Revista Literatura

Relato: Una vida y un sueño

Publicado el 03 julio 2015 por Cabaltc

Estoy en una fiesta. No una fiesta cualquiera, es mi fiesta. Todo el mundo ha venido aquí para mostrarme su aprecio y su respeto. No quepo en mí de gozo y placer. Mire donde mire me encuentro con el lujo más opulento y los vestidos y trajes con más glamour. Tenemos todo lo que la fastuosa ciudad de Dubai puede ofrecernos. Las mujeres son preciosas, la comida y las bebidas más caras del mundo están cocinadas por los mejores chefs que se pueden conseguir con dinero. Y todo es mío.

Una de las jóvenes más bellas me sigue con la mirada desde hace rato. Noto sus ojos escrutándome, analizándome, devorándome. Pero cada vez que intento buscarla desaparece. Es extraño. Está y no está. Sin embargo no me importa, rápidamente la olvido y me concentro en los placeres terrenales que me ofrece esta fiesta.

Hasta que me giro y encuentro que, sin explicación racional posible, la chica se ha materializado delante de mi. Su lisa melena negra y sus pálidas facciones resaltan en un mundo en donde el rubio y el bronceado son lo único que parece importar a las mujeres occidentales que viven en la ciudad. Me sonríe, y su sonrisa hace que quiera navegar por sus suntuosas curvas y perderme en sus labios color carmesí. Sin embargo, me ofrece algo. Un… ¿coco? Qué más da lo que sea, es suyo y lo quiero. Cojo el coco y bebo. Levanto la mirada y me pierdo en sus ojos. Son azules, azules como el mar, azules como el cielo… Me absorben, entro en ellos y empiezo a caer. ¿Cómo es posible? ¡Estoy cayendo al vacío!

Siento pánico, agobio, frustración y ¿vergüenza? Mientras caigo a toda velocidad escucho las risas de toda la gente que ha acudido a mi fiesta. No, no sólo las escucho, también veo sus caras. Su indescriptible diversión y mofa hacia mi persona. ¿Cómo puedo estar cayendo si ellos están allí?

Alcanzo tal velocidad que el viento no me deja respirar. Deseo que todo acabe, quiero estrellarme ya y dejar de oír esas risas y ver esas caras de burla y desdén hacia mi desgracia. El suelo se acerca. Mi fin está cerca.

Me estrello contra el asfalto. Mi cuerpo se destroza y todos mis huesos se quiebran. Sin embargo no siento dolor. No muero. Me quedo allí tendido, desmadejado mientras intento comprender lo que sucede a mi alrededor.

Paracaídas. Toda esa gente que ha pasado de adularme a mofarse de mi está descendiendo lenta y segura a mi alrededor. Cuando posan sus pies en el suelo el paracaídas desaparece. Forman un círculo a mi alrededor. El sonido de su risa es atronador, sus facciones están desencajadas por la burla y mi rostro arde por el escarnio al que me están sometiendo.

Entonces aterriza la chica. La maldita chica con su coco. Se acerca sonriente, haciendo oscilar sus preciosas caderas en su ceñido vestido negro, como si nada pasase a nuestro alrededor. Se agacha ante los despojos que antes fueron mi cuerpo y me besa.

Es entonces, cuando noto el putrefacto sabor de la muerte procedente de su perfecta boca, cuando me despierto.

Empapado en sudor maldigo. Otra vez ese sueño. Siempre el mismo sueño desde que puse los pies en este maldito país. Ni el alcohol ni las drogas consiguen hacerme descansar o dejar de soñar. Estoy desesperado.

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Aunque soy el jefe, el Director General aquí en los Emiratos de una poderosa compañía, siento que todo el mundo a mi alrededor es consciente de mi debilidad. Sé que se cuestionan mi mando y sé que el consejo está preocupado por mis crecientes despistes. Necesito encontrar una solución, y la necesito encontrar ya.

Descuelgo el teléfono y hago lo que me prometí que no haría nunca. Pido ayuda. Llamo a mi asistente personal, una emiratí tan simpática como eficiente y poco atractiva. Le pido, no, le ordeno que busque una solución, sea lo que sea, legal, ilegal, me da igual. Pero quiero tener una solución cuanto antes.

