Dos horas que convirtieron los recuerdos en entrañables.
Tengo un amigo con el que a los doce años descubrimos juntos que el olor a pelo quemado, es igual o similar al que despide el torno del dentista. Me atrevo a creer que ese fue el cimiento más sólido de nuestra amistad. No sólo la coincidencia, sino el atrevimiento de contar una sensación al otro, sin riesgo de ser tomado por idiota. Pero claro, teníamos doce años. Más allá de los veinte años todo comienza a ser diferente, pero todavía no descubrí la causa.
Dos horas que precedían una situación desconocida.
Me senté al borde del costado de mi cama, en la casa que compartíamos con un amigo, otro, que no era el de esas confesiones infantiles y profundas. Era otro. Yo vivía arriba en una habitación sobre la terraza, él en el entrepiso y otro amigo en común en la planta baja. Todos amigos. Situación ideal a cualquier edad de la vida. Un PH muy grande con cinco habitaciones, pero sólo un baño. De todos modos somos todos varones.Qué sé yo.
Un patio techado que al entrar nos indica que está predispuesto a ser paseado, habitado. Ser usado como pedestal de pensamientos. Un techo corredizo de esos que se abren y hacen un ruido muy parecido al de una matraca. Con una puerta frontal que da a la cocina muy desalineada. Y del costado izquierdo, dos puertas a sendas habitaciones de techos increíblemente altos.Lo mejor, es la escalera que se desprende del costado opuesto, que nos permite visitar una pieza a mitad de camino y la terraza al final. Con mi habitación como aliada en la terraza.
Una pequeña habitación estaba apenas uno entraba a la casa. Al costadito del comienzo de la escalera, allí había equipos de música, instrumentos, CD's, estantes y mucha historia.
Ingresé a mi habitación, apoyé mis pies sobre la alfombra y congelé mi cuerpo cerca detreinta minutos. La mirada fija en un punto muy cercano a mis libros. Los cuales apoyé en el piso por no disponer de una biblioteca, pero sobre todo por no quererla. Las cosas en el piso me seducen mucho más.
Cerré mis ojos, respiré muy hondo. Volví a congelar mi cuerpo y la mirada frente a la única ventana de mi habitación que daba a la terraza.
Dos horas pasaron desde que me decidí a preguntar ¿Qué nos pasaba, si éramos amigos? ¿Qué peor podíamos estar? ¿Cuánto tiempo más estaríamos enojados?
Me dispuse a contestarme eso, bajé las escaleras, y choqué con el frío del día.
11.14 AM
Cuando salí del cuarto me fijé, porque a las 2 de la tarde tenía que encontrarme con otro amigo que no era el del olor a dentista, era otro.Bajé las escaleras.
Y entré a esa pequeña habitación que estaba en la entada de la casa al costadito de la escalera, donde mi amigo solía trabajar.Mi pedido de calma, de confluir y dedicarnos comprensión, precedió su indiferencia, su frialdad para decirme que no tenía ganas de hablar. Que no le importaba.Subí a mi habitación desarmado y la llené de preguntas.
Me desplomé en el piso y estuve así.
Dos horas que fueron eternas y llenas de remembranzas.
Dos años pasaron desde que me quitó de su vida. Y la verdad es que todavía no se porqué.
No me lo dijo.
No me lo quiso decir.
No me lo supo decir.
No lo sé.
Me encantaría que sea una trampa o un recurso literario en busca de una futura atención de lectura, o algo parecido.
Pero no.
Me quitó de su vida.
Sin explicaciones.
Sin miramientos.Sin posibilidad de pedir o exigir disculpas. Que a decir verdad no importan nunca.
La razón no importa nunca. Lo que importa es el deseo de quererse ¿o no?A los tres meses me fui.
Me mudé.