Gilberto Padilla Cárdenas / diálogo con Iván de la Nuez
La suerte de Iván de la Nuez en Cuba ha sido escasa. Después de algunos libros imprescindibles (La balsa perpetua, El mapa de sal, Fantasía Roja, Crítica del futuro, El comunista manifiesto), un par de antologías colectivas (Paisajes después del Muro, Cuba y el día después) y el muy esperado y especialmente recomendable Cubantropía (que promete reunir sus “ensayos cubanos”), permanece inédito en la Isla.
Es como si Iván tuviera que esperar a que lo tradujeran en su propio país. Ni siquiera tiene página propia en Ecured. Y esto, a pesar de que eso que llaman ensayo cubano hoy es como una carrera de caballos en un hipódromo con su nombre completo escrito sobre la meta.
En el pasado, la censura made in Cuba funcionó —de la manera más obvia y transparente— al bloquear el flujo de la información. No podíamos, por ejemplo, encontrar en ninguna librería del patio un solo ejemplar de Iván de la Nuez. En el siglo XXI —todavía no aparecen los libros de Iván—, la censura nacional funciona avasallando a la gente con información irrelevante. Los cubanos, simplemente, no saben a qué prestar atención, y a menudo pasan el tiempo investigando y discutiendo cuestiones supletorias. Que si el centrismo. Que si la “oposición responsable”. Que si “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.
Un reporte de las cinco búsquedas más frecuentes en internet desde Cuba incluye: el Lamborghini Huracán; el reality show chileno Volverías con tu ex; esa extraña ave mexicana llamada Juan Gabriel; y casi cualquier cosa que se escriba “reguetón”, “reggae”, y hasta “regguaetone” (En 2016, el contenido que marcó la mayor tendencia en YouTube fue Yomil & el Dany).
Hoy en día, pensar significa saber qué obviar. En qué deberíamos centrarnos. ¿Para qué perder tiempo con Enrique Ubieta si podemos leer a Iván de la Nuez?
Recordé todo esto cuando hace un par de días, revisando anaqueles con libros de uso en plena calle Obispo, divisé la portada de Cuba y el día después. Estiré la mano para cogerlo, y de repente una garra me sujetó el brazo con violencia. Era una mujer vieja, sucísima, con un montón de harapos, con ojos como asteroides. Me miró con odio y me gritó muy cerca de la cara cosas en un idioma que no parecía de este mundo. Solté de un tirón el libro y me alejé rápido. La veterana no se movió de su punto en la acera a pesar de las amenazas del librero. Realmente no sé de qué se trató el episodio. Podría haberlo soñado. En todo caso, queda muy bien como comienzo de esta entrevista.
Leyendo El hombre que fue viernes tropecé con esta idea de Juan Forn: “Siempre me ha llamado la atención que los disidentes soviéticos (desde Ajmátova y Pasternak a Vasili Grossman y Josef Brodsky) produjeran una literatura tan potente desde la disidencia y que a los disidentes castristas les pase exactamente lo contrario: pierden su potencia literaria cuando se hacen anticastristas, sean cubanos o extranjeros”. Dime, Iván, ¿cómo ves esa lógica en el mundo del arte cubano?
Hay varias explicaciones.
La primera y más simple: Ajmátova, Pasternak, Grossman y Brodsky están a una altura difícilmente alcanzable en cualquier cultura, sean o no disidentes sus autores.
La segunda: el arte contemporáneo cubano propiamente dicho (no digo contemporáneo en cuanto “actual” o en cuanto artistas sueltos, sino en cuanto al Sistema que esto requiere) empieza en los ochenta. Y cuando esos artistas salen de Cuba, a principios de los noventa, el bloque comunista ya no existe. A diferencia de un Limonov, un Kabakov, un Mikhailov o Komar & Melamid, ellos no se enfrentan a un sistema universal, sino a una circunstancia local. Aparte de que sus obras más polémicas fueron concebidas, y casi todas exhibidas aunque sea fugazmente, en la isla.
