Papá Noel disfrazado de Papá Noel en el Quicentro Shopping.
Me costó mucho contactar a Papá Noel; sabía, gracias a cierto amigo, que él abandonó el Polo Norte y a los cazadores lapones para vivir en el barrio de La Mariscal de Quito, entre transexuales esmeraldeños y “dealers” o “brujos” de Guayaquil.
Acordé el encuentro para la mañana del 26 de diciembre, justo después de Navidad, convencido de que, pasadas las fiestas, el hombre estaría más abierto a entablar un diálogo distendido conmigo.
Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que el lugar donde pernoctaba era un motel de mala muerte, ubicado entre una discoteca que solo vendía ron Caney y un bar de un hindú cuyo secreto para el éxito era la amalgama de la cerveza con los chibuquíes (pipas) y los shawarmas.
Su habitación era la número 69; lo curioso es que no existía ni la 68, ni la 67 y peor la 66, pues el tugurio constaba de cinco cuartos y a excepción del ocupado por Santa, los demás se rentaban por un par de horas a lo sumo.
Golpeé la puerta varias veces y como no hubo respuesta, decidí comprobar si el seguro estaba puesto. No era así y, después de entrar, pude ver al otrora candoroso Papá Noel acostado sobre el piso y con la cabeza arrimada a una pared; de su brazo derecho manaba un hilillo de sangre y su mano izquierda sostenía una jeringuilla usada. “Heroína”, pensé.
El director de Hogwarts también esnifaba polvo de estrellas de Campanita y además estuvo casado con Laura Bozzo.
— No… no… no es lo que usted cree – me corrigió el anciano –, es solo elíxir para producir euforia; lo probé por primera vez cuando Albus Dumbledore me la regaló poco antes de la Primera Guerra Mágica y ahora la consigo gracias a un haitiano que la trae de Hogwarts para venderlo con bazuco, anfetaminas y polvo de estrellas de Campanita en la esquina de la Juan León Mera y Jorge Washington… no crea que soy adicto… no… es que me gusta meterme un poquito antes del desayuno…
En seguida, Papá Noel se puso a corretear de un lado a otro hablando de vampiros, renos, enanos y mujerzuelas, todo sin la menor coherencia, así que me senté en la cama y esperé a que los efectos del elíxir pasaran para poder conversar tranquilamente con aquel fantasma de las navidades pasadas.
Luego de una hora, durante la que revisé dos revistas pornográficas y un ejemplar de El Telégrafo – este vale exactamente lo que se paga por él: nada –, que encontré esparcidos por el suelo; Santa Claus reaccionó amenazándome con violencia pues supuso que yo era uno de los agentes de la KGB que querían secuestrarlo desde la época de la Guerra Fría.
Luego de calmarlo y recordarle nuestra entrevista, me dijo que me invitaba a desayunar en su restaurante predilecto. Admito que no esperaba que me llevase al Swiss Hotel, mas, cuando diez minutos después se puso a escarbar en un contenedor de basura en plena Plaza del Quinde, pidiéndome que escogiera entre unos restos de pizza envueltos en papel higiénico y una hamburguesa a medio comer con un extraño olor agridulce, me sentí orgulloso de mí mismo y de mi trabajo periodístico.
La Mariscal, el lugar donde los transexuales, las prostitutas, los borrachos y los traficantes se unen para protagonizar un capítulo más de la “Dimensión desconocida”
Mientras el anciano devoraba las dos suculentas viandas – yo me excusé por cuestiones de salud –, conversamos sobre su vida pasada y me dijo con cara de fastidio que renunció a ella solo porque odiaba cinco cosas: los renos, los regalos, los enanos, los trineos y los niños.
— Imagínate lo fastidioso que es recibir todas esas cartas mal escritas en las que me piden pendejadas: “Querido Papá Noel: quiero una muñeca, un perro, un tamagotchi, una computadora, un iPhone ‘como el de mi papi’, la señorita Robinson, ‘mi profe de primer grado’, etcétera, etcétera, etcétera”. Después, ese reno inmundo con la nariz roja que me recuerda todos los resfriados que he pescado por culpa del frío; el traje ridículo que tengo que usar y mi trasero quemado cuando a cierto payaso se le ocurría dejar la chimenea encendida. Finalmente, al llegar a casa luego de tanta miseria, siempre me encontraba con la vieja de mi mujer borracha y recriminándome el hecho de haber abandonado a un turco musculoso por mi obesidad y el hielo polar.
“Roxy” de Balzar tiene su “tumbao” griego, tailandés, cubano, usted solo pida.
Terminado el desayuno fuimos a comprar polvo de estrellas de Campanita y a buscar a una prostituta de Balzar que se hacía llamar Roxy – Papá Noel era su chulo –. La morena en cuestión nos recibió con una sonrisa misteriosa y preguntándome si yo era otro de los “socios” de su “marido”; negué y dije que era periodista. La mujer, enloquecida de repente, amenazó con “sacarme la madre” si la fotografiaba. Por fortuna, Santa vino en mi ayuda al decir que a mí poco podía importarme una “pinche puta”.
La morena, calmada con el aplastante razonamiento de su chulo, nos invitó a pasar a su cuarto para tomar un café con pinta de agua sucia. Mientras yo degustaba la bebida, ellos se dedicaron a esnifar el polvo de estrellas de Campanita, sobreviniendo otras dos horas en las que revisé unas nuevas revistas pornográficas y un ejemplar de Familia hallados bajo la cama de Roxy.
Ella fue la primera en reaccionar ofreciéndome unos “masajitos griegos y tailandeses” porque estaba “de buen genio”. Acepté sin comprender a lo que se refería, pero tengo que admitir que ahora sé que son muy divertidos siempre y cuando a uno no lo atemorice el sida.
Al terminar, Papá Noel que nos había estado mirando con una sonrisa divertida dibujada en su rostro, me entregó mi ropa.
Parece que una chica como la de la foto fue la espía que amó a Papá Noel y lo llevó a la perdición.
— Verás – me dijo –: decidí dejar esa vida asquerosa hace un año, cuando pasaba mis últimos días de vacaciones disfrazado de Papá Noel en un centro comercial de esta ciudad, una chica de veintitrés años quiso tomarse fotos conmigo y me gustó tanto que me sentí miserable pensando que al llegar a casa vería a esa vieja fea y amargada con la que estaba casado; me fui a vivir con la chica en cuestión pero ella, pronto, me dejó. Después de varios meses de excesos en La Mariscal me quedé sin un dólar, por lo que tuve que dedicarme a esta profesión para sobrevivir.
Quise saber sobre el fin que tuvieron Mamá Noel, los enanos, Rodolfo y el resto de renos; él, sonriendo burlonamente, me dijo que los cazadores lapones ya se habían comido a Rodolfo, literalmente, y que su ex mujer estaba amancebada con los enanos, subsistiendo de la venta de carne de rangífero.
Ya con la ropa puesta, estreché la mano de Santa y recibí un sonoro beso de Roxy como despedida. Cuando atravesaba el umbral de la puerta, el anciano me dijo que volviera a visitarlo, pues él y su morena me enseñarían a esnifar polvos de estrellas y a inyectarme el elíxir de la euforia como es debido.
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Mi tarjeta de Navidad para todos ustedes.