Revista Diario

Serás mi destino

Publicado el 25 febrero 2013 por Mariaelenatijeras @ElenaTijeras

Serás mi destino
 "El pasado regresa al presente para bloquear el futuro"Versión para Ipad y demás;   Serás mi destino
j
Los mirlos batían sus alas en busca del árbol que les diera cobijo para pasar la noche. La luna llena iluminaba la antigua carretera almeriense de Sacramento. En medio del camino, muros de  ladrillo vestido con piedra natural y cemento cubiertos de frondosas plantas acompañados de árboles y algunas palmeras ocultaban, a los viandantes y demás vehículos que circulaban, el verdadero propósito  de una vieja casa blanca de ventanas siempre cerradas. Sin embargo, un viejo cartel de neón denotaba a las claras que aquello era algo más que una simple vivienda deslucida. Blue Room parpadeaba ignominioso sobre el vetusto tejado.   Intramuros, reunidos en un salón amplio de paredes azules varias personas de dudoso buen hacer departían entre vasos de vodka y botellines de cerveza.    —Mañana sobre las dos de la madrugada llegarán las matryoshka —comentó Nikolay sin dejar de beber de su vaso—. Empezaran a trabajar en dos días. Hay que sacar beneficios lo antes posible.    —¿Quién ha dicho, hermano? —preguntó en susurros Asdrúbal, cubano de cuerpo esculpido pero falto de entendederas a causa de tanta droga consumida, pelo engominado y cigarrillo siempre entre los labios, a su colega que estaba junto a él.    —Las matryoshka son las putas que vendrán desde Rusia, mañana. Que no te enteras —respondió Emerson, entre trago y trago.    —Confirmado —prorrumpió el Chato, joven cubano de baja estatura, enclenque figura y nariz aplastada por diversas peleas, tras colgar su llamada telefónica—. Mañana llegará el cargamento de coca previsto.    —Os dije que podríamos hacerlo sin Dachenko —dijo Nikolay exaltado por el vodka que corría por sus venas—. No lo necesitamos. Nosotros somos tan buenos y capaces como él.    —¡Siii!  —Corearon los demás.    Los cuarenta grados de alcohol estaban haciendo verdaderos estragos en todos ellos. Algunos golpeaban las mesas a modo de tambor. Sólo en sus mentes envenenadas cabía la posibilidad de que fuera una melodía lo que salía de aquel ensordecedor estruendo. Ante monumental descontrol, pasó desapercibida la llegada de alguien inesperado al lugar.    Un silenciado y certero disparo colocó una bala entre los ojos de Nikolay.  Fue tan rápido que nadie se percató de lo ocurrido.  El ruso cayó al suelo boca abajo con el aplomo de un yunque.  De repente, el silencio se proclamó dueño de la estancia.    —Pero… ¿qué ha pasado? —Preguntó con sorpresa Sergei, otro miembro de la banda, que se arrodilló junto al caído—. ¿Estás bien, Niko?   Al darle la vuelta su asombro se convirtió en horror.    —Malditos bastardos. —Se escuchó desde la puerta—. ¿Cómo os atrevéis a intentar jugármela así? Os creía más inteligentes —sentenció Vladimir Dachenko. En sus manos aún humeaba el arma recién disparada—. Ese es el precio de la traición.    Avanzó, cañón por delante, hacia el centro del salón mientras los demás retrocedían acobardados. Había vuelto el jefe y ahora le temían más que a la misma muerte.    —Fue Niko quien nos obligó —intentó defenderse Emerson, otro cubano amigo incondicional de el Chato desde que compartieran celda años atrás.     Pero sus palabras consiguieron el efecto contrario al esperado. Otra bala directa a su rodilla lo hizo gritar, bramar de dolor.    —No esperarás que me crea esa estupidez, ¿verdad? —Sus ojos azules, acerados como el mar de invierno, amenazaban más que sus palabras.    —Tú eres el jefe, Dachenko —gritó Sasha desde el otro extremo—. Todos lo sabemos, solo esperábamos tu vuelta.    Una lacónica sonrisa se dibujó en el rostro de Vladimir Dachenko tras escuchar aquellas palabras. Sasha sabía cómo adularlo, no en vano había estado bajo sus órdenes durante algunos años y conocía a la perfección cómo se las gastaba el ruso. Y para sobrevivir era mejor aprender que pelear y algunos trucos como saber qué decir y cuándo decirlo le salvaron la vida en innumerables ocasiones.    —Eres el único que me aprecia de verdad. —Sabía que no era verdad, nadie de los que estaban allí sentía el menor sentimiento por los demás—. ¿Alguien más desea ir con su jefecillo? —señaló con su arma hacia el cuerpo que yacía a sus pies.    Tan solo el chasquido de desmartillar su Colt 45, rompió el ensordecedor silencio que inundaba el lugar. Guardó su arma de nuevo en la cinturilla trasera del pantalón y con su habitual serenidad continuó hablando:    —Hay que hacer un pequeño trabajo antes de que lleguen las… chicas.   Del bolsillo interior del abrigo extrajo una foto y tras mostrarla a los demás la colocó sobre la mesa que había a unos metros más allá.    —No quiero saber cómo ni cuándo. Pero mañana, antes de medianoche, ha de estar muerto, ¿entendido?    Mientras hablaba, el resto del grupo se acercaron a su posición y uno de ellos, el Chato, contestó:    —Delo por hecho, jefe.    —Cuando esté criando malvas con su mujercita, hacédmelo saber.    Sin esperar una respuesta, se dirigió hacia la puerta por donde minutos antes había entrado tan silencioso como el caminar de un lagarto al acecho de su presa.    Alrededor de la mesa que dejaba atrás, la foto pasaba de mano en mano.    Todos conocían al retratado. Ningún delincuente era ajeno a Gorka Alcorta.