La tercera: generalmente, la curaduría internacional entiende por crítica artística a la que se hace contra el capitalismo, no contra el socialismo. En esa línea, el arte cubano no entró en la dinámica global como arte disidente sino como arte multicultural, bien pulido su desencuentro ideológico y bastante folclorizado. Reducido a una receta que, sin ser falsa, sí lo acercó al estereotipo y a comportarse como una “otherness” más de Occidente.
Y cuarta: Los cubanos vivieron, en los ochenta, un sistema de arte occidental sin mercado. Una especificidad muy curiosa, difícil de encontrar en otro lado. Los soviéticos tenían un arte sin mercado, pero no occidental, y los occidentales, lógicamente, basculaban alrededor del mercado. Una vez fuera de Cuba, estos artistas se encontraron arrastrando una crítica y una historia que podía hacerlos tan autorreferenciales que a muchos les costó instalar un discurso “comprensible” en el nuevo mundo al que habían llegado.
En Dangerous Moves: Performance and Politics in Cuba Coco Fusco sostiene que tanto artistas como opositores políticos hacen performances. El libro salta de “Prodigal Son” (Carlos Martiel) y “La conga irreversible” (Los Carpinteros), a las caminatas de las Damas de Blanco y las huelgas de hambre de Guillermo Fariñas. ¿Qué opinión te merece esta tesis de Fusco? ¿Es la disidencia cubana performática?
Giorgio Agamben ya ha reiterado que la política se ha convertido en pura performance, en un absoluto medio sin fin. Lo que en la voz de la Lupe vendría a decir algo así: la política es hoy “puro teatro, falsedad bien ensayada, estudiado simulacro”. Así que, si los opositores son performáticos es, primero que todo, porque la política lo es. De hecho, el poder es aún más performático. La diferencia está en que gran parte de la política contestataria es performática, o directamente “artística”, porque sus protagonistas saben que “no pueden” cambiar el estado de cosas. Mientras que el performance del poder establece su repertorio de gestos porque “noquiere” cambiarlo.
Todo eso está muy bien atendido en el libro de Coco. El problema, para mí, radica en la efectividad de los préstamos entre estos dos mundos. Y es ahí donde la eficacia de “La conga” es de distinta naturaleza a la eficacia de una marcha o una huelga de hambre. ¿Por qué? Pues porque cada cual se dirige a un objetivo diferente: a “La conga” le basta con mantenerse en el lenguaje del arte y no está obligada a traspasarlo para que su mensaje cumpla sus fines. En cambio, una huelga de hambre nunca remite al lenguaje de la abstinencia alimentaria, sino que está siempre situada más allá del propio medio que emplea —el cuerpo y sus órganos— y no le es suficiente con evidenciar una situación, sino que además tiene que transformarla.
“La conga irreversible” lo dice todo, pero no puede ser acusada de nada, porque siempre tiene a mano una salida en medio de ese “Moonwalker” colectivo que pone en juego. ¿Qué vamos al desastre? Mientras la música suene bien, pues allá vamos. Los políticos performáticos buscan un efecto positivo en la reafirmación de su condición de líderes, mientras que esa performance política lo que pone bajo la lupa es, precisamente, el efecto negativo del liderazgo.
En su ensayo La littérature à léstomac, Julien Gracq compara su tradición literaria con el murmullo de una Bolsa, en la que los críticos juegan un papel semejante al de los apostadores. Quiero llevar esa imagen al mundo del arte, donde tal vez se cumpla más cabalmente ese sentido financiero esbozado por Gracq. Sin embargo, ¿no te parece paradójico que la crítica de arte apenas roce el problema del valor, de la cotización de la obra? Una provocación: ¿la verdadera “aura” del arte contemporáneo es lo que cuesta?
La crítica es el sector más precario del sistema del arte. Y ya puestos a hablar del estómago, la más desnutrida. De ahí que su función esté condenada a la “fusión”: el crítico-curator, el crítico-director de museo, el crítico-intermediario, el crítico-asesor de colección o directamente el crítico-testaferro que a lo más que puede llegar es a construirle una coartada intelectual a la vanidad del dinero o del gobierno. Todas esas fusiones —no entro en valoraciones morales— merman la libertad de la crítica, porque al mismo tiempo son las que realmente le dan de comer a los críticos.
