Revista Literatura

Relato: La Casa Roja

Publicado el 13 noviembre 2015 por Cabaltc
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Dentro de lo más profundo del bosque más denso del norte de Navarra se encuentra perdida una vieja cabaña de madera. A pesar de los años de abandono y de las fuertes tormentas que asolan la zona, los tablones todavía conservan parte del color original. Un color que ha perdurado en la memoria de los lugareños grabado a fuego por sus leyendas y por el nombre del lugar. Un nombre que ha trascendido a través de los siglos.

La Casa Roja

Un lugar tan inhóspito como aislado, al que nada ni nadie osa acercarse. Un lugar que puebla los cuentos que utilizan los abuelos para asustar a los niños y no tan niños. Historias llenas de horror y de espanto que desde hace generaciones aterrorizan a los jóvenes durante las noches de luna nueva, sentados alrededor del fuego intentando demostrar que poseen una valentía de la que sus antecesores carecieron.

Casa Roja

Casa Roja

A pesar de lo cual ninguno de ellos se atreve a caminar las dos decenas de kilómetros campo a través que hay que recorrer hasta el lugar en el que se encuentra. Salvo hoy.

Uno de los senderistas que hacía su ruta a través de la selva de hayas que oculta la cabaña se detuvo a pasar la noche en uno de los pueblos circundantes. Tentado por la curiosidad y el escepticismo de los lugareños, confundió las advertencias de los más ancianos con dudas sobre su hombría. Tatuado y fibroso como estaba debía de ser la primera vez que alguien cuestionase su valentía.

Con unos cuantos vinos de más y a la luz de la hoguera sentenció que al amanecer partiría en busca de esa misteriosa Casa Roja. Con tan mala fortuna que dos de los adolescentes más atrevidos del pueblo escucharon sus palabras.

Dos adolescentes que desde antes del alba han estado escrutando el último tramo de la estrecha y semi oculta senda que lleva hasta la vieja cabaña, esperando ver pasar al hombre que promete sobrevivir a los horrores de la Casa Roja. Algo de lo que, pase lo que pase, ellos iban a ser los únicos testigos.

Iñigo dio un fuerte codazo a David en las costillas. Se habían arriesgado a ir hasta los límites de la cabaña maldita para esperar y observar, no para perderse en sus propios pensamientos.

David, como respuesta, sacudió su cabeza volviendo a bajar su mente a la realidad. Atravesó a su amigo con la mirada, buscando en sus ojos una disculpa aunque, por si esta no llegaba, levantó el puño preparado para contestar con un golpe.

Sin embargo, al ver la cara de excitación de su mejor amigo olvidó toda represalia para volver la mirada hacia el camino. Por el extremo opuesto al final de la senda se acercaba el senderista desconocido. Caminaba con paso tranquilo, silbando una alegre melodía mientras observaba los ancianos árboles que les rodeaban. Ajeno al horror que iba a encontrarse unos pocos cientos de metros más allá.

Iñigo y David se habían escondido en los matorrales que todo aquel que viviera por la zona conocía como el fin del camino. Una zona desde la que la cabaña y sus horrores no eran todavía visibles. La frontera que nadie que apreciase su vida se atrevía a cruzar y por donde los pocos que lo hacían volvían corriendo aterrados segundos más tarde. O no volvían nunca. Aunque no conocían a nadie que lo hubiera intentado jamás.

Ambos observaron cómo el forastero cruzaba el punto de no retorno sin inmutarse. Notaron como el vello de su nuca se erizaba y sus sentidos se agudizaban, nerviosos por intentar captar cualquier extraño sonido que llegase desde la cabaña. El chirrido de las viejas bisagras al abrirse, una gélida y gutural risa, un grito desgarrador, el húmedo sonido de los miembros al ser arrancados de su cuerpo,… su imaginación volaba desenfrenada juntando todos los tópicos del cine y la literatura de terror que habían absorbido en su corta existencia.

Sin embargo, la excitación dio paso a la incomprensión cuando escucharon al forastero reírse. Una risa lejana y sincera, propia de alguien que después de unos momentos de tensión descubre que no ha habido motivo alguno para estar nervioso, seguida por el tan esperado rechinamiento de la puerta al abrirse.

David apretó el brazo de Iñigo con fuerza. Este, sin inmutarse ante la presión de la mano de su amigo, observaba boquiabierto el final del sendero, intentando alcanzar con la vista una imagen del forastero sonriente, vivo y volviendo por donde había ido.

