Aún sin abrir los ojos, percibía que había alguien más en su cama, pese a que no se oía respiración ni movimiento alguno. Intentaba recordar la noche anterior, pero las imágenes le llegaban tan confusas que no le permitían hilar una historia que contarse.
No recordaba nada de la fiesta, pero todo parecía indicar que había acabado, no solo bien, sino muy bien. Que había habido sexo, eso era seguro; y que el sexo había sido del bueno, también: sentía esa languidez, esa deliciosa lasitud que sigue a la actividad sexual satisfactoria, pero no lograba poner cara a quien le había proporcionado tal placer.
A través de la fina piel de los párpados podía adivinar que la luz del día ya se colaba con fuerza a través de las ventanas. El sonido del tráfico era débil, se notaba que era domingo. No le gustaban los domingos, colofón del fin de semana y antesala del lunes, pero en esa ocasión se alegraba de que lo fuera para poder alargar ese momento tanto como fuera posible. No había prisa, los domingos nunca hay prisa y quizá, en un momento dado, fuera posible retomar la diversión.
Dudó sobre si acercar la mano hacia el cuerpo que yacía a su lado, en una especie de maniobra de reconocimiento, o mantener la incógnita un poco más. Resultaba de lo más estimulante elucubrar acerca de quién podría ser pero, al mismo tiempo, sentía cada vez más curiosidad por saberlo con certeza.
Olisqueó el aire por si captaba algún olor que pudiera traer a su mente una cara, una palabra, una voz; pero el único aroma que invadía el aire y que anulaba todos los demás era el de la barbacoa que habría armado algún vecino en el balcón, debía ser bien cerca de la hora de comer. Eso le hizo rugir las tripas de hambre. Pensó que no podría demorarse mucho más en la cama y finalmente decidió hacer una exploración táctil.
Con los ojos aún cerrados, extendió el brazo hacia el cuerpo de su partenaire, que permanecía boca abajo, pues su mano fue a posarse sobre unas nalgas firmes y de piel fina; se preguntó de qué tonalidad sería. Demoró el tacto un buen rato, era excitante tener un cuerpo a su disposición, en total abandono. Bajó un poco y se detuvo en un muslo fuerte, sin duda fruto de ejercicio regular o de una genética extraordinaria. Volvió a subir la mano despacio, se recreó nuevamente en las suaves nalgas, la detuvo en la sima de la zona lumbar y reemprendió su recorrido ascendente, pianísimo, hasta llegar al hombro que tenía más cerca, que masajeó con movimientos suaves y envolventes. Bajó de nuevo, despacito, hacia las nalgas que se le ofrecían sin cortapisas, invitadoras a la caricia.
Para entonces, ya percibía en su pareja movimientos como de despertar y notaba una aceleración en ambas respiraciones, fruto del sensual roce.
—¿Quién eres?— preguntó en un susurro, sin abandonar el contacto.
—No importa, solo sigue acariciándome así.
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