Revista Diario
Objetos perdidos
Publicado el 12 noviembre 2014 por ChirriCorren infinidad de chistes sobre la pérdida de calcetines sueltos dentro de la lavadora, recuerdo uno especialmente, donde se ve a una señora calcetín llorosa ante unos calcetines policías indicándoles que entró con su marido en la lavadora pero él nunca salió.
No es ninguna banalidad ¿Quién no tiene calcetines en casa desparejados? Ante esa evidencia mi solución es bien sencilla, comprarme todos los calcetines del mismo color y modelo. No es broma, estaba harto de tener calcetines solitarios dentro de los cajones esperando inútilmente a su pareja, nunca los hallaba por lo que no tenía más remedio que rendirme a la evidencia y con una nueva remesa de calcetines que meter en el cajón, dedicarme a tirar a los solitarios a la basura.
Por otra parte, al desmontar el filtro de la lavadora, quizás buscando una evidencia sobre las desapariciones, allí dentro encuentras siempre algo que jamás pensarías recuperar además de los inevitables imperdibles y horquillas, pues también encuentras la figurita del roscón de reyes, la pluma del colegio de cuando era un chaval y sobre todo lo que más me escamaba siempre, la llave del arcón donde guardo mi diario.
Este hecho siempre me descolocaba. Al principio discutía con mi pareja creyendo que ella me cogía la llave para hurgar en mis memorias escritas, pero el abandonar la llave en el interior de la lavadora era algo que no me cuadraba que hiciera mi mujer. Pero el hecho tenía todos los visos de un gran misterio. Tomé la costumbre de colocar una finísima mina de grafito encima del arca para saber a ciencia cierta si alguien manipulaba el diario y a pesar de que la llave apareció dos veces más dentro de la lavadora, la mina nunca apareció descolocada.
Otra de mis preocupaciones eran los leves ruidos que de vez en cuando escuchaba, sobre todo al acostarme, unos siseos y ruido como de arrastrar papel por el suelo, hacían que a veces me desvelase intentando dormir. A pesar de levantarme casi todas las noches a encender la luz de la habitación y ponerme a mirar por debajo de la cama, nunca encontré nada ni a nadie, incluso me compré una linterna con la que escrutaba los rincones de la habitación antes de acostarme y cada vez que percibía un ruido.
Además era la única persona de la casa que los oía, ni mi mujer ni mis hijos oyeron nunca nada. – Ya está Antoñita la fantástica con sus cuentos de miedo.- Era la contestación que a modo de chanza recibía.
Lo único que conseguí fue volver a acostarme con las mantas cubriéndome la cabeza como cuando era un niño, entonces los terrores nocturnos me acechaban casi todos los días, nada más quedarme dormido una pesadilla recurrente me golpeaba, un demonio salido del mismísimo averno me perseguía y antes de cobijarme en los acogedores brazos de mi madre, éste me atrapaba con sus garras y me devoraba sin remisión.
Con el paso del tiempo llegó mi primera visita al Museo del Prado y al contemplar la obra de Goya: “Saturno devorando a su hijo” no pude por menos que estremecerme ante la visión tan nítida del pintor que parecía retratar en toda su magnitud mis pesadillas pretéritas.
Lo cierto es que con el paso del tiempo me fui acostumbrando a vivir con mis temores y ya daba como un mal menor el convivir con aquellos entes, al fin y al cabo, qué daño podrían hacerme.
Pero anoche no sé por qué todo cambió, nada más cerrar los ojos tumbado en la cama me sentí extraño, me levanté con una rara sensación al mirar en mi alrededor me di cuenta que todo mi mundo cambió de repente, mi cuerpo había encogido extraordinariamente. Al ver junto a mí las zapatillas con un tamaño similar al de una furgoneta, inferí que mi tamaño ahora apenas pasaba de unos pocos centímetros de altura.
Un terrible escalofrío sacudió mi cuerpo. La película “el increíble hombre menguante” pasó por mi mente en un segundo con la terrible escena de la lucha el protagonista contra la araña que le quería devorar. Pero en mi caso estaba perdido, sabía que en mi habitación no encontraría jamás un alfiler acotados como estaban al entorno del comedor, dentro de un cajón del mueble junto al televisor.