   Las algodonadas nubes tintadas de suave dorado mudaban su espacio movidas  por la ligera brisa de poniente. El primaveral atardecer, en sus últimas horas de finales de marzo, teñía de fulgurantes colores las aguas del mediterráneo que alfombraba la rocosa carretera del Cañarete, antigua calzada de Almería también conocida como la Nacional 340.    Sobre el asfalto, las amarillas luces del viejo chevrolet azul que rodaba por las sinuosas curvas de la  vía, armonizaban con la decadente luz de los últimos rayos de sol, dotando a la zona de una mágica claridad.    En el interior del vehículo, Gorka intentaba romper el silencio reinante con una conversación —también  valía que fuera trivial—, pero el delicado y dulce perfume que llegaba hasta él desde el asiento contiguo le impedía pensar con claridad.    No era solo el olor que percibía lo que lo mantenía en tan incómoda mudez, sino el saber que tras esa fragancia estaba ella, Lucía.    —¿Has cenado alguna vez bajo el abrigo de las montañas? —preguntó al fin.    —¿Te refieres al aire libre? —respondió interrogante, mientras contemplaba la escarpada pared de piedra que bordeaba todo el camino.    —No. Más bien en su interior.    —Creo que no. Nunca he comido en una montaña. ¿No resultará claustrofóbico?   —Espero que no. ¿Sueles tener claustrofobia en lugares cerrados?   —No he estado en lugares tan pequeños como para sufrirla.    —Entonces, creo que podremos intentarlo.
Desde que salieron de Almería para adentrarse en la carretera del litoral que los llevara hacia un restaurante enclavado en la montaña, un coche de color oscuro permanecía casi pegado a ellos. Por el retrovisor interior, el detective no le restaba un ápice de su atención. Redujo la velocidad haciéndose a un lado de la calzada para que lo adelantara, pero el acosador seguía en su empeño de ir por detrás. Un exiguo rayo de sol provocó con un destello de luz que, por unos instantes, pudiera reconocer al conductor.    “Pero si es el Chato ¿cuándo ha salido de la cárcel?” —pensó atónito.    Conocía demasiado bien a toda la banda de impresentables donde semejante individuo se integraba como pez en el agua. Hacía algunos años lo encerró por traficar con cocaína, uno de los muchos delitos que cometió pero, ayudado por  Dachenko, consiguió que solo lo condenaran por drogas. Y sabía que no era casual que se encontraran en el mismo camino. Sus malos presentimientos no se hicieron esperar.   El coche, en sepulcral silencio, aceleró su velocidad y en tan solo unos segundos golpeó con fuerza el vehículo donde viajaba la pareja.  Un grito de pánico y sorpresa brotó de la garganta de Lucía.    —¿Qué ha sido eso, Gorka? —preguntó azorada.    —Nos han atacado por detrás —respondió sin adornar la realidad.    Su atención se centraba en mantenerse alejado del atacante hasta que pudiera salir de aquella carretera convertida ahora en un desfiladero sin salida.    —¿Por qué nos atacan? —Insistió en querer saber lo que sucedía.    —No lo sé. —Mintió—. Asegúrate el cinturón y agárrate donde puedas. Intentaré esquivarlo.    Otro golpe aún más fuerte que el anterior los sacó del carril.    La destreza al volante en alianza con la buena ventura, impidió que chocaran de frente con otro utilitario que venía en sentido contrario. Un pequeño mirador a la bahía,  ensanchaba la calzada permitiendo, en un giro brusco y rápido, que el chevrolet abandonara la carretera. El coche agresor siguió hacia delante. Había pasado el peligro.     Nada más lejos de la realidad.    —¿Estás bien, Lucía? —su expresión antes hierática ahora mostraba evidentes señales de preocupación.    —No… no lo sé —dijo, confundida— Creo que sí.   Despacio levantó la cabeza taciturna y preguntó con amargo regusto.    —Dime qué ha pasado. ¿Han intentado matarnos?   Gorka cerró los ojos mientras se apretaba el puente de la nariz. No le sería fácil responder sin provocar en ella cierto pavor.   —Ojalá me equivocara, pero venía a por mí.    —¿Cómo que a por tí? ¿Sabes quién era?   —He sido policía muchos años y me he ganado demasiados enemigos con ansias de matarme. Su vida siempre había sido así. Uno de los motivos que lo llevaron a dejar el cuerpo, fue encontrar algo de serenidad. Ahora se hacía evidente que no lo consiguió.    Lucía abrió la puerta del vehículo a la vez que se desabrochaba el cinturón.    —Necesito aire.    —¿Estas herida?   —No, no tengo nada físico. Tal vez algún golpe del que me saldrá un moratón. Pero mi mente necesita recuperarse de esto.    Lánguida, salió del vehículo extenuada por lo sucedido. Se dirigió hacia el bajo muro de piedra del mirador donde se sentó respirando tan hondo como sus pulmones tenían cabida. La brisa que aún soplaba entró de lleno en ellos y despejó su cara meciendo suave su melena hacia atrás. La noche ya había caído y una hermosa luna llena exhibía con orgullo toda su luz. Todo estaba en calma, el mar brillaba en su inmensidad reflejando el fulgor que recibía desde lo alto.    Gorka, tras observarla con ternura, bajó del vehículo para dirigirse hacia donde estaba sentada. Bordeó el coche y observó los daños ocasionados por las embestidas de minutos antes. Todo estaba destrozado, el parachoques salió despedido en el virulento giro dado para zafarse del agresor.  Con la discreción que le aportaba la noche,  el coche negro deshacía el camino andado. Volvía la amenaza.Una mala premonición le sacudió la espalda. Se giró sobre sí mismo manteniendo la postura. —¡Joder! Vuelve al coche, Lucía —gritó enfurecido— ¡Ahora!    Su orden no se hizo de esperar. De un salto, la joven, obedeció sin preguntar  y cerrando de un portazo tras de sí se colocó arrebujada entre el asiento y el suelo del vehículo.    El sudamericano no se amedrentó tras el aviso a voz en grito del detective y comenzó a disparar. Gorka cogió el arma que llevaba en la caña de la bota y se dirigió impávido de frente hacia su agresor.   