Revista Literatura

Relato: Life’s Crack

Publicado el 20 marzo 2015 por Cabaltc

Cambio de rumbo

Muchas veces se necesita algo más que un impulso o un sentimiento para cambiar de rumbo. Una verdadera fractura con la realidad.

Londres, 3:30 de la madrugada.

William llevaba toda la noche en vela preparando lo que sus jefes denominaban que era la oportunidad de su vida. Aquellos malditos cabrones llevaban usando esa misma frase desde hacía ya demasiados años como para que le sirviera de motivación. Más bien lo que hacía era llenarle de ira y frustración. Pero no importaba cómo se sintiera o qué pensase de sus desaprensivos jefes, iba a hacer un trabajo excesivo para un sólo hombre en un tiempo insuficiente porque tenía que hacerlo. Así de simple. Era su obligación y por tanto cumpliría con ella.

-Putos ejecutivos chupatintas esclavistas -exclamó a su vacío apartamento mientras se preparaba la tercera cafetera-. Ellos la joden con una operación que se les dice que no deben hacer, y tú eres el máximo responsable de su cagada. ¡Joder! Si hubiera seguido tirándose a su secretaria en vez de decidir que tenía que ser el más brillante de los capullos del club…

»Pero no, tenía que comprar esa jodida empresa con unos fondos que no tiene. No sé quién es más inepto, si él por dar la orden, su consejo por permitírselo o mi jodido jefe por decir que somos los mejores asesores financieros del mundo occidental. Soberano soplapollas.

Llevaba las últimas cuatro horas de trabajo vomitando la misma retahíla de insultos una y otra vez. Y no era para menos, la operación se había cerrado dos días atrás, y esa misma mañana el mercado financiero se había desplomado, arrastrando su ya de por si precaria situación económica. Fue entonces cuando, histéricos, llamaron a Bob, el socio ejecutivo responsable de la cuenta McNeil, y su jefe directo, para decirle que tenían que arreglar aquello como fuera. Y Bob a su vez, había expulsado por su cara de sapo toda aquella sarta de frases explicando lo difícil que era su situación, lo buenos que eran ellos, lo mucho que les iba a costar y lo bueno que era el hombre que tenía. El más adecuado para solventar aquel agujero en menos de veinticuatro horas.

-Seguro que Bob tiene un puto libro en su despacho titulado «Cómo vender mierda a precio de diamantes» con un anexo sobre «… Y cómo echarle la culpa a tus empleados sin mancharse las manos en el intento» -siguió farfullando mientras apuraba la segunda taza seguida-. ¡Joder! Le dije expresamente que la situación era insalvable…

Pese a todo, esa letanía de improperios era su ritual nocturno de trabajo. Llevaba quince años haciendo lo mismo, y lo hacía muy bien. Aunque se había opuesto casi desde el primer gran marrón que solucionó, le habían convertido en el «solucionador de problemas» oficial de la empresa. Había ascendido como una bala por el escalafón interno, tenía una cuenta de gastos personal, coche y chófer a su disposición las veinticuatro horas los 365 días al año y un jugoso salario esperándole al final de cada mes. Sin embargo sabía que lo que ingresaba en su cuenta del banco no compensaba el resto de sacrificios que tenía que hacer para sobrellevarlo. Sin fines de semana, trabajando una noche si y otra también y teniendo que recurrir a ella con cada vez más frecuencia.

-Hola querida amiga, ¿volvemos a encontrarnos verdad? -Dijo mientras abría el primer cajón de su mesa de despacho y extraía una pequeña bolsa de cuero negro-. ¿Me has echado de menos?

Otra vez iba a echar mano de su Dama Blanca, su mágico refuerzo mental y espiritual, su única compañera en las largas jornadas de trabajo. Y quizás su único amigo fiel en este mundo de depredadores con corbata. Cocaína.

-¿Qué diría Bob si le incluyera el coste de tus servicios como parte de mis gastos mensuales? -Comentó con ironía mientras preparaba un par de «caminos a la felicidad».

Y esnifó, tal y como llevaba haciendo los últimos tres años. Después de la primera raya, con el característico escozor en la nariz y empezando a notar el subidón de energía, recitó su otra letanía favorita.

-Sólo un año fiscal más y lo dejo.

Pero siempre volvía. Llevaba esperando tres años el tan esperado ascenso. Quería poder subir a la «planta de arriba», la liga de los mayores, pero una y otra vez le decían que «el año próximo» le harían socio.

-Mierda de crisis. Más trabajo, menos subidas y olvídate de la promoción. Aunque… más trabajo igual a más dinero, ¡qué paradójico! Solo que ese dinero va para mantener el nivel de los de arriba. ¡Joder! Me merezco estar ahí.

Miró el reloj de su portátil, que marcaba las 4:05 de la madrugada. Ya había despotricado suficiente, y con el cerebro cargado de la fuerza extra que le proporcionaba la cocaína, se puso a trabajar a un ritmo frenético.

Londres, 5:55 de la madrugada.

William se estiró, haciendo crujir sus doloridas vértebras. Llevaba demasiadas horas delante del portátil preparando un plan de contingencia para una situación insalvable. Una sonrisa lobuna se formó en su rostro al pensar en ello: situación insostenible, plan imposible de realizar, cliente desesperado, gerente senior con mucha labia y pago por el asesoramiento, no por la ejecución. Pero, ¿para qué? Aquel pensamiento atravesó su mente con la precisión de un bisturí. ¿Para qué hacía todo esto? ¿Era por el dinero? No era suficiente. ¿Por el reconocimiento? Nadie se lo iba a reconocer. Simplemente porque era su obligación. Eso era, el deber y la obligación de hacer las cosas bien.