Yo vengo de una generación que no conoció la carrera de curaduría, al estilo del Bard College, por ejemplo. Nosotros salimos directamente de las revistas o los suplementos culturales de los periódicos. Esto es: de la escritura. Así que, de alguna manera, somos anacrónicos e improvisados. Por eso me considero un ensayista “que hace” curaduría o puede dirigir una programación artística, pero siempre desde el lastre de esa matriz literaria.
Sobre el lugar del dinero en el discurso crítico, por supuesto que hay una hipocresía en esa ausencia. En parte, por orgullo: creo que avergüenza la pobreza extrema de este sector del arte. Y en parte, porque al hablar directamente de dinero se le caerían las coartadas sociales a un arte contemporáneo que tiene el pie izquierdo en la crítica social o la plaza pública, y el pie derecho en los dólares (sin son petrodólares, mejor).
Tengo la impresión de que vivimos una inversión de roles: con el correr de los años, los artistas se han vuelto los mecenas y los críticos se han convertido en becarios. Y para decirlo rápido y mal: es difícil que alguien cuyo salario depende de mantener el estado de las cosas, critique tal estado de las cosas. ¿Cuál sería función de la crítica en un mundo donde el artista elige al crítico y no al revés? ¿El lobby, la farandulización, el mecenazgo, afectan la anatomía de la crítica contemporánea? ¿Cómo ves la cosa en Cuba?
Esa inversión de roles, tal cual la planteas, solo existe en un lugar que yo conozca: Cuba. En España, por ejemplo, un estudio reciente ha arrojado una estadística demoledora: únicamente el 1% de los artistas vive del arte. Los demás necesitan otro trabajo para subsistir así que el mecenazgo, de su parte, es impracticable. En Cuba, es verdad que hay un grupo de artistas con más poder real que el director del Museo Nacional de Bellas Artes, algo que no es comparable con la situación del director del MOMA, la Tate o el Reina Sofía. Pero a mí esto no me parece mal. Como mínimo, no me parece peor a como estábamos en otros tiempos, cuando las instituciones lo eran todo.
De la “farandulización”, ¿qué quieres que te diga? Sin duda, va ligada al poder del dinero. (Si vas a una fiesta de escritores neoyorquinos, o de artistas en Roma, o a un premio literario en España, el 70% es farándula también). En la acumulación rudimentaria del capital que se vive en Cuba, los artistas (pero no solo ellos) empiezan a formar parte de una clase que antes solo definía a la nomenklatura, aunque también es cierto que todavía —y recalco todavía— el mundo del arte es mucho más interclasista.
En cualquier caso, lo que debería hacer la crítica es dignificar económicamente su trabajo y, al mismo tiempo, hacer de la curaduría un ejercicio de opinión antes que de intermediación. Lo que pasa es que los “international curators” de moda, salvo contadas excepciones, han quedado más como intermediarios que como intelectuales. Solo una ínfima parte dejará un poso de conocimiento sobre el arte, no digamos ya un libro, y ese es el modelo que la gente más joven está siguiendo. Porque del otro lado, solo hay mucho esfuerzo, mucha precariedad y mucho ninguneo.
¿Te parece que en nuestro país el discurso de poder ha adquirido la forma de la crítica literaria, de arte, etc.? Antonio José Ponte hablaba hace unos meses de la “putinización” del arte cubano; si no recuerdo mal, argumentaba que el Estado cuenta con la complicidad de una nueva clase de artistas que defienden sus privilegios económicos por encima de cualquier ideología, “artistas dóciles”, dice Ponte, que desean trabajar en la isla a toda costa. ¿Hay un equivalente a ese fenómeno de “putinización” en nuestra crítica de arte?
Hombre, a mí me parece que el poder es bastante menos piadoso que la crítica. Sí es verdad que, ante una censura, la primera justificación suele ser “artística”: no es que les parezca políticamente inadmisible, es que se trata de una “mala obra”, etc. Pero de ahí a afirmar que el discurso del poder “adquiere la forma de la crítica artística” va un tramo. Y esto sin negarle ilustración a parte del funcionariado cultural.