Pero el tiroteo duró poco. Dos disparos, solo dos del arma del detective —uno en la rodilla izquierda y el otro en el hombro derecho, misma mano la que llevaba el arma— hicieron que el esmirriado cubano cayera al suelo casi fulminado. Gorka llegó hasta él y de una patada apartó la pistola que el Chato soltó al caer.   Sin piedad ante sus heridas, lo levantó de la pechera hasta estar tan próximos el uno del otro, que el débil aliento del delincuente  se mezclaba con la azorada respiración de un enardecido Alcorta.     —¿Qué me impide matarte ahora? —Le espetó sujetándolo con fuerza— ¡Dime!   —Si me matas nunca sabrás la verdad —murmuró falto de resuello.    —¿De qué verdad hablas? No me fío de tus artimañas —lo agarró aún con más fuerza.    — No… no es… ninguna  artimaña. —Trató de ganar tiempo para reponerse.   —Dame algo más sólido o te juro que te mato ahora mismo —amenazó encañonándolo entre los ojos.    —Dachenko —susurró despacio.    —¿Vladimir Dachenko? —interrogó de nuevo desconcertado.    —Sí. Él dio la orden…    —Y tú la ejecutaste, maldita sabandija. —Sus ojos encolerizados no tardarían en estallar de seguir aumentado su furia.    —Le debo mucho dinero. Y mi familia está amenazada. ¿Qué querías que hiciera?   —No, si terminarás siendo tú la víctima. —Con la culata de su parabellum le golpeó la mandíbula dejándolo caer casi inconsciente mientras retornaba el camino hacia su coche.    —Hijo de mala madre, no me dejes aquí.    Gorka detuvo sus pasos. Dio la vuelta y se dirigió otra vez hacia el sudamericano.    —Tienes razón. No puedo dejar que te desangres ahí tirado.   Se fue hacia el coche agresor y abrió la puerta del conductor. Buscó en el interior y cogió el móvil que había sobre el asiento del copiloto.  En la lista de llamadas recientes encontró el número que buscaba con ferviente interés, lo marcó y colocándose junto al herido puso el manos libres.    —Dachenko —contestó una voz áspera desde el otro lado de la línea.    —¡Nooo! —gritó el cubano al escuchar el nombre del interlocutor.    —Has fallado de nuevo —dijo Alcorta dejando caer el móvil sobre el herido.    Una retahíla de incomprensibles palabras se escuchaba amenazante por el móvil, mientras el sudamericano blasfemaba entre gritos y maldiciones hacia el detective, que no pudo redimir la sardónica sonrisa que afloraba en su rostro.    Acababa de iniciar una guerra abierta en la que solo lucharían a muerte dos personas. No habría reglas, y Alcorta  estaba seguro que, de una vez por todas, acabaría con esa lacra de Dachenko.    Asustada por lo que acababa de vivir envolvía sus rodillas con los brazos, agazapada en la moqueta del vehículo. El miedo envenenaba el cuerpo de la joven diseñadora devorando su entereza. Temblaba sin tregua, mientras su mente revivía las escenas en las que creía perdería la vida sin saber por qué. Gorka abrió la puerta que le brindaba a ella seguridad y con voz suave le dijo:    —Todo ha pasado. Ven conmigo, preciosa.    Levantándola del suelo del coche la acercó hasta sus brazos entre los que encontraría mejor cobijo. Con delicadeza la rodeó y con un tierno beso en la frente alivió poco a poco su desazón.    —Llévame a casa —pidió entre dientes Lucía.    —Ahora mismo.  Pero dime antes ¿estás bien?    —Creo que lo estaré en cuanto descanse unas horas.    —Enseguida llegaremos. —Cerró despacio la puerta del coche después de que ella se sentara dentro.    Echó un último vistazo a el Chato que seguía revolviéndose en el suelo. No tanto por las heridas sino por lo que le esperaba esa noche. Dachenko no perdonaba errores y jamás otorgaba segundas oportunidades por lo que sabía que no se haría acompañar por una ambulancia para socorrer a su hombre. Muy al contrario, terminaría lo que Gorka había dejado a medias. El detective, jamás remataría a un hombre herido y desarmado en el suelo. Su conciencia no se lo permitiría, pero el ruso no compartía con él los mismos escrúpulos. Si alguien le fallaba...
      La luz de la luna llena abría camino iluminando como si de pleno día se tratara el trazado de vuelta a casa.  Consternada, con la cabeza apoyada en la ventanilla del viejo coche del detective, intuía que el ataque había sido algo más que un arrebato de un ex convicto rencoroso. No conocía la vida de Alcorta, de hecho en las pocas veces que se habían visto nunca hablaron de pasado, solo charlas donde predominaba la hilaridad y el día a día. Se hacía necesaria una extensa conversación sobre lo sucedido, pero no sería esa noche. Solo deseaba que llegara un nuevo amanecer capaz de difuminar el recuerdo de lo sucedido. Borrarlo sería como apagar una hoguera con una gota de lluvia; misión imposible.  En esos instantes en los que el silencio inundaba el interior del vehículo, deseó que el tiempo corriera deprisa con la única pretensión de que su paso  desvaneciera las sensaciones que ahora latían al galope en su interior. Si era cierta la archiconocida expresión de que el tiempo lo cura todo, sabía que necesitaría algo más que una buena ración de éste para curar el desasosiego de haber estado al borde la muerte.    Sacó las llaves de la casa del pequeño bolso de mano que llevó para la cena que nunca llegó a realizarse. Entre temblores y  respiraciones entrecortadas intentó abrir la puerta de entrada en el mayor de los fracasos. Con extrema suavidad, Gorka le acarició la mano llevándose con la suya las llaves.    —Déjame a mí. A veces se ponen imposibles estos mecanismos.    —Tengo tanto miedo que no soy capaz ni tan siquiera de meter la llave en la cerradura.    —Siento mucho que te hayas visto en medio tanto horror. Ojalá te lo pudiera borrar de la mente —dijo el detective una vez abierta la puerta.    —Ahora ni quiero ni puedo hablar de esto. —Solo un hilo de voz salía de su garganta con grandes esfuerzos—. Ya me lo contarás en otro momento.    —Sí. Hablaremos cuando estés  mejor. Y créeme que lo lamento muchísimo.    Agarró entre sus manos el óvalo del rostro de Lucía y con delicadeza la besó en la mejilla. Se dispuso a marcharse pero ella lo detuvo.    —No te marches. No quiero estar sola esta noche.    —¿Estás segura de que quieres que me quede?    —Sí. Creo que me hará bien tu compañía. Saber que estás conmigo me tranquilizará.    —Si es lo que quieres, no tengo inconveniente.   Abrió la puerta de par en par y ambos entraron.    —Acompáñame arriba, por favor —asió la mano del detective y juntos subieron las escaleras hacia la habitación.    —Voy al baño, acomódate a tu gusto —invitó Lucía encendiendo la luz al entrar en la estancia.    Gorka asintió mientras se dirigía a un elegante diván morado colocado frente a la ventana que, junto a un moderno cabezal de abstractas figuras geométricas, daba el toque de color a una habitación donde el blanco era el color predominante. Se detuvo. No llegó a sentarse. Fue hacia la cama y con un sentimiento de culpa que arañaba de nuevo su conciencia, se dispuso a retirar las sábanas para cuando ella saliera del baño.    Minutos después aún con el pelo mojado y un fresco perfume que el detective reconoció al vuelo, salió del baño una Lucía aún temblona con semblante adusto vestida únicamente con una amplia camisola. En dos pasos se acercó a la cama, se acostó y cerró los ojos buscando paz en su interior.     Alcorta la observó detenidamente y, sin decir nada, caminó hacia la puerta.    —No te vayas. Quédate a mi lado, aquí. —Echó el brazo hacia atrás, invitando al detective a que se acostará a su espalda—. ¿Podrías abrazarme un rato?   La reacción de Gorka fue inmediata. Se quitó las botas y junto a ella sobre la cama, la abrazó con todo el cariño que desprendía un corazón herido que volvía a latir.    “Juro que te haré pagar por esto, Dachenko” —sentenció en su pensamiento mientras entre sus brazos  sentía cómo pequeños espasmos sacudían el esbelto cuerpo de  la diseñadora.
En la lejanía de una calzada tan recta como infinita, un coche quebrantaba la norma de limitación de velocidad. Su objetivo, desaparecer de la vista del resto del mundo lo antes posible, no llegó a materializarse tan rápido como hubiera deseado su conductor. Semi oculto tras una pequeña arboleda en mitad de la nada, una patrulla de la Guardia Civil hacía su acostumbrada vigilancia de la zona. Un agente del orden, ordenó parar al coche que se aproximaba a su altura. —Buenos días. Documentación del vehículo y del conductor, por favor —Exigió el oficial. — Sí. Ahora mismo —contestó Asdrúbal. Buscó en la guantera, solo encontró el vacío. Sabía perfectamente que allí no estarían los dichosos papeles. —¿Hay algún problema? —Insistió el agente.—No, no. En absoluto. Creo que la tengo en el maletero. El agento receló ante el comentario del cubano y contestó no sin cierta sospecha; —De acuerdo. Baje del vehículo y vaya a por ella. Con las manos donde yo pueda verlas. Asdrúbal se dirigió a la parte trasera del coche y mientras el uniformado esperaba junto al asiento que acababa de abandonar, le pidió: —Acompáñeme y se la muestro. El compañero del gendarme se mantuvo en el vehículo oficial colgado a la emisora. Tras unos instantes, ocupó su tiempo en comprobar su móvil y responder a algunos mensajes recibidos.Alzó la vista. Una cortina de intenso humo y tierra envolvía el coche antes detenido e impedía ver con claridad lo sucedido. Aceleraba por momentos. Atrás dejó la deleznable huella del horror. Salió del coche y, entre aspavientos, entró en el dosel de sucios elementos. Atribulado observó el cuerpo de su compañero; yacía en una zanja con un tiro entre los ojos.
Bajo un inclemente sol de primavera, inusual incluso para esa época del año en Almería, pequeñas lenguas de mar arribaban exhaustas en la pedregosa arena de la orilla de la playa.    Escasos eran, en realidad nadie, excepto la pareja que desde hacía meses intentaba conocerse sin que ellos mismos lograran percatarse de ello, los que disfrutaban del maravilloso día en una tranquila cala de Cabo de Gata.    —Voy a darme un baño —comentó Lucía mientras se levantaba de su toalla.    —El agua estará fría aún, pero te acompaño —dijo Gorka.    De dos brazadas, el detective aventajó a la joven que, sumergiéndose totalmente en el agua, empezó a bucear.  Llegada a su altura emergió a escasos centímetros del detective.    Sus ojos quedaron frente a frente perdiéndose cada uno en la profundidad de los del otro. El silencio acompañó el momento envolviéndolo de mágicos sentimientos que afloraban en esa penetrante mirada.     —Lucía… yo… no…  —en ese instante su mirada se posó en los jugosos labios que lo tentaban sin piedad.    —Solo tienes que intentarlo —susurró, invitándolo a continuar.   Y en un instante que corrió más que el tiempo, la besó.    La rodeó con sus brazos estrechándola fuerte contra su pecho. Poco a poco le invadió con su lengua aumentando la intensidad de sus ansias por ella.  No podía separarse. Inútil el intento de  alejarse del dulce sabor que emanaba de su interior.  Necesitaba sentirla suya. Lucía le rodeó la cintura con sus piernas quedando a la merced de aquel cuerpo fuerte y viril. Un estrecho abrazo colmó el ímpetu de aquel beso.    —Cómo he deseado este momento, Lucía —susurró mientras descansaba la frente en la de ella y con los dedos acariciaba sus mejillas.    —Pensé que nunca te ibas a decidir. —Con una media sonrisa arrancó un nuevo beso de los labios del detective.   —¿Sabías que podía pasar esto? —preguntó sorprendido sin dejar de abrazarla.   —Lo intuía. Pero tienes que contarme qué es lo que te turba. Sé que algo te ocurre —colocó la mano en el marcado pecho de Gorka—, pero no acierto a saber qué es. ¿Me lo dirás?   —Tal vez algún día tenga la fuerza suficiente para hacerlo. Mientras, solo te pido que confíes en mí.    —Siempre lo he hecho, desde que te conocí. Pero… ahora me estoy quedando helada y necesito salir del agua. —Cambió el tercio de la conversación. Quería que su tarde, cargada de mariposas, continuara un poco más.   Rieron juntos mientras caminaban hacia la orilla.    