Pero por otro lado, día tras día veía cómo mucha gente de su empresa triunfaba trabajando la mitad que él, dejando las cosas a medias, yéndose a su hora y teniendo una familia. Una vida. Entonces, ¿por qué él tenía ese sentido de la responsabilidad tan elevado? ¿Qué fuerza le impelía a cumplir siempre con cualquier cosa que le pusieran por delante? Por desmedida, inverosímil, poco ética o incluso ilegal que fuera, él siempre cumplía.

Sonó el despertador de su teléfono móvil, indicándole que ya eran las seis de la mañana. Hora de prepararse para el espectáculo. Así que desechó aquellos pensamientos clasificándolos como un efecto secundario de su Dama y se metió en la ducha.

Sin embargo esa sensación de desazón estaba demasiado arraigada en lo más profundo de su alma. Por mucha cocaína, cafeína, alcohol o cualquier cosa que pudiera ocultar ese desasosiego interno, nunca conseguía hacer que desapareciera del todo. Y cada vez estaba más a flor de piel.

Saliendo de Londres, 7:00 de la mañana

James, su chófer, acudió puntual como un reloj a recogerle a las siete en punto de la mañana. Sabía que era una reunión importante, otra de tantas, y que tendrían que estar antes de las ocho en uno de los extremos más alejados del centro de Londres.

Un café, un croissant y el Times le esperaban pulcramente preparados en el asiento central del gran Mercedes negro que tenía asignado. Su refugio de tranquilidad, el único sitio en el que solía permitirse no pensar en el trabajo.

-Qué triste… -se escapó de sus labios.

-¿Necesita algo señor? -Respondió James con presteza.

-Todo perfecto James, no te preocupes. Sólo ha sido una mala noche.

Sin embargo aquella mañana le era imposible deshacerse de aquella sensación de desplazamiento. Su mente no estaba con su cuerpo, sentía que ese William que había tomado asiento en el gran Mercedes era otro William. No era él, podía verse a si mismo en tercera persona, desde fuera. Sentía cómo si se estuviera produciendo una desconexión entre su yo físico y su yo mental, y no podía hacer nada para frenarlo. Y aquello lo llenó de miedo. Un pánico primordial y esencial, carente de lógica ni sentido, pero que llenaba cada una de las fibras de su ser.

No fue consciente de la entrada del vehículo en la carretera de circunvalación. Ni siquiera sintió el impacto del camión, ni de cómo desaparecieron los dos asientos delanteros junto con su chofer, dejando un amasijo de sangre y metal en su lugar. Sólo fue consciente de que el coche se detenía tras chocar con las barreras laterales. Aturdido, salió del coche y se precipitó por el terraplén que separaba la carretera de uno de las más miserables barriadas de la periferia.

Anduvo sin ser consciente del paso del tiempo ni de las heridas que tenía en la parte izquierda de su cuerpo, laceraciones producidas por los fragmentos de carrocería y cristales provenientes de la colisión. Hasta que finalmente perdió el conocimiento entre dos casuchas tan roñosas como inestables.

En algún lugar, en algún momento

Cuando recuperó el conocimiento, sin saber cuánto tiempo habría pasado, se encontró con una carita que le observaba con curiosidad y preocupación. Era una niña pequeña, de no más de cinco años, aunque la raída ropa que llevaba y la suciedad que poblaba su rostro no dejasen ver demasiado. Pero algo dentro de él le hizo ver más allá de toda aquella fachada de mugre. Miró directamente a los ojos de la niña y sintió que era capaz de ver en su misma alma. Y vio a una dulce criatura, tan inocente como desgraciada, pero buena en su esencia. Sintió cómo parte de su humanidad retornaba a su cuerpo.

-Creo que necesitas ayuda señor -dijo mientras le tendía un pañuelo de tela. Posiblemente el único y el más limpio que tenía-. Mi mamá me ha dicho que si quiero puedo ayudarte a limpiar esas heridas.

-Yo… esto… -farfulló sin saber qué decir.

Sin embargo, algo se terminó de quebrar en su interior. Todavía sin ser consciente de lo que acababa de suceder, sintió cómo con un golpe sordo se juntaban sus antes fragmentados cuerpo y mente. Su vida había quedado hecha añicos junto con el gran Mercedes negro. Y no sólo no le importaba, sino que le llenaba de alegría. Una alegría que superaba con creces el dolor y el aturdimiento que sentía. Ahora tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, para poder hacer algo más con su descuidada vida y volver a conectar con la otra mitad de su ser.

-¿Señor? -Preguntó la niña-. ¿Estas borracho?

-No señorita, estaba pensando -empezó-. ¿Le parecerá bien a tu madre que me lleves a tu casa?

-¡Claro! -Dijo entusiasmada-. A mi mamá le gusta ayudar a la gente del barrio que tiene problemas, y tú parece que los tienes -añadió.

Una enorme sonrisa llenó la cara de William.

-Pues vamos allá -dijo mientras se levantaba con dificultad y cogía la mano que le tendía aquella niña.

No echó la vista atrás, ni siquiera dedicó un pensamiento a su empresa, a su socio o a aquel desesperado cliente que le estarían esperando. Su único pensamiento fue dirigido a imaginar cuál sería la cara que pondrían aquella niña y su madre cuando les regalase el dinero que llevaba en la cartera.


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