La tarde del 14 de febrero ocupé una casa abandonada cerca de Cassino; toda la gente del pueblo y sus alrededores había huido por los combates sostenidos entre alemanes y aliados. Yo sabía, gracias mis conexiones con oficiales estadounidenses, que se preparaba un ataque a gran escala para terminar de una vez por todas con una operación que, después de casi un mes, parecía destinada a convertirse en un verdadero fracaso.
Ver el desangre de mi Italia era doloroso y el agotamiento moral y físico me tenían al borde del suicidio. Luego de que me liberaron de una prisión – donde, por orden expresa de Mussolini, estuve encerrado desde poco antes de la Navidad de 1943 –, yo actuaba como oficial de enlace y periodista para las tropas aliadas.
Aquel día me separé de mi unidad para ir al campo y buscar a una familia de campesinos, viejos amigos míos, con el fin de advertirles del peligro que corrían. Sin embargo, no pude hallarlos y, agotado, me metí en una casa vacía para descansar.
De repente, unos gritos me hicieron saltar del catre y, convencido de que eran alemanes, desenfundé mi pistola al tiempo que echaba cuidadosamente un vistazo por una de las ventanas. Lo único que vi fue a dos hombres, apenas unos años más jóvenes que yo, discutiendo mientras una ragazza los contemplaba aterrada.
Salí sin guardar mi arma y les dije que se identificaran.
― ¡Lárguese, maldito fascista! – respondió uno de ellos.
― ¡Identifíquense o disparo! – hice una pausa y luego agregué –; estoy con los americanos.
― ¡No nos importa el país de sus jefes, todos son unos infelices!
La muchacha y el otro joven permanecían en silencio. En ese momento, pude ver que el hombre más agresivo llevaba un cuchillo.
― ¡Suelte su arma!
― ¡No lo haré! Este lío es entre este maledetto y yo, no tiene nada que ver con alemanes o americanos.
― ¡Señor, deténgalos! – intervino la ragazza –, la adivina me advirtió que mi vida se convertiría en una pesadilla cuando me enamorase…
― ¡Cállate, Adriana, no digas idioteces!
― No son idioteces, señor, ellos se quieren matar por celos, por… ¡porque no quiero escoger!
― ¡Que te calles!
― Aquí nadie se va a matar – dije, apuntándolos con mi pistola – entréguenme sus armas; ambos están arrestados.
― ¡Eso es lo que crees, fascista…! – exclamó el joven más violento, al tiempo que se abalanzaba sobre su rival con el cuchillo en alto.
Sin más opciones, disparé y el atacante cayó muerto.
La ragazza echó a correr, perdiéndose tras unos árboles. El otro muchacho y yo la buscamos pero la tierra se la había tragado.
Al anochecer, conduje al chico a un refugio y volví a integrarme a mi unidad.
El 15 de febrero las tropas aliadas lanzaron un nuevo ataque sobre Montecassino. Los aviones bombardeaban con furia la abadía, pues el Alto Mando estaba convencido de que allí se habían atrincherado los Granaderos Panzer y los paracaidistas alemanes. Enseguida, los soldados británicos emprendieron el avance, siendo recibidos con la misma violencia de los días anteriores. La operación fue un fracaso.
El 18 de mayo, cuando finalmente los polacos pudieron tomar la colina, llegando hasta las ruinas del antiguo monasterio, lo único que hallaron, aparte de miles de cadáveres, fue a un par de médicos alemanes.
El jefe de la unidad en la que me encontraba recibió a los prisioneros y como él no hablaba alemán o italiano, me dijo que los interrogase. Ellos se sentían orgullosos del esfuerzo de sus compatriotas y explicaron que no se habían marchado por atender a los heridos, la mayoría campesinos sobrevivientes del bombardeo de febrero.
― Así es – dijo uno de ellos – en el monasterio solo estaba gente inocente que quiso refugiarse de la guerra en un lugar santo; sus aviones casi no nos hicieron daño, al contrario que a estos civiles, pero es el precio de la guerra, ¿no?
Aquel médico era un individuo extraño. A pesar de haberse quedado en ese lugar para ayudar a un grupo de gente desconocida, no parecía importarle la violencia o la muerte, solo cumplía su deber.
Al día siguiente, volví a hablar con él y me dijo que un herido en especial lo empujó a permanecer allí, mientras sus compatriotas se retiraban: una italianita hermosa a la que las esquirlas de un impacto de obús habían lastimado gravemente.
― Es curioso – comentó el alemán –, antes de morir creo que ella dijo: “la adivina me advirtió acerca del desamor”.