Sólo anduvieron  unos metros cuando Lucía cayó al agua. Gorka siguió el juego, continuó caminando dejándola a sus espaldas mientras una carcajada sonaba fuerte de su garganta.    —¡Gorka!  —gritó Lucía con todas sus fuerzas.       Se sujetaba el brazo derecho con la mano izquierda. Un cerco de sangre rodeaba la parte de su cuerpo sumergida en el agua. El bramido que llegó hasta sus oídos apagó la hilaridad en seco.    —Dios mío, Lucía. ¿Qué… qué ha pasado?     —No lo sé. De pronto he notado un  dolor terrible en el brazo y he caído de bruces al agua.    —Déjame ver la herida.    Solo verlo supo lo que era. Un orificio a ambos lados del brazo encolerizó al detective, pero ¿cómo era posible recibir un disparo en medio de la playa? Y lo que aún entendía menos ¿por qué ella?    Miró en derredor y no había nadie. Tan solo arena y rocas.     Observó de nuevo la lesión causada por la bala, la examinó con cuidado y estudió la trayectoria que siguió el proyectil. El agujero en el brazo no dejaba dudas, había llegado desde arriba. Levantó la cabeza y no se equivocó. En la cumbre de la colina que rodeaba aquella pequeña playa convirtiéndola en un remanso de aguas tranquilas y cristalinas, un sujeto desconocido contemplaba el resultado de su hazaña con el arma aún en la mano, parapetado por la lejanía y la ceguera que ésta proporcionaba.    Con cuidado, rodeó con su cuerpo a Lucía y con ayuda de una gran roca situada en la misma orilla de la playa, la protegió de otro posible disparo. Ambos, ocultos tras el peñasco, esperaban que el tirador desapareciera cuanto antes.    —Te voy a sacar de aquí —aseveró sin apartar su atención de ella.    —Me duele… mucho, Gorka.    —Lo sé, cariño. Y no sabes cuánto lo siento. Te prometo que te pondrás bien. Tienes que ser fuerte y aguantar, ¿vale?    La joven diseñadora de joyas volvió a asentir apretando aún con más fuerza la herida de su brazo.    Levantó con cuidado la cabeza por encima de la roca que los protegía, dejando al descubierto tan solo sus ojos, azules como el mismo mar que ahora les brindaba protección.   Se había marchado. El tirador ya no estaba allí.    —Tenemos que salir del agua y ponernos al abrigo de aquella colina, ¿de acuerdo?    —Sí. Te sigo.   —No. Vendrás a mi lado.    Oculta entre sus brazos, los dos salieron del agua a toda prisa.   Un segundo disparo que desató la furia del detective, erró su blanco.   Recostados en la piedra, Gorka rebuscó dentro de su bolsa una toalla o alguna otra prenda que estuviera limpia.    —Apriétate con esto. —Le entregó una toalla—. Taponarás mejor la herida.    El detective cogió su móvil y  tecleó una combinación de números dejándolo sobre una de las piedras cercanas a la chica.   Estrecho, arenoso y plagado de pequeñas piedras, el camino hacia la cima lo exponía como el blanco perfecto de una enorme diana si aquel desalmado volvía a disparar. Pero tenía que correr el riesgo. Armado de coraje y cegado por la ira, la mente del detective urdía nuevos planes y arrancarle la piel a tiras al bastardo que se encontrara arriba se barajaba como su venganza más absoluta. Avanzó por la escalinata hasta llegar arriba. A varios metros de él un encapuchado, con total tranquilidad, desarmaba el fusil con el que acaba de atravesarle el brazo a su Lucía para guardarlo en una bolsa negra de deporte.    Como dos llamaradas en plena combustión sus ojos ardían. La cólera se adueñó de él. Con los brazos a ambos lados de las caderas, apretaba los puños con fuerza desmedida, blanqueaba así el color de sus nudillos. Las venas de los brazos aumentaron de tamaño. Con paso decidido se acercó hasta el tirador. De un salto cayó sobre él. La fiereza de los  golpes que recibía por cualquier flanco colocó al pistolero en una precaria situación.El brazo ensangrentado, las aguas tintas de rojo y el rostro asustado de la joven Siscar, controlaban la voluntad de Alcorta. Cada imagen grabada a fuego era un golpe más que infligía al ya maltrecho cuerpo del depravado. Agotando sus últimas reservas de autocontrol cesó en aquella demencial paliza. Giró el cuerpo tendido en el suelo y agarrándolo con fuerza de la camiseta lo levantó dejándolo sentado y preguntó:    —Dime quién te ha enviado.    No obtuvo respuesta.    —Dame una respuesta o termino contigo muy despacio.   —No… —susurró escupiendo restos de sangre.    —Te quedan dos segundos para decírmelo o te va a doler mucho más.    —Detente, Alcorta. —Salvado en el último instante.    El sargento Gómez hacía aparición desde el otro lado de la meseta de la colina.    —Maldita escoria humana —espetó con furia mientras se levantaba del suelo.    —No sigas o no podré protegerte mucho más.Con rabia lo soltó arrojándolo con fuerza contra el suelo. Un último golpe sí recibiría.   —Gracias por venir. —Se acercó al sargento brindándole un fuerte abrazo. —Sabes que siempre que me necesites estaré ahí, amigo —continuó Gómez mientras se abrazaban—. Habríamos llegado antes si tu móvil siguiera vivo.   —Es que ese cacharro me importa poco y no le presto mucha atención.    —Pues ya le puedes ir prestando más, porque acaba de salvarle la vida a la chica.    —Está abajo… vamos —apremió el ex policía, dirigiéndose hacia el camino que había subido antes.    —Tranquilo, Gorka. La ambulancia ya se la lleva camino al hospital. Fue ella quien nos dijo que estabas aquí arriba, con esta escoria. —Señaló con la mano hacia el suelo, mientras una mueca en el lado izquierdo del labio superior mostraba el desprecio que sentía por el asesino a sueldo que acaba de rescatar de los golpes de Gorka Alcorta.    El cuerpo de policía los juntó como compañeros de patrulla; el día a día, las muchas vigilancias nocturnas y un  sinfín de misiones especiales los hizo amigos. Gómez y Alcorta tenían su propia clave para pedir ayuda en situaciones difíciles donde el tiempo apremia y la vida puede depender de escasos segundos.  Un localizador en el móvil de cada uno de ellos y una clave en un mensaje de texto los llevarían a encontrar al otro y socorrerlo cuando lo necesitara.
