Revista Literatura

Relato: La Abadía

Publicado el 16 octubre 2015 por Cabaltc
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En una institución mental, perdida en un remoto confín del norte de Inglaterra. Aislada de toda civilización, salvo por un pequeño pueblecito situado al principio del único camino que lleva hasta esa abadía reconvertida en sanatorio. Allá donde sólo los dioses, los religiosos y algún poeta perdido han puesto los pies durante las últimas décadas, vive confinado un hombre del que nada se sabe.

Solo se conoce la historia que cuenta una y otra vez a aquel que quiera escucharle. Una historia por la cual los monjes encargados del cuidado de los desequilibrados que pueblan el lugar han insistido en que se quede bajo observación. Él tiene claro que puede irse cuando desee. Aun así, después de tantos años, el hombre sigue prefiriendo la vida de reclusión, contemplación y celibato que lleva allí arriba.

Vive rodeado por los miles de viejos y polvorientos tomos de la biblioteca que durante siglos han ido acumulando sus habitantes. Tanto lee y tan poco habla este hombre, que por el modo de expresarse diríase que el inglés antiguo es su lengua materna.

Realiza los trabajos que los monjes no son capaces de realizar. Mantenimiento de las viejas bombas de agua, reparación de las estructuras de madera, por viejas y arcaicas que sean. Incluso del saneamiento de los pozos negros de las letrinas y su limpieza.

Nadie sabe qué pensar. Nadie termina de comprender cuál es su dolencia. De hecho, nadie diría que tuviera dolencia alguna, salvo cuando se le pregunta por quién es y de dónde viene.

Si se le pregunta por quién es, el hombre vuelca sobre ti una mirada cargada de tristeza y de dolor; las menos de las veces también acompañada por un par de silenciosas lágrimas. Y si el día es propicio, su ánimo lo permite y tienes la paciencia necesaria para esperar a que arranque su relato, esto es lo que puede escucharse de sus labios.

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—¿Otra vez quiere vuestra santidad que repita mi desdicha? Así se fará, más no espere que mis palabras varíen. Aquello fue lo que fue y su dios no puede cambiarlo. Ignorabas tu et deus. Maldito sea por siempre jamás. Más poco me queda a parte de satisfaceros con mis desventuras…

»Maldigo el día en que acepté el requerimiento de Lady Aalis. Esa absurda prueba que planteó para concederme la posibilidad de solicitar de modo formal su delicada mano. Maldigo el aguardiente de Herry el cojo, y maldigo el negro amanecer del solsticio de invierno de aqueste décimo año del reinado de nuestro señor Enrique III. Maldita mi suerte y maldito mi destino.

¿Qué me llevó a aceptar aquella petición? La fermosura de aquella mugier. Nec plus nec minus. Un gran destino tornóse en miseria por a pulchellus faciem. El gesto no tuerza señor santo, ya vuelvo a fablar en su lengua.

Lady Aalis pareció sucumbir a mis encantos. Concedióme un baile y rozóme el cuello con sus labios carmesí. Paseamos y de la compañía del otro disfrutamos. Sin embargo, cuando las cosas debían pasar a mayores, una extraña petición surgió de sus labios. Yo, como adulto y caballero no dudé en aceptar su empresa. O, por lo menos, en fingir realizarla.

«Un viaje farás por mi. Al bosque y al espíritu fabrás de encontrar. Su día y su noche completas fabrás de pasar y solo entonces regresar a mi podrás.»

Sencillo plan, ¿no cree su santidad? Porque su dios y su religión creer no creen en tales bobadas y supersticiones. Necios.

Allá fui yo bien dispuesto. El bosque claro estaba, no fabía otro allá por esos lares. El resto, absurdo de tan simple me parecía. ¿Encontrar al espíritu? ¡Já! Una noche al raso daño no me faría. Cierto fue que solo en el sentido más literal.

Llegar al bosque llegué. Busqué un sitio propicio para mi pernocta, mas un agradable claro encontré pocos cientos de pasos en su interior. Extendí mis mantas, un fuego preparé y el barrilete de cerveza que Herry me vendió me hizo buena compañía durante el primer tercio de la noche. Felices me las veía yo por aquel momento, faciendo cábalas de futuro y planes de boda. Imaginando el desnudo y pálido cuerpo de la que mi mugier sería. Iluso.

