A los 90 años, después de un aporte inconmensurable al mundo, la querida Louise Hay se ha ido de este plano físico. Mucho se ha escrito acerca de la obra de esta verdadera pionera de los libros de autoayuda, quien con su ejemplo demostró que nunca es tarde para animarse a modificar aquellas estructuras internas que impiden evolucionar. El reconocimiento llegaría recién en el año 1984, año en que se publicó Usted puede sanar su vida: ya había transcurrido un largo camino desde aquel 8 de octubre de 1926, cuando en Los Ángeles la bautizaron Louise Lynn.
De familia pobre e infancia difícil, con padrastro violento y víctima de abuso sexual a edad muy temprana, madre adolescente de una hija entregada en adopción a la que nunca conoció, la vida de Louise pareció tomar un cauce distinto cuando conoció a su marido mientras trabajaba como modelo, años que recordaba jocosamente como aquellos en que la preocupación por sí misma se reducía a la forma de sus cejas.
Cuando el matrimonio terminó con el arribo de una mujer más joven a la vida de su esposo, Louise comenzó a asistir a la iglesia Ciencia de la Mente. Allí su horizonte espiritual despuntó y se convirtió en ministro del culto, mientras estudiaba sin descanso acerca del poder del pensamiento creativo; con el tiempo empezó a impartir sus primeras conferencias para grupos reducidos de personas y a convertirse en consejera de aquellos que buscaban iniciar un camino interior.
Las causas de las enfermedades y el vínculo entre sanación y creencia fueron abordados con estudios alternativos y muchas horas de investigación por Louise. Estas pautas que hoy han sido confirmadas por la ciencia a partir del avance de la neurobiología eran contempladas con sorna por la comunidad científica, que las consideraba poco más que supercherías ignorantes. Sin embargo, habría de aplicar el método en su propio cuerpo cuando fue diagnosticada con cáncer, enfermedad cuya curación emprendió con terapias holísticas, encuentro con su propia sombra y el difícil arte del perdón.
Y vaya si había en su vida situaciones y acontecimientos para perdonar y perdonarse a sí misma. Con fe absoluta en estos postulados transitó su propia senda y compartió sus conclusiones generosamente: “La palabra incurable, tan aterradora para tantas personas, para mí significa que esa dolencia, la que fuere, no se puede curar por medios externos, y que para encontrarle curación debemos ir hacia adentro”. La práctica del perdón, la compasión hacia los demás y el trabajo para superar creencias y patrones limitantes fueron volcados una y otra vez en toda su obra, con el lenguaje llano y amoroso de Louise.
Cuando en el año 1985 el virus del SIDA hacía estragos y los enfermos eran mirados con desprecio por la sociedad, esta mujer admirable organizó un encuentro en su casa de California con ocho personas que lo habían contraído. Con el correr del tiempo necesitó un auditorio para las asambleas semanales a las que acudían cientos, de las que surgió el libro: SIDA: un acercamiento positivo. El perdón y la autoaceptación fueron determinantes para mejorar la calidad de vida o facilitar el tránsito a otro plano de muchos enfermos, que encontraron una luz de esperanza gracias a la labor de Louise.
Recuerdo haber leído Usted puede sanar su vida en el verano de 1996 casi sin respirar mientras un universo diferente se desplegaba en mi interior: la responsabilidad por cada acontecimiento que sucede en la vida tiene su correlato en los propios pensamientos que crean el mundo, y la necesidad de soltar emociones negativas deviene prioritaria en pos de la sanación del cuerpo físico y del alma. Fue mi primera aproximación a los mundos sutiles y el inicio de un camino en el que la piedra fundamental fue asentada por el mensaje clarividente de Louise: por ella prendí una vela la noche del día en que partió, para acompañarla en su tránsito y decirle hasta pronto y gracias una vez más, Louise querida.
La fotografía corresponde al sitio oficial de Louise Hay.
Gratificante aquelarre
Con velas elegidas por mi hijo en Vietnam y nuevos posavasos que Julio acarreó generosamente desde Singapur, mi mesa estaba engalanada para recibir a Ale después de tantos días de ausencia. El viernes de aquelarre había sido cuidadosamente agendado entre arribos y partidas, estudios y profesiones, compromisos familiares y laborales, pero aquí estábamos, enfriando el espumante que Marcela seleccionó para la ocasión, cuando el timbre de la puerta anunció el arribo de la esperada viajera.
Después del remolino de abrazos y saludos nos percatamos de la ingente cantidad de paquetes que contenían las manos y los brazos de Ale, quien repartía velas y macarons perfumados, jabones líquidos en magníficos recipientes dorados, cremas fragantes y femeninos anotadores de oficina… una constelación de obsequios que precipitaron sonrisas y exclamaciones de alegría de todas las hechiceras a la vez.
La comida china, el café acompañado por porciones dulces de tamaño descomunal elegidas por Adri y la hora del Oráculo fueron la culminación de una velada que se extendió bastante más allá de la medianoche. Cuando me acosté, antes de apagar la luz multipliqué la oración de agradecimiento de cada día: un haz de luz resplandeciente y amoroso había atravesado con energía positiva a cada una de nosotras.
Golosina de jabón
Era un día radiante de sol en Londres. La placidez extraña de la ciudad invitaba a caminar sin rumbo fijo por sus calles, así que habíamos comenzado por Chinatown para introducirnos de a poco en el circuito bohemio chic del Soho.
Mientras bordeábamos las tiendas de Oxford St. y Regent St., admirábamos el trazado del edificio sede de la estación Charing Cross y, de a poco, nos íbamos acercando a Covent Garden para un reparador almuerzo, en la puerta de un comercio engalanado para la inauguración un amable vendedor nos entregó a modo de obsequio dos pequeñas muestras de sus productos.
Convencida que se trataba de un dulce abrí el papel celofán que lo envolvía, pero la sonrisa del hombre y el gesto de Juan me rescataron del error: no eran golosinas sino jabones de tamaño mínimo y aroma cítrico, que rememoraron aquel paseo londinense mientras perduraron en mi cuarto de baño.