   La carretera desierta serpenteaba en el silencioso camino que conducía hacia el Blue Room. Todo en derredor estaba tranquilo, sereno, proporcionaba paz.    Pero muy lejos de esa placidez quedaba el ambiente de la vieja casa que cobijaba, como dirían los más antiguos del lugar, libertinaje y perversión. —Maldita zorra entrometida —gritó Bibiana mientras se abalanzaba sobre Gabriela—. Ese cliente era mío. En medio del gran salón donde cada noche decenas de clientes elegían a sus chicas, Bibiana iniciaba una pelea con una de ellas. Aunque su fin era muy diferente a lo que trataban de mostrar. —Pero, ¿qué estás diciendo? —Gabriela intentó zafarse de ella, sin conseguirlo. La zarandeó evitando hacerle daño. Ese no era su objetivo. La agarró con fuerza, esta vez el oído de Gabriela era la meta. —Busca ayuda. —le dijo al oído. Sorprendida preguntó en susurros: —Y ¿cómo la busco? ¿Cómo salgo de aquí?—Lo siento, pero tendrás que perdonarme por esto. —Cogió una botella casi vacía y, con un golpe seco contra la barra del bar, la rompió—. Intenta despistar al que te lleve al hospital y acude a la policía. Todo lo malo que pueda pasarnos será que nos deporten. Daban vueltas alrededor de sí mismas. Gabriela asustada por el cariz que estaba tomando el asunto, le dijo: —Ni se te ocurra…—Es la única solución, créeme —susurró para que no pudieran escuchar desde fuera el verdadero plan que estaban tramando. Se aproximó hacia ella despacio, la arrinconó y en un  último esfuerzo ciclópeo arremetió contra su compañera de fatigas. Deseó que todo saliera bien y no hacerle más daño del que creía necesario.El dolor que le causaron los cortes producidos por los cristales rotos de la botella, le arrancaron un intenso aullido. —¿Qué pasa aquí, rameras? —Atraído por el ruido y los gritos, Sergei entró en el salón. —Me ha atacado, la muy... —respondió Gabriela.—Cállate si no quieres que te mate. —De espaldas al intruso, Bibiana guiñó un ojo a la herida que siguió con el plan. —Imbécil —dijo dirigiéndose al ruso—, llévame al hospital si no quieres que me desangre aquí mismo. Cogió el pañuelo que llevaba atado al cuello y se lo colocó en la herida para evitar perder más sangre. Sergei, corto de entendederas y falto de decisión propia, obedeció a  Gabriela. —Vámonos, rápido —dijo al fin, en su mal hablado español.—Suerte —bisbiseó Bibiana mientras apretaba los puños contra sus labios al verlos salir por la puerta. La buenaventura no tardaría en llegar.
—¿Dónde vais?  —preguntó Asdrúbal. Al ver salir al ruso con Gabriela. Llegaba a la casa después de su huída.—Voy a llevarla al hospital. Bibiana la atacó con una botella rota. —No puedo dejaros solos. Si Dachenko se entera de esto nos matará a todos. El estridente sonido de una sirena interrumpió la conversación entre colegas. Varios coches de la Guardia Civil entraban por la verja que, Asdrúbal en su demencial huida, había dejado abierta. Su mente carente de cualquier vestigio de inteligencia, olvidó que junto a un agente de la ley siempre hay otro que lo acompaña.—¡Socorro! —gritó Gabriela. Aprovechó la oportunidad que algún ser divino le brindaba en esos momentos.—Que nadie se mueva —ordenó el agente que dejó atrás el cubano minutos antes, mientras les apunta con su arma. —Por favor, me desangro — suplicó Gabriela. —Pide una ambulancia —ordenó a otro compañero—. Tú —se dirigió al sudamericano—, abre el maletero ahora mismo. Muy despacio y con mucho cuidado. —Ahí no hay nada, amigo. Solo bolsas con mi ropa sucia. —Te he dicho que la abras. Martilló su beretta, directa a la cabeza. —Vale. Como tú mandes. Despacioso se acercó al maletero del vehículo y lo abrió. —Ahí lo tiene. Todo suyo. —Abra las bolsas. Asdrúbal obedeció.Un pestilente olor a suciedad llegó hasta el olfato del uniformado. Pero no logró engañarlo.—¿A qué huele aquí?—Ya se lo advertí —respondió sonriente—No. Saca toda esa ropa. El agente levantó la alfombrilla del maletero. Bajo ésta, un floreado mantel azul cubría una capa de arena negra que el oficial removió  y palpó. —Esto es… —olió sus dedos— ¿café? Apartó la granulada textura  que tenía ante sí y profundizó más aún. Paquetes y más paquetes de poco más de un kilo empezaron a ver la luz. Rompió unos de los fardos  y confirmó sus sospechas. En una bolsa rezagada en el fondo del habitáculo localizó todo un arsenal de armas. Escogió una que halló con silenciador y la acercó hasta su nariz. El olor característico de la pólvora al haber sido disparado disipó todas las dudas del oficial. —Queda detenido por tráfico de drogas y por el asesinato de un agente de la Guardia Civil. Inmediatamente fue esposado y conducido al coche patrulla entre quejas del cubano. —Yo no he sido. Eso no es mío. Lo han colocado ahí. —Claro. Eso díselo al juez.—Este imbécil me ha rajado con una botella y me estoy desangrando —dijo Gabriela refiriéndose a Sergei. —Su ambulancia está de camino. Y tendrá que responder a algunas preguntas.—Por supuesto. Lo haré encantada.
