Revista Literatura

Plaza Irlanda

Publicado el 18 agosto 2009 por Chaimon
Córner.
Discutido, pero en un punto cuando se juega en una plaza de barrio como La Irlanda las cosas se hablan menos que en un partido de verdad. En un estadio la figura de un árbitro provoca cosas que en una plaza nunca suceden. O sí, se va a las piñas directamente y listo.
Todo es diferente. Me atrevo a creer incluso que es otro deporte. El orsai no existe, si hay uno menos para algún equipo se juega igual. En una plaza el verde pasto es una ilusión, si llueve no se suspende, las líneas laterales, la de fondo e incluso las del arco se imaginan muchas veces: "donde está el árbol"; "hasta el banquito"; "cuando termina la tierra". Y todos respetan eso en lo que podría denominarse la primera comunicación importante entre equipos. Lo que en otra época era el intercambio de banderines.
Córner. Al fin y al cabo córner.
Discutido, gritado, insultado, "que no me pegó", "que me pegó", siempre hay alguno que miente o que sufre problemas de sensibilidad cutánea que no le permite notar el contacto del balompié.
Corner.
Existe una lógica que indica que los de baja estatura no van a cabecear y por eso quedé como último hombre en la mitad de cancha.
Mi juego siempre distó de ser desequilibrante, pero sí creo que hubiera sido un 5 o un 8 bueno, voluntarioso, de juego sencillo y eficaz, peleador y con muy pocas presencias en la selección. Me imagino en una lista sólo por una racha consecutiva de cuatro o cinco partidos buenos, no más.
La pelota sale disparada desde la esquina.
El 2 de ellos saltó alto, muy alto. Se elevó como esas ballenas que buscan aire desesperadamente hacia las alturas. Bueno, este muchacho no le va en zaga, tiene casi el mismo peso y hedor. Creo más bien que los delanteros huyen de él y por eso es efectivo. A su alrededor siempre hay una estela de ausencia. No se le acercan, no le gritan, no le discuten nada. La cuestión es que saltó como si fuera un senegalés en el Salto con Garrocha en Los Ángeles 84' y la despejó lejos. Justo hacia donde estaba yo. Justo hacia donde también estaba el 10 de ellos. Habilidoso, morfón, típico proyecto de crack que queda en eso, en proyecto.
Pero debo confesar que ese día me tuvo de hijo. Me pasó por izquierda, por derecha, en velocidad, me la pisaba y yo no tenía forma de sacársela. No siempre era así, pero la realidad es que cada vez que me encaraba yo especulaba con el destino, con la suerte o con un rayo que hiciera impacto en su cabeza, lo hiciera desaparecer con un humito y nadie lo notara.
Bajó la pelota con el empeine de su pie zurdo, la bajó suavemente acompañando el balanceo con todo el cuerpo y sus brazos. La elegancia con la que realizó el movimiento me distrajo unas milésimas de segundos tremendas e ineludibles. No pude evitar esa especie de redención ante lo bello, a la vez de susurrarme a mi mismo el comentario casi cantado: "Quee bieeen la bajó".
Me encaró enfurecido porque no era de los que huían. Yo inmediatamente sentí que era la oportunidad que el destino me regalaba, porque de pronto recaía en mí la responsabilidad de que el 1 a 0 a favor se mantenga.
Detrás mío sólo el arquero. Pero como todos sabemos, en los partidos de barrio los arqueros son circunstanciales. Encontrar uno que ataje toda la tarde es la definición más terrenal de un milagro.
Igual quisiera detenerme en un detalle que no puedo evitar contar y es hablar del 9 de ellos. Ay, ay, ay, mamita el 9 de ellos al que llamaban El Cheto. Estos muchachos, como nosotros, eran pibes de barrio, pero ellos provenían de una clase social más un poco más complicada, más humilde y por cierta lógica, el atrevimiento estético les provocaba un rechazo casi repulsivo.
El tema es que El Cheto tenía un mechón teñido de amarillo en su flequillo. Si, así como se lo imagina. Y claro, para todos, ese acto de indisciplina estética merecía ese mote que lo diferenciaría del resto para siempre.
Cada vez que jugábamos contra ellos me preguntaba porqué razón jugaría El Cheto en el equipo y la conclusión que saqué es que era por guapo. La fuerza que ejercía la palabra de ese muchacho para con sus compañeros era tremenda y con seguridad directamente proporcional al poder de su piña. Digo compañeros, porque siempre tuve la sensación de que ninguno se consideraba su amigo.
Gritaba y se paralizaban todos. La pedía y en general se la pasaban, gritaba a los cuatro vientos "corré, corré" al compañero que tenía más cerca, mientras el adversario pasaba a su lado. Pero nadie se quejaba eh, nadie nadie.
El Cheto era tal vez el peor jugador que mis ojos habían visto detrás de una pelota. El peor. Y jugaba de 9 por pretensioso y porque evitaba con eso correr, desnudar falencias, equivocarse con la errada percepción de que pifiar un gol no era tan grave como que no puedas evitarlo.