Me voy al trabajo. Mi chófer me tiene preparado un explosivo coctel que revitalizaría y despertaría hasta a un muerto. Es otra de esas cosas por las que merece la pena no preguntar qué lleva. Mejor no saber qué es y limitarse a disfrutar de qué hace. Llego al trabajo y tengo que soportar las tonterías que dice el Director de Operaciones al respecto de la mujer de anoche. Por si no tuviera suficiente con mis pesadillas, tengo que aguantar que este hombre alardee todas las semanas de sus malditos polvos oníricos. Sí, todos sabemos que no puede follar casi ni pagando en esta ciudad, pero no hace falta que esté recordándoselo a si mismo todas las mañanas.

Supero una jornada de interminables reuniones a duras penas. El café, las bebidas energéticas y el misterioso coctel han dejado de hacer efecto. Creo que he saturado a mi cuerpo con tantos excitantes que se ha vuelto inmune a ellos. Aunque no mi corazón, que late desbocado en mi pecho.

Al final del día, mi secretaria llama a la puerta de mi despacho para anunciarme que ha llegado una visita. Me levanto para recibirla, y aparece ante mi un crío de no más de doce años. Andrajoso, sucio y sin hablar ni gota de inglés, es mi secretaria la que se encarga de las traducciones.

Parece que le envía su amo, el comerciante, para proporcionarme aquello que necesito para descansar y no soñar por las noches. Como si no hubiera más comerciantes en Dubai. Sin embargo, hasta la secretaria parece mencionar su nombre con cierto tono de reverencia. En fin, será alguien famoso y peligroso. Tendrá alguna potente droga para mi. Y no tengo nada que perder, así que me llevo al crío hasta Sikkat Al Khail, el Zoco de las Especias.

Bajamos pronto de la limusina, las callejuelas no permiten que circule nada más grande que una bicicleta por ellas. El chófer se baja y me acompaña por si es necesario hacer de traductor. Y, para qué engañarnos, porque también es mi guardaespaldas.

Después de tantos giros y pequeños callejones estoy perdido. Por mi podríamos haber cruzado hasta el río sin darme cuenta. Sólo puedo confiar en la calma de mi chófer y la seguridad del muchacho. Hasta que por fin llegamos a una pequeña puerta de madera, al final de uno de tantos recodos. Después de bajar por unas estrechas escaleras me encuentro con una sala iluminada por varias lámparas de aceite. En ella hay docenas de estanterías llenas de pequeños frasquitos de cristal. Debe de haber miles de ellos. ¿Será mi droga?

En el centro, sentado en una destartalada mesa de madera, está un hombre de vejez indefinida. Viste un zaub oscuro, a pesar de estar en pleno verano, y no luce el típico keffiyeh sobre su cabeza. Me fijo entonces que mi chófer no ha entrado conmigo, y que el crío está arrodillado en el suelo delante del viejo. Antes siquiera de poder abrir la boca, se dirige a mi en un inglés bastante decente.

-¿Eres el que quiere dejar de soñar? -Dice con una profunda y enérgica voz, poco acorde con su aspecto.

-Si y no -respondo sin pensar-. Quiero que mis sueños dejen de atormentarme para poder descansar, no dejar de soñar por completo.

El viejo comerciante sonríe ante mis palabras y asiente con reconocimiento. Acabo de pasar una prueba, y no tengo ni idea de cual es ni de para qué me va a servir.

-El trato es sencillo, el trato es justo. Escribe y describe a la persona de cuyos sueños quisieras ser dueño. Después sal fuera y espera a que Khaled vaya a darte lo que es tuyo.

-¿Y ya está? ¿Sólo un nombre y seré libre de mis pesadillas?

