Revista Diario
Postillas
Publicado el 28 septiembre 2014 por AnabelCuando era niña me gustaba arrancarme las postillas. Trozos duros de costra que poco a poco iba despegando de la piel. A veces salía un poco de sangre: no importaba. Me gustaba el color rosa de la piel, más rosa, más nueva que la mía, aunque sólo tuviera cinco o seis años.Mi madre me reñía: te dejarás señal. Nunca me importó la marca, sólo quería arrancar la postilla cubierta de mercromina seca, que me picaba. A veces me las llevaba a la boca y masticaba ese cuero rojizo, piel seca. Hoy lo pienso y me da asco, pero entonces no.Arrancar las postillas y poner fin así a una herida, o provocar otra más pequeña, más honda, con apenas una gota de sangre.Dejar la piel rosa, limpia, al aire. Impedir que el tiempo hiciera su trabajo. ¿Para qué dejarlo si podía acelerar todo con mis mis uñas y mi empeño? A veces de un intento, en otras ocasiones poco a poco porque dolía. Arrancar los residuos de una herida y ver como mi cuerpo hacía su trabajo, bien hecho, según mis deseos.Siempre me encantó arrancarme las postillas. Ahora riño a mis hijas cuando lo hacen: os dejaréis señal, digo. A ellas, afortunadamente, les importa poco.