En un paraje perdido, el profundo añil de un cielo limpio de nubes, una brisa ligera que envolvía el ambiente de prematuro verano y el intenso verde de un ajardinado suelo proporcionaban reposo y bienestar al dolorido brazo de Lucía. Tumbada en una hamaca contigua a la de Gorka preguntó: —¿Crees en el destino?Tras unos instantes de meditación, respondió:—Creo en los pasos que damos. —Confió en que la pregunta no llevara segundas intenciones—. En el camino que escogemos y en las acciones que llevamos a cabo. El destino no es más que una consecuencia de nosotros mismos.—Sólo crees en lo tangible. En lo que se puede ver y tocar. —Y de lo que veo solo me creo la mitad. ¿Damos un paseo?El aire puro de la zona y la calidez de sus dedos entrelazados lo animaron a sincerarse con Lucía. Desde que el azar la pusiera en su vida, no había conseguido apartarla de su mente ni un solo instante. Sus penetrantes ojos marrones y su sonrisa  mecían de nuevo su corazón dormido. No encontraría a nadie mejor que ella para descargar su esencia. Había llegado el momento de contar parte de su historia. La más dolorosa y que tenía que arrancar de su alma o terminaría acabando con él. —Quiero hablarte de lo que me atormenta desde hace varios años —empezó a hablar—. ¿Recuerdas el coche que nos atacó en la carretera? —Lucía asintió—. Lo conducía uno de los esbirros de Vladimir Dachenko. Un mafioso ruso al que arruiné varios de sus negocios siendo poli y desde entonces viene a por mí. >>Intentó comprarme, alistarme en sus filas, asustarme e incluso matarme. No lo consiguió y fue más allá. Mientras nos mantenía entretenidos con uno de sus matones en un simulacro de robo, ordenó matar a mi mujer a sangre fría. Un disparo directo al corazón acabó con  su vida. Sola en medio de la calle con una barra de pan aún caliente.—Dios mío, eso es horrible. —Lo es. Logré reunir las pruebas suficientes para encarcelarlo. Pero la ley no es justa y ha salido de la cárcel. Sabe que soy difícil de matar, sigo vivo, y por eso lo ha intentado contigo. Hacerte daño a ti es su manera de castigarme. Más que eliminarme. Lamento tanto que te hayas visto involucrada en esto que…—No puedes responsabilizarte  tú por sus actos. —Pero me siento culpable por ti, por Verónica, mi mujer. Aún tengo pesadillas por ello. —Cerró los ojos y exhaló con fuerza—. Todo esto no quedará atrás hasta que no acabé con el ruso. Detuvo sus pasos y la abrazó con fuerza. Necesitaba sentirla para continuar. —¿Te refieres a matarlo tú mismo?—Me refiero a hacer justicia de una vez por todas. Es una sabandija que me está buscando por las malas y me tendrá. —No puedes decirlo en serio. Fuiste policía. —Solo creo en una justicia posible. La que pone a cada uno en su lugar. De una forma u otra se tienen que acabar sus atrocidades. Te vuelvo a pedir que confíes en mí. No soy un asesino como él. Pero tengo que pararle los pies. Y estoy seguro que volverá a intentarlo en cuanto tenga la menor ocasión. —Lo que dices me asusta, Gorka. —Quiero, no, necesito que te quedes en esta casa. Nadie conoce de su existencia. Está construida como refugio en medio de ninguna parte. Tengo que volver a la ciudad y espero volver en dos días. Sobre la repisa de la chimenea hay una pequeña caja, dentro hay un móvil para emergencias. Si necesitas cualquier cosa, utilízalo. Es seguro. No trates de localizarme con el tuyo. Entiendes lo que te digo, ¿verdad? — Asintió con la cabeza—. Volvamos a la casa. Empiezo a tener un poco de hambre.
La amanecida apagaba las brillantes tachuelas de luz que sembraban el manto oscuro de la noche. La ciudad despertaba despacio, solo poblada a esas horas por furgones de reparto, coches de empresa y pequeños negocios que abrían sus persianas a una nueva jornada.La ventana del pequeño piso que usaba como oficina aún estaba oscura, pero se podía distinguir, desde la calle, el contorno de una silueta que estudiaba con profundidad los primeros fulgores del día. A pequeños sorbos, vaciaba el contenido de su taza de humeante café apoyado con una mano en la parte superior de la ventana. Un ruido al otro lado de la puerta, alertó su instinto. No le hubiera prestado la más mínima atención si no fuera porque a esas horas, de madrugada para unos y tempranas para otros, los que habitaban ese viejo edificio, dos matrimonios ancianos, andarían en el séptimo sueño con toda seguridad. Tan silencioso como pudo se dirigió hacia su sillón, en el camino conectó la televisión y asió el mando a distancia colocándose frente al aparato encendido. Como alguien despreocupado empezó a juguetear con el chisme oprimiendo varias teclas a la vez. El agudo chirrido de la puerta al abrirse dejó paso a dos individuos armados. Tras ellos, como si de un dios romano se tratase, entró Vladimir Dachenko. —Buenos días, señor Alcorta —arrastró las palabas enfatizando en las últimas como si su marcado acento ruso y su petulante porte pudieran hacer mella en el ánimo del detective que esperaba ese momento como agua de mayo. —¿A qué debo su presencia? —ignoró el saludo y fue directo al grano.Su plan de ser localizado en lugar de buscar, funcionó tal y como él esperabaLos dos secuaces lo mantenían encañonado mientras él daba pequeños golpecitos con el mando a distancia sobre la mesa. —No me andaré con rodeos. Usted no me gusta. Y se ha empeñado en ponerme las cosas difíciles. Quiero que desaparezca con su nueva amiguita. O me veré obligado a tomar otras medidas.—No me amenace. Me molesta que lo hagan, y me pongo un poco… nervioso. —Movió la mano que sujetaba el artilugio como si realmente temblara— ¿Necesita a estos energúmenos o puede manejarse usted solo?—¡Eh!  ¿Qué nos ha llamado?  —inquirió Emerson. Su inteligencia brillaba por su ausencia.—Largaos. Esperadme fuera —ordenó el jefe—. No puedo permitir que continúe con esa labor absurda que tiene contra mí —continuó diciendo una vez se cerró la puerta.