Claro que a esas alturas, me daba lo mismo todo, si debía de convivir en adelante con seres del tamaño de una araña, me entregaría a sus fauces de buen grado.
No tuve mucho tiempo para preocuparme por mis cuitas, el famoso ruido y los murmullos comenzaron a oírse de nuevo, mi horizonte tan bajo no me permitía vislumbrar a ningún ser por lo que comencé a caminar siguiendo el camino que me acercaba al ruido, o eso creía.
Al poco, hechos extraordinarios comenzaron a acaecer, a esas alturas ya estaba curado de espanto, por lo que les di la justa importancia que en esos momentos me parecía que tenían. Porque no era normal encontrar en el suelo un rastro de tinta y que ese rastro se fuera convirtiendo poco a poco en una retahíla de frases. Según iba pasando junto a las frases me di cuenta con horror que era mi letra lo que estaba viendo, es más al leer las frases colegí que justamente era todo lo que había escrito la noche anterior en mi diario.
Allí estaba la explicación del porqué a veces al día siguiente a primera hora retomaba el escribir en el diario y encontraba en blanco lo escrito la noche anterior, yo lo asacaba al hecho de que no había escrito nada y todo había quedado en la intención nunca resuelta, estaba claro que no era así.
¿Pero entonces quién gobernaba esta conjura? Me daba miedo volver y encontrar el diario en blanco, después de reflejar en él todos los hechos importantes de mi vida durante casi medio siglo.
Caminando sin descanso siguiendo el rastro de tinta llegué hasta la pared y allí contemplé que en el rodapié había un agujero semicircular, similar al de los dibujos animados que sirve de vivienda y refugio a los ratones que siempre hacen la puñeta a los pacíficos gatos. Estaba claro que hasta el ese día nunca había encontrado el agujero en mis revisiones por mor de efectuar alguna limpieza o reparación en la habitación.
No parecía obra de ningún animal pues sus bordes estaban perfectamente redondeados sin huella alguna de mordisco o herramienta. Una vez en el interior me di cuenta que el murmullo se acrecentaba, algunas sombras cruzaban veloces ante mi sin poder vislumbrar claramente más que turbias figuras de color oscuro. En un lateral noté de pronto una puerta que se abría, allí delante de mis ojos se almacenaba una ingente colección de calcetines de varios colores, formas y tamaños, incluso encontré uno que perdí de adolescente, era de color azul y tenía huecos para meter los dedos de los pies, realmente era cómodo y un imán para epatar a las chicas con quien me relacionaba.
Más adelante otra estancia almacenaba guantes desparejados también, estos la mayoría los debí de perder siendo niño, más alguno de invierno que siempre imaginé perder en alguna excursión. En la siguiente estancia, zapatos y zapatillas como un muestrario abatido y desarbolado de un viajante se mostraban sin orden ni concierto.
Una tras otra, puertas y más puertas con infinidad de objetos: juguetes de mi infancia, libros, revistas, bolígrafos, mecheros, billetes y monedas de anterior acuñación, llegó un momento en que no sabía dónde mirar ni qué puerta abrir. La cabeza comenzó a darme vueltas y un nudo se me hizo en el estómago. ¡Quiero volver a mi casa!
Abrí los ojos, no sabía muy bien dónde me hallaba, los tonos pastel de las paredes de la habitación me tenían desconcertado, me encontraba fatigado sin siquiera haber hecho algún esfuerzo, trabajosamente me levanté, unos pies que parecían no ser los míos a duras penas me sujetaron, el reflejo en el cabecero metálico de la cama me devolvió una imagen de color blanco, como el color de mis cabellos.
¿Blanco? No podía ser, cuando me acosté tenía apenas algunas canas entreveradas en una mata de pelo castaño que me cubría casi toda la cabeza, excepto en la coronilla como una tonsura. La puerta estaba cerrada, había un papel clavado en ella, tuve que forzar en grado sumo la vista para poder leerlo.
Paciente: Jose Antonio Gracia. Edad. 75 años. Enfermedad. Parkinson.