Minutos más tarde escucharon cómo las bisagras volvían a emitir el mismo sonido, seguido del golpe sordo de la puerta al cerrarse.

Se miraron incrédulos, incapaces de articular palabra, aunque sus ojos describían palabra por palabra las mismas preguntas que ambos querían hacer. ¿Había logrado el forastero entrar y salir de la Casa Roja sin peligro? ¿Todo lo que rodeaba aquel lugar era mentira? ¿Les habían estado tomando el pelo toda su vida?

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —Preguntó Iñigo.

—Espero que no tío, porque yo pensaba en entrar en esa maldita casa de una vez por todas.

—No, no. No te pases, que llevamos aquí un buen rato esperando y el hombre ese no ha vuelto.

—Se habrá ido por otro lado, es un senderista ¿recuerdas? Lo suyo es caminar por sitios como este con la mochila a tope —sentenció David—. Además, si sigue recto debería salir antes del bosque que si diera la vuelta.

—Tu lógica es aplastante tío listo, pero entonces explícame esto: ¿cómo va a poder demostrarles a los abuelos del pueblo que ha entrado y salido con éxito de la casa?

—Fácil, porque le importa una mierda lo que opinen unos viejos cascarrabias de un pueblo perdido. Quería demostrarse a si mismo que podía y ya lo ha hecho.

—Te das cuenta de la estupidez que acabas de decir, ¿verdad?

—Totalmente, pero ambos sabemos que, aunque sea, vamos a acercarnos a mirar.

—Imbécil…

Dicho lo cual Iñigo saltó los matojos que los mantenían escondidos y echó a andar hacia el fin del camino. David, a pesar de su bravuconería, tardó unos segundos en decidirse a seguir a su amigo.

Con el corazón desbocado por los años de escuchar terribles desenlaces sobre aquellos que hicieron lo mismo que ellos estaban haciendo ahora, coronaron la pequeña loma que separaba el punto de no retorno de la casa.

La decepción quedó pintada en sus rostros nada más observar aquello a lo que las leyendas calificaban como Casa Roja. Allí no había tumbas ni restos humanos de todos los que habían entrado y dejado de existir. Y, que ellos hubieran vivido, al menos tres personas habían desaparecido después de haber hecho una visita a la casa.

De hecho, ni siquiera era una casa como tal, ni estaba pintada de rojo. Una solitaria ventana enrejada y una desvencijada puerta eran todo lo que cabía en la fachada principal de aquella cabaña. Nada había situado en la otra pared que podían ver desde donde estaban, aunque su longitud no es que fuera muy superior a la primera. Los tablones de ambas estaban ajados y enmohecidos, con pequeños agujeros aquí y allá. Era un milagro que algo como eso se mantuviera todavía en pie.

Desde su posición elevada pudieron comprobar que la «casa» disponía de una chimenea, o más bien un agujero en uno de los extremos del tejado, y que la mayoría de las tejas seguían colocadas todavía en su sitio.

El lugar en el que se encontraba ni siquiera era lúgubre. O era un claro natural, o alguien había talado todas las hayas dejando un buen espacio a su alrededor. El sol de la mañana iluminaba con fuerza toda la zona, resaltando cada detalle de la marchita estructura y eliminando cualquier sombra posible.

—¿Dónde está lo terrorífico de esta casa? —Dijo David con sarcasmo.

Iñigo no dijo nada, concentrado como estaba en el estudio de las destartaladas paredes. Su padre era carpintero, y algo sabía sobre levantar una cabaña con madera.

A pesar de la apariencia de fragilidad que ofrecían los tablones exteriores, la estructura parecía recia y sólida. Si realmente llevase años expuesta a las inclemencias del tiempo estaría podrida. ¿Cómo podía seguir en pie?

Siguió con su examen y pudo apreciar un tono marrón, muy deslavado por el tiempo, que todavía cubría la mayoría de las tablas. Una mezcla de barro y óxido, como si algo metálico se estuviera deshaciendo por dentro, corrompido por el tiempo. ¿Sería ese el color rojo que daba nombre a la leyenda?

—Aquí hay algo que no encaja —dijo por fin.

—¿A qué te refieres? Es una cabaña de mierda en medio de un bosque. ¿Qué tiene de especial?

—Ya… No sé… Es que…

—¡Arranca Forrest! —Dijo David dándole una fuerte palmada en la espalda.