El anciano sonríe y asiente. Se guarda algo para sí, pero no me importa. Sea lo que sea lo que me vaya a pedir en el futuro, pagaré gustoso cualquier suma por librarme del maldito sueño. Y no hay adicción ni droga que no pueda pagar, ni que no quiera pagar para librarme de esta maldición. Escribo en un papel el nombre y la descripción del Director de Operaciones. Orgías y sexo suenan mejor que mi fiesta infernal. Le doy el papel al chico y extiendo mi mano con intención de cerrar el trato, pero el viejo la omite y me hace un imperioso gesto para que abandone su tienda. Viejo loco…

Una hora más tarde estoy de vuelta en mi casa. Otra hora después ceno y me dispongo a irme a la cama. Las instrucciones son sencillas: abrir el frasco la primera noche después de cerrado el trato y dejarlo en la mesilla. No sé qué tipo de drogas contendrá, pero me es completamente indiferente. Lo abro y me sumo en un profundo sueño fruto del cansancio, la necesidad y la expectación.

Por la mañana grito. Grito como un loco. Como una colegiala borracha… Grito de placer y de alegría. Por fin he conseguido dormir. Por fin he conseguido descansar. Por fin me he librado de la macabra fiesta. ¡Por fin soy libre!

A partir de ese día disfruto de un par de semanas de auténtico descanso. Vuelvo a ser yo. La gente me felicita por los pasillos, todos se alegran de volver a ver a su antiguo jefe y todos participan de mi gozo. Todos, salvo el Director de Operaciones. No sé qué es lo que le pasa, pero cada día que pasa está más demacrado y más apagado. Nadie sabe qué le pasa, pero ha dejado de hablar, de reírse con sus compañeros y de salir en las cenas de empresa. Y yo no quiero preguntar. No sé qué clase de trato hice con el viejo, pero parece que es él quien está pagando el pato.

Hasta que un día, tres semanas más tarde de haber cerrado ese maravilloso trato, se presenta en mi despacho. Está hecho un desastre y apesta a sudor, a vino y a… ¿miedo? Se planta delante de mi mesa y balbucea unas palabras que no olvidaré jamás.

-Me… me… me has robado mis sueños… ¿por qué? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?

Sin darme tiempo a reaccionar cae al suelo, arrastrando la mitad de las cosas de mi mesa consigo. Cuando llegan los servicios sanitarios de la empresa, dos minutos más tarde, certifican que ha muerto. Posiblemente debido a un íctus cerebral que ha hecho que caiga muerto al instante. Aunque yo sé lo que he visto. No era un íctus, no era un infarto. No era nada que la ciencia médica pueda determinar.

Y mientras se llevan el cadáver una perturbadora idea se planta en mi mente: «¿cuánto es capaz de vivir un ser humano sin soñar?»

Furioso, aterrado y sintiéndome culpable, exijo a mi chófer que me lleve ante el viejo comerciante. ¿Qué ha hecho para matar a Will? El trato no incluía muerte. El trato sólo incluía un frasco. El trato no mencionaba perjudicar a nadie. El trato sólo hablaba de soñar sus sueños.

Cuarenta y cinco minutos más tarde estamos delante de la misma puerta destartalada. Sin embargo, dentro no hay absolutamente nada. Sólo viejas cajas rotas y muchas telarañas. Nada ni nadie ha pisado ese suelo desde hace semanas. Desolado, caigo rendido en la arena que cubre la entrada. ¿Qué he hecho? El trato no era soñar sus sueños, sino ser dueño de ellos. ¿Qué tipo de trato diabólico he firmado?

Cuando vuelvo a abrir los ojos, tengo en frente de mi al crío apestoso. Khaled. Mi chófer me traduce sus palabras. Dice que el comerciante ha terminado su recolección y se ha ido. Que volverá hasta pasados otros veinticinco años, pero que ha dejado algo para mi.

Es una nota manuscrita. Una nota que guardo y guardaré por siempre jamás. Una nota escrita con una dorada y delicada caligrafía hecha con algún tipo de pluma animal, en un tipo de papel desconocido para mi. Un papel correoso y resistente que dice:

Tengo tus sueños. Tú tienes los suyos. El trato era justo y el trato se mantendrá.

Hasta que la muerte acuda a su puerta. Entonces ambos sueños me pertenecerán.

Porque nada ni nadie puede vivir eternamente sin soñar, salvo la propia muerte.

El Comerciante de Sueños.

Escrito por David Olier para el blog El Rincón de Cabal

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