Con el barrilete y las viandas en mi estómago me dispuse a descansar. Mas no pude llegar a cerrar los ojos antes de que ella llegara. Sé que la veracidad de mis palabras en entredicho queda, mas también sé que no debo ocultar nada. Juro por lo más sagrado que el alcohol nada tuvo que ver. Ella fue real, tan real como mi nariz, tan real como que está usted aquí. Tan real como que yo sigo vivo, aunque no en donde me corresponda.

Etérea, fermosa y desnuda. Nívea piel, negros los labios, los ojos y negro el largo cabello que tan pudorosamente cubría sus senos y sus formas de mujer. No lo suficiente, pues pude vislumbrar más de lo que nunca hubiera imaginado. Un tenue fulgor aclaró la oscuridad del claro y cubrió todo de un verde y antinatural tono.

Acercóse hasta mi, acarició mi rostro con una suave y cálida mano de porcelana y preguntó. Sin palabras, pues no movió sus delicados labios, escuché en el interior de mi cabeza estas delicadas palabras:

«¿Quién ha lanzado sobre ti tan poderosa maldición? ¿Quién te ha condenado a sufrir en mi presencia?»

—¿Maldición? ¿Sufrimiento? —Pregunté yo—. ¿Cómo puede considerarse maldita una mugier tan bella y perfecta como vos?

Su mano volvió a acariciar mi mejilla con ternura. Pero su rostro me mostró algo que no había visto desde niño. Su ternura era fruto de la lástima, lástima que siente un padre por un hijo cuando éste sigue creyendo en la existencia de los magos y los dragones. Lástima por saber que, a no mucho tardar, el niño descubriría la verdad y sentiría una decepción tan grande que no sabría qué hacer con ella.

«Yo soy tu maldición. Verme es tu condenación»*.

*Me reí. Aun hoy sigo sin saber por qué, pero no pude contener mi risa.

—¿Tu? ¿Mi maldición? Más bien serás mi tentación, la fruta prohibida. O incluso mi bendición.

Pasé mi brazo por su esbelta cintura y la atraje hacia mi.

—Podría pasar el resto de mis días contigo.

Y fue entonces cuando sentenció mi destino.

«¿Qué crees que es lo que estás haciendo? —Dijo sorprendida—.* Un segundo en mi presencia es como un año para vosotros los mortales. Mientras hablábamos tu vida ha terminado, y ni siquiera te has dado cuenta*».

No se cómo se zafó de mi abrazo. Un instante después vi cómo desaparecía por entre los árboles. Sin habla, sin poder reaccionar con coherencia, me di la vuelta para sentarme en mis mantas. Mas allí mantas no había, sólo hierba.

Busqué mi hoguera y mi barrilete, un trago salvar mi alma fabría. Mas tampoco quedaba rastro alguno de ellos. Sólo un pequeño círculo ennegrecido junto con tres aros de metal oxidado y corroído.

Alcé la vista hacia el alba, y corrí en la misma dirección que entré al bosque. El viaje fue más corto de lo que recordaba. O el bosque más pequeño.

Cuando salí no encontré los campos de labranza y pastoreo que allí debiera haber. Negros y enormes caminos con carros metálicos los fabían sustituido. Oscuro también el humo era y altas las torres que lo escupían.

Corrí poseído por la locura, gritando y maldiciendo al demonio al que Lady Aalis fabíame lanzado. Corrí, tropecé, caí y perdí el sentido.
Al despertar hallábame en este extraño lugar. Y es todo cuanto puedo deciros.

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Todas las veces cuenta la misma historia. Nunca cambia un solo detalle. Su acento, su modo de hablar, sus conocimientos de lo antiguo… todo parece concordar con su historia. Algo que nada ni nadie de dentro o fuera de la abadía era capaz de comprender.

Y solo una vez se desvió de su relato para hacer un añadido adicional. Su nombre. Algo que el abad y sus monjes guardan con mucho celo.

Porque Aidan de Lindisfarne nació en el año 651 d.c. en aquel condado y según los registros fue dado por desaparecido y muerto veintidós años después, dejando sus tierras en herencia a la iglesia, a cargo del obispo Edmund Campion, fundador de la abadía de Bamburgh. Una abadía que hoy día se ha convertido en un centro de internamiento para enfermos mentales.


Escrito por David Olier para el blog El Rincón de Cabal.

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