Si yo fuese poeta diestra, Maruja,hoy te diría, con más justicia, cuánto te quiero,cuán orgullosa estoy de ser tu nieta argentina,cuánto te agradezco por haber dejado todo aquello,para haberte hecho a la mar, huérfana de toda riqueza,y darles así un porvenir de solvencia y dignidad a tus hijos,habiendo perdido a tu primogénito en el camino en las garras de una cruel enfermedad,una herida que llevaste como mejor supiste aferrada a la Virgen de los Dolores, imagen negra,que te acompañó a la luz de la felicidad y bajo el yugo oscuro del trabajo cotidianoal quedarte sola, sin tu Landro, sin tu esposo, sin tus callejas y tus amadas playas de la infancia,sin tus misas en Santa María, sin procesión, sin tu ventana de cara a tus rías,sin tus Castelos, sin tu Monte San Roque y sin el sabor en tus labios de la sal del Cantábrico.
Secretos oscuros que pretendés desenterrar de las raíces más entrañables de este árbol, que es mío, ¿justo ahora? Dejala ya descansar en paz, por favor, te lo pido, que ahí donde descansa su memoria en la mía no hay nada que ocultar. Se le murió el primogénito ni bien acaba de poner el pie fuera del terruño que le dio el nombre, el amor, la playa, el mar, la música, la belleza y el delirio de grandeza, sí, ¡delirio!, y a mucha honra, el de una digna hija de pueblo chico y, encima, gallego. ¡Dejala estar, pobre gallega! Ya tuvo bastante en vida. Dejó atrás la vergüenza de un padre prominente que le hizo hijos a la cocinera de la imponente casa que hasta hoy se mantiene señorial. A mi no me lo contaron: yo me fui a ver con mis propios ojos de qué madera vengo. Y de chica, y no tan chica ya, yo saboreé el agridulce sabor de sus frutos maduros siempre perfumaditos, siempre limpias las manos, y la conciencia; manos de uñas cortas pegadas a brazos fornidos que salían de unas gruesas espaldas gálicas, hacendosas y encorvadas, con una chepa de tanto fregar en la pileta de la cocina, espaldas que cargaron con el terrible palazo de la pérdida sin quebrarse. Mi abuela Maruja era una vieja de pelo cortito y entrecano, ojos color mar, petisa y regordeta, coqueta hasta rabiar y siempre pulcra como un quirófano a punto de abrir un corazón para enmendar su mal. Yo amé a esa mujer imperfecta, inmadura, chismosa, envidiosa, generosa, alegre, la que siempre te daba de comer. ¿Y ahora, a estas alturas de mi vida, me venís a decir que se quiso suicidar? Se partió de dolor por nunca haber logrado que su Jesús le confesara dónde había enterrado al primer varón que había parido sin tener la más remota idea de que no se deja nunca de parir en este mundo, de que parir duele mucho más allá de los dolores de parto que su relato agigantaban.
Yo amé a esa mujer que se refugió de viuda en su negra Virgen de los Dolores, con sus siete puñales en el corazón clavados, guardada en una caja de madera oscura que metía miedo y colgaba sobre el cabezal de su cama en su casa de alquiler. Yo amaba a esa mujer que trajo al mundo a los hombres que mis ojos más miraron y admiraron en mi niñez, a la que celaba todo cuanto venía de mi mamá, a la que me cantaba, a mí — la chica gordita y sin demasiadas amigas —, los bodrios que había aprendido en el coro de Santa María. Ay, pero si yo me animaba y le decía que no se enojara, que mejor me cantara Luisa Fernanda, entonces todo era una fiesta: me florecían sombrillas en las mejillas y sacaba a bailar a todos los buenos mozos de ese recodo de mi imaginación que hoy tanto añoro.
Tengo morriña de Maruja. Tengo hambre y sed de mis ancestros, no se por qué. Será porque nunca después de ellos encontré gente tan noble, tan íntegra, tan sabrosa y nutricia, tan imperfectamente humana.Mi abuela Maruja me regaló la palabra y el sentido de la morriña, la magia de llevarme de la mano a comer pizza a la vuelta de mi casa una tarde cualquiera de la semana, donde la festejaba el pizzero, y yo miraba la escena sin entender nada pero comiéndola toda con los ojos y la boca. Mi abuela me regalaba las figuritas de Cenicienta para que yo nunca la encarnara, jamás.
Mi abuela Maruja de Vivero me legó sus dedos verdes. Mi abuela Maruja se murió sola en la habitación del hospital la madrugada de un Día de la Madre con un gesto de dolor tatuado en el cansado rostro. Y sola...
Por favor, dejala estar, que yo sé bien quién es y dónde está.