Revista Literatura

Sueños en salazón

Publicado el 08 enero 2012 por Elenanura

Jodidas navidades, amor, cariño ¡tonterías! – decía la abuela.

La mantita en las rodillas y el gesto fruncido como siempre frente a la pantalla de la televisión. Ahora de plasma, que hubo un día que tenía un plástico delante: franja azul abajo, roja en medio y verde arriba. Emulaba aquella así a las teles a color, pero ella yo no sé si se acordaba ya de eso. Yo creo que le daba igual, a la abuela o todo parecía darle igual, o crearle mal estar. Refunfuñaba por todo, ya están aquí las navidades, ¡jodidas navidades! decía. Era muy mal hablada la viejilla. Y además como lo decía con ese gesto suyo, pues los tacos salían como más auténticos. ¡Jodidas navidades, la madre que las parió! Eso le quedaba de su conciencia de roja, ella decía que las navidades para la iglesia. Cosa en la que por supuesto no le hacíamos caso. Y tampoco le hacía asco al regalo de reyes, que dijéramos. A regañadientes, pero lo abría, todos sabíamos que no le iba a gustar fuera lo que fuese lo que le regaláramos. Pero aquel año ¡oh milagro!, alguien acertó. Dentro del paquetito, que cada año y dada nuestra frustración era más pequeño, le había tocado al nieto hacerle un regalito, el nieto tenía ya los veinte, con lo cual podía ser cualquier cosa. Algo serio y maduro, o cualquier lastre rezumado de su adolescencia recién abandonada.

El nieto, le había envuelto en papel de periódico una lata de sardinas saladas. Sí señor, nadie sabía de dónde las había sacado, ese producto era muy típico en la posguerra, de ella salían las apestosas sardinas en salazón y cuando la abuela lo vio, dijo, ¡Coño, esto sí es un regalo! Todos nos quedamos boquiabiertos, menos el nieto, que sonreía como nunca. ¿Pero como sabías que eso le iba a gustar?

Tantos años, de mantitas, mañanitas, calcetines, trajes, fotos enmarcadas, bufandas, hasta la tele misma que veía cada día, y nunca nadie había acertado. A nadie por supuesto se le hubiera ocurrido tampoco ese regalo.

La abuela habla en sueños.

Sí eso ya lo sabíamos todos.

Si pero ninguno la escucha. La abuela siempre dice, ¡sardinas!, una sardina salada.

Vamos que me costó poco saber lo que quería.

Y allí se quedó la abuela más feliz que el Papa, con su lata de sardinas, que por supuesto y dado su aroma nos negamos a abrir en aquel momento. Quizás ella tampoco la quisiera abrir, de hecho aún anda por la casa la enorme lata de sardinas. Pasó años con la lata en la mesilla de noche. Igual que si fuera una muñeca de trapo, la tenía consigo a todas horas. Y desde entonces su gesto cambio. Como si la magua que había tenido durante tantos años, hubiera sido sólo gastronómica. Su carencia, su necesidad, lo único que le generaba insatisfacción era el recuerdo del hambre, la jodida hambre de la posguerra, que después de cincuenta años, aún le revolvían las tripas. Y tan solo con aquella lata de sardinas, que nunca nos dijo su nieto de donde las sacó, ella vio saciado su jilorio.

La abuela vivió muchos años más, muchas navidades más, pero ningún regalo fue tan perfecto como aquel. Ya no gruñía. Ni los rechazaba, los aceptaba de agrado, pero la cara de felicidad, la satisfacción de las sardinas nunca nada más se lo provocó.


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