Es verdad que un centrodelantero tiene menos obligaciones en algunos aspectos, pero tiene la mayor de las responsabilidades y es el fabricante de una de las alegrías más hermosas que existen en la vida.
En fin. Continuo.
La cosa que el 10 me encaró con la pelota pegadita al pie, lo miré a los ojos y lo enfrenté con mi cuerpo de perfil, de costado a él. Esto para poder tener la habilidad de girar mi cuerpo, por si elegía ir por mi lateral menos habilidoso.
En el instante preciso en el que bajó artísticamente la pelota, El Cheto comenzó a pedirla:
- "Picooo"
El 10 no lo escuchó, me enfrentó, movió su cadera como una bailarina hacia un costado, hacia el otro.
Yo quieto, impávido.
La pisó.
- "Estooooyy" se escuchaba de fondo.
Le amagué, se quedó quieto y cuando quise mirarlo nuevamente a los ojos, perdí el instante más valioso de mi vida. Me esquivó y su movimiento felino me recordó a un gato y más que nada porque los movimientos felinos en general remiten a gatos.
- "Tocalaaa!!" casi desesperado.
Al eludirme, su carrera hacia nuestro arco lo abrió, dirigiéndolo apenas un poco hacia el costado izquierdo de la cancha.
Inmediatamente después que me pasó por al lado cual poste, ya tenía a nuestro arquero encima.
- "Tocalaaaaaaa, tocalaaaaaaa", reclamaba el otro.
El diez levantó la cabeza para saber donde estaba ubicado en relación al arco. Al Cheto le dedicó una indiferencia muy parecida a las que nos dedicaba la chica linda de la cuadra ante nuestros ojos impávidos y hambrientos de obtener por lo menos un pestañeo. Pero no, nos terminaba dedicando su mejor y más cruel indiferencia. Algo así dedicó el 10 a su no tan temido "Cheto".
Yo en el piso era un espectador de lujo ante tamaña desgracia deportiva que nos esperaba. El arquero corrió hacia él para achicarle la visión y se agazapó. El 10 con mucha calma lo eludió abriéndose aun más.
-"Daleeee, tocalaaaa"!!!
Era el gol de su vida y el que le permitiría callar por mucho tiempo al Cheto. La consagración misma.
Hacía cinco viernes, porque jugábamos todos los viernes, que ni siquiera nos empataban.
El arquero movía sus brazos desde el piso como una persona en medio del Mar Negro sin saber nadar, con la esperanza infantil de lograr algo con ellos.
Yo que comenzaba a levantarme todo embarrado pero sin dejar de ver la escena como en cámara lenta y claro, en ese instante, uno se pone a pensar en la cantidad de goles errados, las sonrisas de los compañeros posterior al gol, la tristeza de los contrarios, también en el maldito córner...
- "Soooloooo tocalaa"!
El 10 que había levantado la cabeza ve al Cheto y lo escucha recién ahí. Observa que éste está muy cerca del palo más alejado, se notaba que hacía un cálculo mental y debió pensar si se la pasa o no al Cheto que a esa altura de la escena estaba muy solo y con muchas posibilidades de no pifiar el gol ante un hipotético pase suyo.
El 10 debía pensar todo esto en una milésima de segundo.
Y decidió.
Respiró profundo, notó que estaba abierto sobre la izquierda de la cancha y sintió aquella seguridad que solamente los zurdos sienten sobre ese costado. Aunque estaba casi pegado a la línea lateral, no importaba. Si bien estaba a casi cinco metros de la línea de fondo nada le hacía suponer perder la gloria eterna.
La pelota toca una piedrita, se eleva caprichosa y es acariciada por el costado interno de una zapatilla zurda que nunca antes había estado en el umbral de la inmortalidad. Porque esos recuerdos duran toda la vida. Con internet, sin internet, televisado no televisado, con o sin El Gráfico. Porque la tapa del lunes para los que jugamos en una plaza, son nuestros amigos que nunca nos permiten olvidar esos momentos.
La pelota se deslizó hacia el arco, mis manos fueron hacia mi cabeza como evitando que cayera del cuerpo, sosteniéndola. El arquero insultó para si mismo en voz muy baja pero llegué a escucharlo. El Cheto abrió los brazos como Cani pidiéndosela al Diego. Lo vi y lamenté haber originado en mi cabeza un paralelismo entre este ser humano y el "Hijo del Viento".
El balón estaba llegando al arco, en el instante preciso en el que iba a cruzar la línea que divide la tristeza de la alegría, tocó otra piedrita, pegó en el buzo que hacía de palo y fue tan pero tan despacito, que se quedó apoyada en el buzo/palo como descansando.
De pronto se escucó un grito de El Cheto.
Gritó algo que supuse haber oído mal, pero no.
Sentí que la desazón y el reproche ante un gol pifiado, ante un pase no dado, ante una clara muestra de egoísmo típica de aquel que se sabe habilidoso, nunca había tenido tan precisa definición.
Vi que El Cheto miró hacia el cielo, sacudió repetidamente sus brazos que todavía estaban abiertos con la clara intención de que no hubiera dudas en su mensaje y gritó:
-"!¿ Qué tene'....tortícoli en lo' pieh?!"
Todos los demás nos quedamos discutiendo si era gol o no.

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