—Absurda, dice —replicó un Gorka muy tranquilo—. Mató a mi mujer. Y pretende irse de rositas. Eso sí que no puedo permitirlo. Se levantó del sillón y depositó sus ojos frente a los del mafioso.—No me haga perder el tiempo o lo lamentará. —Le señaló con el dedo índice mientras una vena del cuello se le hinchaba por momentos.—No tengo ninguna intención de hacérselo perder. Más bien quiero regalarle todo el del mundo. Rodeó la mesa que los separaba. Su temple y autocontrol estaban colmando el vaso de su paciencia. —Ordenó que nos mataran —continuó diciendo—. En la carretera intentaron arrojarnos por los acantilados de la costa y en la playa un enviado suyo, que ahora está confesándolo todo en la comisaria, disparó contra Lucía Siscar. Podría matarle ahora mismo, arrojar su cadáver al mar y todo el mundo pensaría que volvió a su país arrepentidode sus maldades. —Has hecho fracasar todos mis negocios —su acento cada vez más intenso hacía casi imposible que se le entendiera su mal hablado español—. ¿Qué esperabas? Estoy harto de verte por todos lados, Alcorta. Tu novia ha tenido mucha suerte de que quien le disparara fuera un pánfilo inútil… Yo acabaré personalmente el trabajo que encargué. Se abalanzó sobre el detective y lo agarró con fuerza del cuello. La presión que ejercía era descomunal. Pero ni por un segundo amilanó el coraje del detective bajo opresión que le cortaba la respiración. Ira, rabia, rencor eran la munición que cargó su titánico esfuerzo para zafarse de las garras del cacique. Un duro puñetazo en la mandíbula de su contrincante, otro y otro más, lo liberaron al fin. Respiró hondo sin dejar de golpear. La furia reflejada en el rostro del detective ahuyentó el arrojo de Dachenko que, desde el suelo, suplicó una piedad difícil de conseguir de manos de Gorka. —Pagarás por esto, desgraciado —amenazó el ruso semi incorporado una vez que lo soltó.—Ya lo creo. Pero mientras llega ese día, disfrutaré de este momento cada vez que lo recuerde. Y ahora más vale que cierres el pico o te lo cerraré yo. Encima de la mesa encontró su móvil, llamó directamente; —Gómez, tengo a Dachenko, ¿lo quieres?—Voy para allá —respondió el sargento al otro lado de la línea. Cogió el mando a distancia con el que jugueteaba instantes antes y pulsó una tecla. Se dirigió hacia un pequeño mueble donde ocultaba un sofisticado sistema de grabación con el que había grabado la confesión y amenaza lanzadas por el criminal.
La inquietante calma que inundaba aquel perdido rincón almeriense sesgó la felicidad que le acompañó todo el camino. Desde que el sargento Gómez detuviera al ruso en su oficina, su pensamiento tornó a algo bien diferente. Se dejó llevar por el torrente de sentimientos que le embargaban cada vez que su mente dibujaba la misma imagen. Lucía. Tan solo una rendija mantenía abierta la puerta de la pequeña cabaña donde creyó que estaría a salvo hasta que el regresara de la ciudad. Con sigilo, la abrió del todo. El orden reinaba en el lugar, pero la persona que le hacía sentir vivo de nuevo no estaba. —Lucía —llamó adentrándose en la casa. No hubo respuesta. Insistió en llamarla alzando aún más la voz. Pero obtuvo el mismo resultado. —Por Dios bendito, ¿dónde estás? —clamó exasperado. Rogó porque estuviera a salvo. La dejó sola en la casa con la sólida creencia de que estaría bien, pero ahora ya no estaba tan seguro de ello.  Fue hacia la chimenea. El teléfono móvil de emergencias seguía en su lugar. Sin el menor rastro de haber sido utilizado. El miedo empezó a apoderarse de él. —Ya has vuelto —escuchó desde la puerta. El detective se dio la vuelta desconcertado. Se tomó un instante para reconocer la silueta que, a contra luz, apenas podía ver con claridad. Sí, era ella. No había dudas y por fin respiró. El alivio relajó sus músculos pero tensó otra parte de su cuerpo que empezó a reaccionar al contemplarla envuelta en una minúscula toalla. —¿Estás bien? ¿No te ha pasado nada? —preguntó ella mientras corría hacia él. —Creí que te había ocurrido algo al no verte cuando he entrado. Un abrazo tan tierno como intenso, devolvió la tranquilidad al detective.—He ido a darme un baño en el río que hay cerca de aquí. No pensé que volverías tan pronto. —Ya ha terminado todo, Lucía. Ya no volverán a hacerte más daño. —Acarició suave el brazo herido con la culpabilidad campando en su rostro. Como accionada por un resorte, apartó a Gorka de sus brazos y preguntó: —Dime que no lo has matado.—No ha sido necesario. Solo lo reduje con unos cuantos puñetazos. No me dejó otra opción. —Le enseñó las marcas que las manos de Dachenko dejaron en su cuello—. Lo han detenido y ahora estará en el calabozo. Le esperan unos cuantos años en la cárcel. Despacio la atrajo hacia sí de las caderas. Estaban tan cerca que podían sentir la reacción del cuerpo del otro. Con delicadeza alzó el rostro de Lucía hasta perderse en sus ojos. Un tierno beso abrió el camino para liberar sus sentimientos.—Lucía —empezó a decir a media voz—, no sé si nuestro destino será estar juntos. Pero lo que si tengo claro es que hoy, es lo que más deseo. Contigo vuelvo a vivir. A sentir que puedo hacerte feliz. Y créeme que tú me haces el hombre más feliz de este mundo. Ojalá te hubiese encontrado antes. No vuelvas a dejarme solo un instante. Te necesito cerca. Te quiero. Empezó a besarla. No necesitaba oír su respuesta. Sabía que lo amaba tanto como él a ella. La toalla que la cubría cayó al suelo dejándola desnuda para él por primera vez.
Las ramas de los árboles, mecidas por la cálida brisa de levante, golpeaban los cristales de la ventana de la habitación donde dos amantes enamorados gozaban sin límite las mieles de un amor que emanaba con fuerza de un corazón rebosante de felicidad.

Volver a la Portada de Logo Paperblog