Lo que sí ocurre, tal vez, es que una parte del arte está asumiendo el contenido de la mala política, mientras que buena parte de la política está asumiendo la forma de la mala crítica. De ahí que solo puedan apelar a eslóganes y poco más. Por todo esto, no me parece mal la reivindicación gremial de los artistas. Es más, me parece mucho más aceptable que hablen en nombre de su propio sector a que lo hagan en nombre del pueblo, con la carga demagógica que esto implica.
Sobre las metáforas para explicar estas contaminaciones, yo prefiero la figura de la “emiratización” del Arte Contemporáneo. Esa construcción de una burbuja en la que se permiten cosas que no están permitidas para el resto de los mortales y en la que los artistas bailan al son de los petrodólares mientras discurren sobre temas más sublimes. También podemos hablar de una “aiweiweización”, que consiste en la combinación de la crítica política con el éxito económico que te concede el país originario que al mismo tiempo te puede censurar. En el caso de Ai Weiwei, también encarcelar. En fin, el modelo chino hecho arte, con la demostración de que entre el Nido olímpico y la Jaula post-olímpica no hay más que un paso.
En cuanto al tema de Putin, Ponte parte de una figura bien construida, porque desvela un cinismo poscomunista dentro del socialismo cubano. Y entiendo, asimismo, que esa figura funciona para un tramo del camino. Pero, en cuanto avanzas, digamos, en la segunda mitad del trecho, la metáfora de la “putinización” se encuentra con un problema demostrable. A diferencia de las autoridades políticas de Cuba o China, Putin nunca ha querido aparecer como benefactor del arte contemporáneo ni se ha disfrazado de líder permisivo con este. Esto, al menos, es lo que me indica la experiencia con artistas ex soviéticos con los que he trabajado, como Boris Mikhailov, Deimantas Narkevicius, Taras Polataiko, Oleg Dou o AES+F, a los que el putinismo tiene poco o nada que ofrecer.
En la Rusia actual, el arte contemporáneo se beneficia y se vincula más con la economía privada. Mientras que donde sí tiene mano la institución oficial es, curiosamente, en las exposiciones sobre el arte soviético (Caballería roja, Definiendo el constructivismo, Revolution, Deineka). Sobre todo, a partir de las colecciones estatales por las que hay que pasar sí o sí para reconstruir ese tiempo. Digamos que, en arte, Putin está más cerca de la grandeza soviética que del empuje postsoviético.
De cualquier modo, hoy lo que más me sorprende en el caso cubano es la creación de una situación para-institucional que no tiene precedentes desde 1959. Y es evidente que los artistas que han creado este panorama apoyan a los que vienen detrás. Lo que es menos evidente es que ahí hay toda una pragmática, porque esa situación para-institucional requiere de un ecosistema artístico lo suficientemente sólido para seguir manteniéndose en pie. (Este sirve para comprarles obras, para exponerlas, para crear alguna galería alternativa o para hacerles partícipes de una cátedra de enseñanza). Y eso implica mecenazgo, implica concesiones e implica solidaridad.
¿Cuántos escritores de éxito tú conoces que hagan lo mismo por sus colegas más jóvenes y con menos recursos? ¿Cuántos se han unido, desde su prestigio, su dinero y sus conexiones para presionar al mundo editorial oficial o para crear directamente una editorial potente nueva, moviendo sus recursos y sus contactos en el mundo? Pues bien, hay artistas que sí lo han hecho, con eficacia además, y ahí hay un mérito que me parece innegable.
¿Y no crees que en el caso de la literatura el panorama es mucho más complejo, digamos, porque mientras los “estudios de artista” y las galerías free lances son legales —o por lo menos tolerados— en Cuba, las editoriales independientes no? ¿Sería muy descabellado pensar que detrás de toda esa censura editorial hay un miedo patológico al ensayo cubano?
