Revista Literatura

Relato: El Nigromante

Publicado el 15 mayo 2015 por Cabaltc

El Sueño de un Loco

Soñé que el cielo ardía y las nubes se condensaban hasta convertirse en negra roca magmática para luego explotar, llenando los cielos de caos y destrucción.

Soñé que esa diabólica lluvia de fuego y roca caía sobre Damasco, aniquilando toda forma de vida humana y destruyendo por completo cada uno de los edificios que la componen. Salvo uno.

Soñé que el techo de paja de mi casa se quemaba, vertiendo sobre mi sus ardientes cenizas. Que las paredes y mis párpados se derretían, para que pudiera contemplar el horror que se desataba a mi alrededor. Aquella macabra escena que me rodeaba llenaba por completo todos mis sentidos. Mis vecinos y amigos siendo desollados por invisibles criaturas. Sus miembros devorados mientras ellos intentaban sin éxito zafarse de cualesquiera que fueran aquellos seres. Su carne desgarrada y arrancada y sus huesos machacados y destrozados allá donde mi vista alcanzaba a ver.

Soñé que mi olfato se llenaba de un hedor sulfuroso y podrido. No había olido una peste tan densa y profunda en mi dilatada vida, ni había sentido un dolor tan intenso en mis pulmones. Parecían estallar en llamas con cada una de las inhalaciones que conseguía realizar. Una podredumbre tal que hasta podía paladearla. Amarga y picante hacía que me escociera la lengua hasta niveles que me hicieron perder la razón. Me arranqué la lengua en un vacuo intento por dejar de sentir aquellas aplastantes ondas de putrefacción que llenaban mi boca. Y mientras lo hacía mi piel se llenó de pústulas y abscesos tan oscuros como el carbón y más dolorosos que las heridas que ya había sufrido.

Intenté apartar la mirada del infernal espectáculo de masacre y exterminio que me rodeaba. Pero algo me impelía a mirar, a observar y catalogar todas y cada una de las macabras escenas que se sucedían a mi alrededor. Me concentré en mis propios pensamientos, tratando en vano de forzar a mi maltrecha mente a despertar de aquel terrorífico sueño. Pero el dolor, el sonido, el sabor de mi propia carne y el pútrido hedor de las invisibles criaturas que despedazaban a todos menos a mi era demasiado real para formar parte de un sueño.

Me desplomé en un charco de mi propia sangre, sollozando y balbuceando, con la cordura abandonando cada uno de los poros de mi ser. Sin embargo una silenciosa orden escrita con sangre dentro de mi alma hizo que me pusiera en pie y saliera de allí. Fuera lo que fuese lo que estaba desatando tamaña destrucción a mi alrededor quería que yo pudiera contemplar cada uno de sus repulsivos detalles.

Grité, pataleé e intenté arrancarme mis propios ojos. Pero era imposible, algo los protegía de mi mismo. Algo me impedía terminar con aquel repulsivo sueño. Con aquella ímproba retahíla de tormentos sin sentido.

Hasta que llegué a aquel singular edificio que todavía se mantenía en pié. El único que parecía indemne al paso de las etéreas hordas de demonios que asolaban con todo a su paso. El Az-Zahiriah. La biblioteca. Se erigía como el único bastión incólume de toda la humanidad, circundado por la destrucción de todo ser vivo y de cualquiera de sus obras. Salvo yo.

Los únicos entes visibles y en pie seguíamos siendo la biblioteca y yo. Ella majestuosamente erguida y yo arrastrando mi despedazado cuerpo y mi quebrada mente hasta sus puertas. Y entonces lo vi. En la lejanía, con su silueta rodeando la enorme biblioteca, había un ser de dimensiones imposibles. No podría decir si estaba cerca o lejos. No podía decir siquiera si existía o era fruto de mi maltrecha imaginación, sólo puedo decir que era inmenso, poderoso y ancestral.

Él era el que me había hecho observar aquel despliegue de locura y aniquilación. Él era el que me había llevado hasta la biblioteca y me mantenía con vida.

Noté como su mente antediluviana penetraba sin miramientos en la mía, arrastrándome con ella a un pozo de locura. Aullé de un dolor aun más profundo y visceral que el que llevaba horas sufriendo. Grité y pataleé hasta que aquella terrible voluntad me obligó a mirar a mi alrededor.

Y fue entonces cuando los vi. Todos aquellos demonios que habían despedazado a la humanidad acechaban alrededor de mi persona. Unos seres de pesadilla compuestos por viscosas extremidades, bulbos purulentos llenos de ojos, bocas e informes y cambiantes torsos. Había tantos diferentes como maneras de matar me habían enseñado, pero todos compartían un mismo deseo. Matar y masacrar a la humanidad.

Me di cuenta de que algo me rodeaba, impidiéndoles completar su tarea. Yo era el único ser vivo del planeta y su dios no les permitía acabar con mi existencia. ¿Por qué? La respuesta me llegó a través de una inmortal e inhumana voz que habló directamente a mi deshecho cerebro.

«Vivirás para soñar con la Ciudad sin Nombre. Irem poblará tu mente y la llenará con los insondables secretos de mis hijos, los primigenios. Y no dejaré de vigilar tu miserable existencia hasta que termines de transcribir todas y cada una de las palabras prohibidas que se verterán en tu vacío cerebro. Sólo entonces se te concederá el descanso eterno. Sólo cuando los dioses Exteriores consideren finalizado tu cometido podrás abandonar tu miserable existencia».

Al terminar de pronunciar aquellas palabras se rompió el cerco que impedía que aquellos seres primigenios se abalanzasen sobre mi. Y sufrí de manera consciente cómo se ensañaban con todas y cada una de las fibras de mi cuerpo durante lo que se me antojaron horas. Hasta que finalmente desperté.

Todo había sido un sueño. Las paredes de mi casa estaban intactas, mi cuerpo también. Sin embargo temblaba mi cuerpo, lloraban mis ojos y ardía mi alma. Sólo conseguí poner un pie fuera de mi cama cuando el sol alcanzó su plenitud y al instante deseé haber muerto de verdad en aquel sueño. Al mirar en derredor vi que alguien había destrozado el interior de mi habitación y con sangre había escrito las siguientes palabras en el muro.

Que no está muerto lo que yace eternamente y en los eones por venir, aún la muerte puede morir.

Los temblores me hicieron perder el equilibrio y caer contra el suelo. Pero al apoyar mis manos contra la fría roca fui consciente de algo más. Mis dedos estaban sangrando y un reguero de aquella sangre iba y volvía de aquel muro hasta mi cama. Yo había escrito eso.

Extraído de la carta que el demente Abdul Alhazred dejó oculta entre las páginas del libro Al Azif, también conocido como el Necronomicón.

El Necronomicon del moro loco Abdul AlhazredEl Necronomicon del moro loco Abdul Alhazred

Escrito por David Olier para el blog El Rincón de Cabal en honor al escritor H.P. Lovecraft.

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