguido por un ardor que empieza en la mejilla izquierda y termina cubriendo toda mi cara. La fuerza del bofetón hace que pierda el equilibrio. Cuando recobro la compostura otra vez, después de la sorpresa y el impacto, me enderezo. En cuanto lo hago, veo cómo impacta en mi cara el segundo bofetón.
—¡Sylvia! ¿Qué coño estás haciendo?
—Tú… tú… —la ira de mi amiga es tal que las palabras no consiguen salir a través de sus labios. Levanta la mano, con intención de propinarme una tercera bofetada. Sin embargo, hace algo mucho más doloroso que eso y rompe a llorar—. ¿Qué es lo que quieres?
—Sylvia… no sé cómo explicártelo pero…
—¡No quiero oír tus malditas excusas, malnacido! —Grita—. ¿Cómo tienes la poca vergüenza de volver por aquí? Te quería Koen, yo te quería… y tú… tú solo…
—Ese no era yo Sylvia —respondo confundido, sin saber qué decir ni cómo explicarle que llevo tres meses sin aparecer por allí. Quiero explicarle que ha sido otro yo el que ha hecho lo que sea que haya hecho K2—. Tienes que creerme…
—Estás muerto Koen, para mí estás muerto. Solo he bajado porque no podía creerme que fueras tan imbécil como para aparecer por aquí.
—En serio, Sylvia, no sé qué es lo que ha pasado —vuelvo a decir—. No es fácil de creer, pero no era yo el que ha venido por aquí los últimos meses. Tienes que creerme… necesito que tú me creas…
Algo se quiebra dentro de mí. Opté por el cómodo camino de que otro cargase con mis responsabilidades y ni siquiera me digné en comprobar qué era lo que estaba haciendo. ¿Aquel ser había estado destruyendo mi vida? ¿Cómo? ¿Por qué? Necesito respuestas. Necesito saber qué ha pasado en los últimos meses. Aunque, sobre todo, necesito que Sylvia borre esa mirada de odio, dolor y desprecio.
—Sylvia… —Mi garganta deja escapar un sollozo que corta el resto de mis disculpas.
Entonces una sombra de duda y extrañeza cruza por el rostro de Sylvia, haciendo que su máscara de furia se resquebraje.
—Mira Koen, me dan igual tus explicaciones. Me da igual todo lo que hayas hecho o dejado de hacer desde que… desde que decidiste irte de aquí. Tu supuesta amnesia no te servirá —dice con tristeza—. Me has hecho daño, muchísimo más daño del que debería haberte permitido hacerme… A mí y a todos los que trabajábamos contigo. No vuelvas nunca por aquí, ¿me oyes? No quiero volver a verte.
—Yo…
—No Koen, ya tuviste tu oportunidad. Vete de aquí —aprieta los labios, a punto de echarse a llorar, señalando hacia la puerta—. Antes de que llegue la policía.
—¿Policía? —Pregunto estupefacto—. ¿Qué narices es lo que he hecho? ¿Soy un criminal?
—Vete… de… una… vez —dice, recuperando parte de su ira inicial—. No voy a ser yo quien te explique por qué todos en este edificio te quieren ver entre rejas, ni por qué la policía va a detenerte. Tú sabrás por qué lo hiciste.
Abro la boca para volver a replicar, pero ella se me adelanta.
—¡Que te vayas de una vez joder! —Grita entre lágrimas—. ¡Corre lo más lejos que puedas y no vuelvas nunca! ¡NUNCA!
Así que corro. Corro como si estuviera viviendo el sueño de otra persona. Como si fuera otro el que corre y yo lo contemplase todo desde arriba.
Corro al banco, para ver si K2 también ha cambiado mis cuentas.
Lo ha hecho.
Corrí de vuelta a casa para enfrentarme a aquel supuesto genio que me había concedido todos mis deseos.
Al llegar me la encuentro vacía. Mi ropa, mi ordenador y todos mis recuerdos han desaparecido. Todo lo que convertía aquella casa en mí hogar se ha esfumado junto con el retorcido ser que me ha robado lo que era yo. Solo encuentro un teléfono encima de la mesa.
No es el mío, de eso estoy seguro. Porque el mío está dentro de mi bolsillo. K2 lo ha tenido que dejar allí a propósito. Para mí.
Desbloqueo la pantalla sin necesitar código alguno. Allí, reenviados desde el número de mi antiguo teléfono del trabajo, hay una serie de mensajes sin leer. Un mensaje por cada uno de mis amigos y familiares. Todos ellos escritos con furia y rabia. Todos ellos enviándome el mismo mensaje, enterrado bajo docenas de capas de insultos y amenazas: «no quiero volver a saber nada de ti».
Salgo de allí inmerso en una burbuja de desesperación e incredulidad. Tan absorto en mi dolor y en el creciente sentimiento de haber sentenciado mi propia muerte, que casi no soy consciente de chocar con
uno de los varios agentes de policía que entran en tropel dentro del que fuera mi bloque de apartamentos.
Todos llegamos aquí de la misma manera. Arruinados, perseguidos y solos. Abandonados por aquellos a quienes queríamos y despojados de todo nuestro honor y nuestro orgullo. Sin hogar al que acudir y sin nada que perder.
Yo no fui el primero, como tampoco seré el último. Cuando llegué, los Desposeídos no eran más que un puñado de vagabundos que contaban historias imposibles de creer sobre alienígenas, clones y teorías sobre conspiraciones internacionales.
Aunque todos los Desposeídos hemos creído en esas historias en algún momento de nuestra miserable vida.
En estos siete años he visto ir y venir a varios cientos de nosotros. Quizá miles. Algunos desaparecen al intentar recuperar lo que era suyo. Otros solo se rinden. Dejan de luchar, de querer vivir. Se limitan a ver pasar las horas y los días sin comer ni beber.
Hasta que mueren.
La gran mayoría intentamos hacer algo útil con nuestras insignificantes vidas. Mantenemos unida lo poco que queda de la comunidad, construimos chabolas más resistentes con los desperdicios de la sociedad a la que sabemos que nunca podremos volver, en un intento de dotar con algo de normalidad nuestra patética existencia.
Aunque, sobre todo, recordamos. Recordamos quiénes fuimos, a quienes perdimos y, por encima de todos ellos, a aquel que nos lo robó todo. Al Despojador que se materializó delante de nosotros para hacernos la vida más fácil. El mismo Despojador que destruyó esa vida desde dentro, robándonos todo y a todos.
Siete años dedicados a recordar y a hacer siempre la misma pregunta. ¿Por qué?
Hasta hoy. Hoy han llegado los últimos eslabones de una larga cadena de robos de identidad.
Ni siquiera se creen que estén aquí. Ni siquiera pueden creerse que nosotros existamos, que hayamos existido desde hace tanto tiempo sin que ellos lo hubieran sabido. Y lo que más les duele es que aquí sus títulos, sus trajes, sus uniformes y sus condecoraciones no valen para nada.
Hoy los Desposeídos tenemos a nuestro propio Presidente, a nuestros propios ministros y a nuestros propios capitanes generales.
Hoy sabemos que nuestros días de vida están contados. Que los Despojadores ya tienen lo que querían y que, por tanto, su siguiente paso será atar todos los cabos sueltos.
Hoy es el primer día de nuestro fin.