Revista Literatura

Seeman

Publicado el 31 julio 2012 por Seles

Aún era temprano. El sol ni siquiera se había atrevido a asomarse tímidamente por el horizonte, aunque ya clareaba el cielo. Una brisa agradable hizo que el hombre tomara aire, respirando profundamente. El salitre de la mar llenó sus pulmones, una esencia que conocía a la perfección tras años de cabalgar sobre olas de espuma blanca y perfecta, un aroma que tanto él como sus hombres habían aprendido a querer, como quien quiere a una mujer. ¿Acaso no la nombraban como si fuera una mujer? La mar. Para ellos era la mar, nunca el mar. Solo es un hombre para aquellos que sienten demasiado apego por la tierra o quienes prefieren pescar inofensivos pececillos en arroyos y riachuelos en las montañas, donde no corren peligro. Pero como toda mujer, esta también era caprichosa a la par que bella, y más peligrosa sería la tarea que hoy fueran a realizar, a pesar de ser su oficio. Un muchacho rezagado corría desde el faro, cargando un pesado arpón. Demasiado joven, de estos que no se afeitan porque no tienen barba suficiente o les aparece de manera irregular, como torpes parches. Desde allí le observaba una muchacha, casi una niña, silenciosa, con las manos en el pecho, sujetando un crucifijo, con mirada fría y triste. Sabía que hoy perdería a quien más amaba. Tras disculparse con el patrón, el muchacho sacó del zurrón una botella de sidra y comenzó a servirla. Sin decir palabra, brindaron y apuraron los tragos. Ellos también eran muy conscientes de que aquella podría ser su última vez en tierra, la última vez que disfrutaran de un placer tan simple como un poco de alcohol antes de salir a faenar.En silencio, recorrieron el puerto cargando con la trainera, mientras aquellos que habían madrugado para abrir sus comercios, los observaban en silencio, nadie hacía comentarios. De vez en cuando, algún hombre se quitaba la txapela, y se santiguaba. Nada hacía falta decir más. Al empujón, se lanzaron a la mar, dejando atrás la playa, y comenzaron a remar, con fuerza, de espaldas al Cantábrico, con los ojos fijos en la ciudad que era su hogar. Sin necesidad de que los azuzaran con palabras, amenazas o promesas, no tardaron en coger velocidad y perder de vista las casas, hasta llegar a un punto donde las ballenas solían agruparse. Y no tardaron en encontrarlas. Un pequeño grupo de ballenatos se había separado del resto y estaban a merced de los hombres. El patrón no tardó en dar la orden y todos se dispusieron en sus puestos, redes en mano y enarbolando los arpones y cuchillos. Para su desgracia, no estaban tan apartados de mayores ejemplares como ellos pensaban, y les sorprendió la sacudida que azotó el bote desde babor en la zona de popa, haciéndoles caer a las heladas aguas, sin poder hacer nada por evitarlo. Era el riesgo que había que pagar por conseguir cazar aquellos dioses con los que alimentaban a sus familias. Y aquella mañana todos habían sentido el frío toque de la muerte. Recordaron el puerto una vez más, recordaron a sus mujeres, sus esposas, sus hijos y sus familias. Recordaron su hogar, y se resignaron ante la perspectiva de morir ahogados. Tanto amaban la mar, que estaban dispuestos a morir en ella, sonrientes. Les dio la vida y solo ella tenía el derecho de quitársela. Era todo un honor para ellos.
Autor: Suru.


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