La ensayofobia es una antigua tradición cubana, con un sustrato popular importante, y muy bien refrendada por el poder. En este país, alguien con una carrera como la de Rafael Rojas no tiene un solo libro publicado y no pasa nada. O las autoridades son incapaces de digerir un ensayo con el mismo leitmotiv que una canción como “Guillermo Tell”, de Carlos Varela y nadie se interroga por qué. Todo esto tan metido en el tuétano de la cultura cubana que no se trata solo de una cuestión de Estado ni de territorio: pasa en todas las orillas y todas las ideologías. En cuanto alguien piensa diferente, se le ve como un “diversionista ideológico” (en Cuba) o como un “renglón torcido” (en el exilio).
Y es muy paralizador porque, a fin de cuentas, pensar no es otra cosa que pensar distinto. Pensar es “torcer”. Lo otro es más bien historizar, validar, glosar (operaciones que por otra parte son muy necesarias). No sé cuántas veces habrá que repetir que el ensayo no tiene problemas ideológicos porque está obligado a ser, todo él, un problema ideológico. Pero, en fin, así seguimos y así nos irá (siempre peor) mientras continuemos experimentando una cultura que solo se mide por el aplauso de tu secta y la complacencia a tu secta.
Ahora bien, una vez admitidas estas desgracias, yo no concentraría en el miedo al ensayo la falta de agilidad del mundo editorial cubano. En los sesenta también hubo censura, pero la política editorial dio un salto extraordinario con respecto a los años cincuenta. En los ochenta, aunque ya no era comparable, tú todavía podías comprar los libros de tus contemporáneos en L y 27 o en La Moderna Poesía. ¿Qué encuentras allí ahora? ¿Alguien se ha fijado en los libros que se exponen y venden en el aeropuerto de La Habana?
Algo falla en la audacia del mundo literario que está más allá de esa censura que, según tú, resulta más fácil de sortear en el mundo del arte. Mira, si no, lo que sucedió en los ochenta y comprobarás una tradición de riesgo (incluso a nivel institucional) en ese mundo del arte que otros no asumían en otros campos. Por eso muchos fueron a parar a ese territorio sin ser propiamente “artistas”, pues allí encontraban un cobijo que les era negado en otros terrenos de la cultura, la universidad o los centros de estudio.
Por otra parte, la lógica según la cual todo se prohíbe o se permite en Cuba porque lo quiere o no lo quiere un Castro puede ser vista como un capítulo del culto a la personalidad. A veces al revés, pero culto a la personalidad al fin y al cabo. La censura, o la asimilación, en muchas ocasiones suelen ser fenómenos que suceden a posteriori. Respuestas a riesgos que los artistas o intelectuales han tomado por su cuenta y que no deberían despacharse de un plumazo como meras estrategias gubernamentales o puntas de lanza del imperialismo o la CIA. En cultura, a veces, es mejor avanzar desde un pequeño amor propio que seguir paralizados por una gran culpa ajena.
Tengo la impresión de que el Estado cubano ha dejado de ser —en el terreno del arte contemporáneo— un “Estado seductor”. Se me ocurre a propósito de tu proyecto curatorial Iconocracia. ¿Todo aquello de la “heroización por el arte” de los años sesenta se fue a la mierda? ¿En qué paró la “fantasía roja”?
Fantasía roja e Iconocracia son dos proyectos distintos y, además, contrapuestos, si bien ambos parten de los años sesenta. El primero, es un libro que publiqué en 2006 sobre el impacto de la revolución cubana en los intelectuales de izquierda de Europa y Estados Unidos. Un recorrido que va desde Graham Greene hasta Wim Wenders, desde Nuestro Hombre en La Habana hasta Buena Vista Social Club, pasando por Sartre, las variaciones de la foto del Che de Korda o el colofón de una revancha en el Berlín reunificado. El correlato de este libro sería, más bien, El comunista manifiesto, publicado siete años después (2013), sobre los usos de la estética comunista por parte del capitalismo que salió triunfante de la Guerra Fría.