—No sé, la estructura parece frágil y vieja, pero si fuera así ya se habría desplomado tiempo atrás.

—Quizás alguien se encarga de mantener viva la leyenda reparándola de vez en cuando.

—Quizás… Pero, ¿de dónde rezuma ese asqueroso líquido marrón que cubre la madera?

—Estás chalado —respondió con un ademán, desviando la mirada de aquella cabaña—. Volvamos ya a casa, no quiero perderme la comida de tu abuelo.

—¿Y no preferirías bajar y mirar qué hay dentro? —Preguntó Iñigo esbozando una sonrisa maliciosa.

—La verdad es que no, prefiero comer unas buenas magras con tomate y unos huevos fritos antes que entrar en esa mierda —respondió a la vez que su estómago rugía hambriento—. ¿Lo ves? Mi tripa también está de acuerdo.

Rajao

—Pa-ra na-da, mañana volvemos y entramos —dijo David con más seguridad de la que sentía.

—Eso será si te atreves…

Siguieron lanzándose puyas todo el camino de vuelta intentando ocultar que, en el fondo, ambos sabían que volverían a aquel sitio.

Durante la comida, su creciente sensación de haber destapado un engaño muy bien orquestado fue en aumento. A pesar de haber escuchado con total claridad cómo el forastero entraba y salía de la cabaña, su abuelo y sus padres se empeñaban en repetir que no debería haber entrado en la Casa Roja. Intentaron razonar con ellos, igual que habían hecho ellos un par de horas antes, pero no consiguieron convencer a sus familias sin desvelar que habían pisado suelo prohibido. Según decían, el hombre estaba muerto o algo peor. Estaban tan convencidos que sus rostros mostraban un miedo y un dolor que no parecía fingido.

 Al día siguiente

Los dos amigos quedaron bien temprano en la entrada del pueblo. Esta vez irían preparados para pasar toda una mañana en el bosque sin que el hambre o la sed les hicieran volver sin haber concluido con su aventura.

El cielo, más soleado y despejado si cabe que el día anterior, elevó su estado de ánimo y consiguió hacer que llegasen una hora antes de lo previsto al fin del camino. Ni siquiera se fijaron en la marca de matorrales que indicaban el punto de no retorno. Se limitaron a seguir andando y charlando hasta la parte alta de la loma desde donde la vista de la cabaña les dejó sin aliento.

—¿Qué coño ha pasado aquí?

David no dijo nada, aunque estaba pensando lo mismo que su amigo. ¿Cómo era posible? La vieja cabaña que habían visto hacía menos de veinticuatro horas, ruinosa, estropeada y sucia se veía hoy en unas condiciones casi perfectas.

El color de las tejas no había cambiado, pero los pequeños desconchones ya no estaban allí. La mugre que cubría las paredes había sido sustituida por un vibrante y fresco color granate. La puerta, la fachada principal y más de la mitad de la pared lateral habían sido pintados de nuevo. Y, aunque el trabajo estaba sin terminar, quedaba patente que alguien había estado trabajando desde que ellos se fueron.

—¡Nos han estado estafando! —Bramó David—. ¿Qué hacemos ahora?

—Yo lo tengo claro, entrar, hacer un par de fotos y volver a casa a ver qué dicen nuestros padres.

Ambos se evaluaron mutuamente buscando algún buen motivo por el que no debieran hacer lo que Iñigo sugería. Pero, como era de esperar, no encontraron ninguno. Asintieron y, haciendo caso omiso de los años de advertencias y la lista de personas desaparecidas, bajaron de aquella loma en dirección a la puerta de la cabaña.

Al llegar, David no se detuvo a pensar en lo que hacía y giró el pomo de la puerta. Esta se abrió sin emitir sonido alguno, confirmando lo que ambos creían saber: alguien del pueblo cuidaba y mantenía aquella cabaña en un macabro intento de hacer perdurar la leyenda de que estaba viva y buscaba alimentarse con las almas de aquellos que entraban en ella.

—¿Cuántas gilipolleces nos han contado sobre esta casa? —Dijo David mientras cruzaba el umbral, sin ser consciente del desagradable tacto de un pomo que no estaba hecho de metal.

—No lo sé, pero esto es lo menos tétrico que he visto en mi vida —respondió Iñigo.

Estaban tan absortos en desentrañar el misterio que no se dieron cuenta de lo más evidente. Allí el bosque estaba en completo silencio, ni siquiera la brisa de la mañana parecía penetrar el círculo de árboles que rodeaba la cabaña.