Iconocracia (2015) tuvo un formato expositivo y es, básicamente, un viaje al interior del asunto cubano hecho por artistas cubanos. Por decirlo rápido, trata de cómo el arte posterior a la Revolución consigue (o no) lidiar con la iconografía heroica de los 60. Digamos que Fantasía roja revisa la conversión del poder en icono, mientras que Iconocracia revisa la conversión del icono en poder. La primera explora cómo el arte o la cultura se convierten en agitprop, mientras que Iconocracia atiende a cómo el agitprop es licuado por el arte. Creo que en esa venganza radica, precisamente, el “destino de la fantasía roja” que me preguntas.
Hace algún tiempo el artista cubano Wilfredo Prieto soltó aquello de “Vaso de agua medio lleno/medio vacío”, para después continuar con piezas como “Pelo danzando con pasa”, “No más clip”, etc. ¿qué te parecen —un siglo después de La Fuente, de Marcel Duchamp— este tipo de gestos? ¿No hay experimentalismo actual que no sea un refrito?
La algarabía sobre el vaso de agua no la desató el experimento en sí, ni la metáfora con la que Wilfredo Prieto lo justificó (eso del vaso medio vacío o medio lleno según quien lo mire, llegando incluso a evocar el asunto cubano), sino el hecho de que costara 20.000 euros y, además, ¡se comprara el mismo día inaugural en la Feria de Arco!
Al final, ese vaso de agua está más cerca de Jeff Koons que de Duchamp. Es decir, más próximo a un tipo de Ready Made donde lo importante no es el valor artístico que adquiere un objeto plantado en una galería sino, directamente, el valor económico que alcanza una vez puesto allí.
Dicho esto, el Ready Made me parece una práctica que ya no tiene posibilidad de hacer progresar el arte. Pero no tanto por la falta de ingenio del artista. O porque sepamos, desde El asesinato de Roger Ackroyd, de Agatha Christie, que hay trucos que solo se pueden usar una vez. El problema mayor es que, en la época de Duchamp, el Ready Made se comportaba como un capítulo del arte, la cultura o la sociedad. Y ahora se da el caso de que todos estos estamentos no son más que episodios de un Ready Made absoluto que ya lo abarca todo.
Esto sirve para los dos tipos de Ready Made mentados antes —el que apunta al sentido artístico y el que apunta al económico—, pero también, tal vez sobre todo, a ese Ready Made político que sustituye las cosas por las causas y los objetos por los sujetos: un inmigrante, un jinetero, un judío, un negro, una guerrilla urbana, una injusticia por destapar.
A partir de esa mutación, resulta inútil ponerse a medir de cuanta astucia dispone un artista. Porque, por inteligente que sea, no puede cambiar la dinámica de un arte que ya no da más de sí. Y eso es, precisamente, de lo que no se quiere hablar. De que el Arte Contemporáneo, así mayúsculo y como sistema cultural, está acabado y solo puede moverse circularmente: del museo al museo, de la feria a la feria, de la galería a la galería. De que no puede seguir invocando retóricamente el cambio de paradigma si no es capaz de salir del viejo conceptualismo. De que no puede seguir representando a la sociedad para gratificarse fuera de ella (con ese “todo por el pueblo y todo sobre el pueblo pero sin el pueblo”). O de que ya aburre soberanamente esa rentabilización tan “viva” de su proclamación de la muerte del arte como una de las bellas artes.
En esta época, no solo consumimos imágenes, sino que además las producimos. Esto es: ya es posible que, sin ser artistas, hagamos muchas cosas que antes eran dedicación exclusiva de los artistas. Pero, si esta es la Era de la imagen, es porque el conocimiento y la cultura misma se están transmitiendo, cada vez más, desde los estímulos visuales. Y ahí, precisamente, reside el reto de los artistas y su posible continuidad. En el hecho de que puedan convertirse en los intelectuales de este tiempo. Solo que para eso han de crear algo más que imágenes: han de construir los imaginarios de esta era. Y es, ante ese desafío, donde la mayoría permanece paralizado o repitiendo, en bucle, los mismos ademanes del arte de siempre.
(*) Este diálogo apareció originalmente en Hypermedia Magazine.
(*) En la imagen, El pensamiento, de Carlos Garaicoa (2010).
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