En la Casa Roja

Dentro, su decepción volvió a lastrar el resto de sus sentidos. Solo había una única habitación rectangular iluminada con generosidad por un ventanal situado en la pared opuesta. Parecía aun menos sombría que desde fuera. De hecho, la luminosidad que cubría la escena dotaba a la habitación de un extraño halo antinatural.

Sin embargo, a pesar de la normalidad que creían percibir, una potente sensación de desasosiego les embargó conforme avanzaban a través de los crujidos de la madera bajo sus pies. Como Iñigo había dicho, había algo allí que no encajaba.

—¿Hueles eso? —Dijo.

David no dijo nada y se limitó a levantar las cejas en un gesto de absoluta incomprensión.

—Huele a madera fresca. Recién cortada. Y hay un aroma dulzón que no soy capaz de identificar.

—Es verdad, me recuerda a…

Antes de poder continuar algo hizo que la puerta se cerrase, consiguiendo que ambos dieran un salto. No fue un sonido enérgico ni perturbador, sino un pequeño chasquido procedente del pestillo al encajarse en la jamba de la puerta. Como si alguien hubiera empujado con suavidad la puerta hasta cerrarla

—¡Joder qué susto!

—Luego soy yo el malhablado, ¿eh? —Respondió en un intento por relajar el ambiente.

—Mierda David, este sitio me sigue poniendo los pelos de punta. ¿Qué ha cerrado esa puerta?

—Calma tío, habrá sido el aire.

—¿Aire? ¿Tu has notado que hiciera algo de brisa cuando hemos entrado? —Preguntó Iñigo con voz aflautada.

—¡Yo que sé! —Bramó inquieto—. Joder, estamos en el bosque, ¿qué más ha podido ser?

Iñigo no contestó. Intentó sacar el teléfono móvil del bolsillo, pero al mirar algo situado en el suelo hizo que se le cayera. Se agachó, pero no para recuperar su móvil, sino para poner una mano la madera que estaban pisando.

—David… esto no es madera…

La palidez de su amigo se sumó al temblor de sus palabras hasta hacer que un escalofrío le bajara desde la base del cráneo hasta las puntas de los dedos.

—Tío, no tiene gracia. No tiene ni puta gracia.

La única respuesta le llegó en forma de gemido. La mandíbula de Iñigo empezó a vibrar y vio cómo su mirada se posaba en una tabla más oscura situada a pocos centímetros de los pies de David.

Este bajó la vista mientras un gélido sudor perlaba su frente. El suelo parecía madera. Sin embargo, estaba cubierto por algo parecido al cuero, curtido con algún brutal proceso que resecaba y fracturaba la piel, otorgándole un color oscuro y unas vetas similares a las de la madera.

Aunque no fue eso lo que quebró el ánimo de David, sino el descubrir que la oscura tabla que miraba su amigo con tanta intensidad era en realidad un dibujo de tinta oscura hecho sobre aquella piel. Un dibujo calcado al de los tatuajes que portaba el forastero senderista en su brazo. Sin poder contenerse más, lanzó un alarido.

—¡Tenemos que salir de aquí!

Salieron corriendo hacia la puerta, chocando contra ella sin poder abrirla. El pomo no giraba y, a pesar de la aparente delgadez de la madera, tampoco pudieron hacer que esta se moviera.

Desesperados, giraron en busca de otra salida y se quedaron inmóviles ante la escena que se desarrollaba fuera de la cabaña.

La luz dejó de entrar por las ventanas. Una oscuridad casi tangible llenó aquella habitación por completo para pasar después a emitir un fulgor rojizo. Imágenes inconexas con las más obscenas mutilaciones circularon por la estancia a una velocidad tal que hacía imposible fijar la mirada ni retener sus detalles.

Sin darles tiempo a gritar, pálidos y temblorosos por el terror, la puerta se abrió de nuevo. Lo último que pudieron ver sus ojos antes de perder la vida fue cómo un líquido color carmesí salía despedido desde sus cuerpos hacia las paredes de la cabaña.

Si hubiera habido alguien en el bosque, encima de la misma loma que minutos antes ellos habían pisado, hubiera visto cómo la cabaña entera cambiaba ese color mohoso y destrozado por un brillante color rojo.

La Casa Roja volvía a estar saciada.


Escrito por David Olier para el blog El Rincón de Cabal.

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