El Met cuenta con una extensión ubicada en la parte norte de Manhattan a la que se puede acceder al abonar la entrada al museo principal, un verdadero templo dedicado al arte y la arquitectura medieval: The Cloisters. Está situado en Ford Tyron Park con una impresionante vista al río Hudson y alejado del circuito turístico clásico; vale la pena dedicarle unas horas debido a los tesoros que depara su interior, cuyas galerías abiertas y techadas remiten a los antiguos claustros de conventos y abadías.
Para llegar hay que atravesar la ciudad así que una mañana soleada nos dirigimos a las proximidades del Madison Square Garden para abordar el autobus M4, recorrer la extensión de Madison Avenue hasta el norte del Central Park y arribar a Harlem. El paseo es muy agradable, sobre todo porque se puede contemplar el ritmo frenético citadino desde la comodidad de un asiento, que en nuestro caso concluyó antes de tiempo porque por alguna razón desconocida el conductor finalizó el trayecto antes de lo esperado. Así que debimos buscar la parada siguiente y abordar otro bus como otros viajeros que miraban el mapa del recorrido al igual que nosotros, en busca de una respuesta que nunca obtuvimos.
Finalmente llegamos a destino y sólo contemplar el edificio inmerso en la paz de los jardines, con el mismo aire recoleto de un convento, justificó con creces las casi dos horas invertidas para llegar. La construcción no remite a abadías medievales francesas y españolas, sino que se trata de elementos arquitectónicos originales de los siglos XII al XIV que fueron desmontados pieza a pieza y trasladados a Nueva York, constituyendo el único museo de arte medieval del país.
Aproximadamente cinco mil obras de los siglos XII al XIV se exhiben en este encantador lugar: esculturas, manuscritos, tallas, esmaltes, marfiles y una colección de tapices entre los que se cuenta The Unicorn in Captivity tejido en lana y seda, que fuera donado como otras piezas artísticas que integran el acervo cultural del museo, así como el terreno en que se emplaza, por John Rockefeller.
Párrafo aparte merecen los jardines enmarcados por los claustros diseñados con pautas hortícolas de antiguos tratados, para recrear los espacios abiertos característicos de los monasterios. Hay un pequeño herbolario y se han plantado especies del Medioevo, así como flores que empleaban los artesanos para elaborar la tintura empleada en los tapices; de hecho, algunas de ellas se pueden observar en las imágenes recreadas en los dedicados al mítico Unicornio.
Una sola observación antes de emprender la ruta para no repetir nuestra improvisación, ya que obnubilados ante la perspectiva de conocer este museo olvidamos todo lo relativo a la humana costumbre de la alimentación y el único café con que cuenta estaba cerrado, por lo tanto nuestro almuerzo fue casi una cena al regreso porque no hay comercios en los alrededores cercanos. Aún así la atmósfera calma y silenciosa del lugar nos envolvió, y no nos retiramos hasta explorar cada rincón de este mágico lugar de Nueva York.
Staten Island
Desde Whitehall Ferry Terminal, ubicada en el extremo de Wall Street, que mantiene una frecuencia permanente hacia Staten Island cada media hora, es posible abordar la pequeña embarcación que además es gratuita y disfrutar de una vista maravillosa desde cubierta o bien ubicado en la sala interior.
A poco de partir las inmensas siluetas de los rascacielos comienzan a dibujarse en el horizonte y la Estatua de la Libertad se perfila en todo su esplendor; un poco más allá aparece Ellis Island, habitada originariamente por tribus indias hasta que, luego de la colonización, fue adquirida en el año 1770 por Samuel Ellis.
En poco menos de treinta minutos se produce el arribo al puerto de Staten Island y aunque por lo general los turistas emprenden la vuelta inmediatamente, nosotros optamos por recorrer el centro histórico, tomar un café, conversar animadamente con sus amables propietarias y visitar la pequeña biblioteca pública antes de retornar a Manhattan.
Cabe destacar que, aún cuando no lo visitamos, la isla alberga el Jacques Marchais Museum of Tibetan Art, que cuenta con la colección de arte más grande fuera del Tibet. La próxima vez, nos prometimos programar la visita con tiempo suficiente para abordar el autobus al bajar del ferry y recorrer los aproximadamente veinte minutos que requiere el viaje, a fin de explorar este centro cultural fundado por la visionaria mujer al que debe su nombre.
One World Trade Center
La catástrofe ocurrida el 11 de septiembre de 2001 ha marcado a fuego la historia de Estados Unidos. El atentado terrorista a las Torres Gemelas dejó dos profundos surcos dolorosos en la que a partir de entonces fue denominada Zona Cero, donde antes se asentaba el complejo conocido como World Trade Center, en el extremo sur de Manhattan.
El inmenso rascacielos que se ha levantado en reemplazo de las emblemáticas torres es el primero de los proyectados, actualmente el más alto de la ciudad. Se denomina One World Trade Center, mide 541 metros y es el séptimo en longitud del mundo; el gigante se yergue, a la manera de un guardián, sobre National September 11 Memorial, emplazado en los enormes huecos que alojaban los dos edificios que fueran blanco del ataque.
El sitio donde se respira el dolor erigido en homenaje a las víctimas incluye una zona arbolada y dos piscinas que se alimentan de agua proveniente de enormes cascadas; las piscinas se encuentran cimentadas sobre inmensas plataformas de bronce donde se han grabado los nombres de los muertos, una escalofriante cifra superior a 3.000. El conjunto total ocupa aproximadamente la mitad de la superficie del World Trade Center original y recuerda sin estridencias, en el marco verde delineado por más de 400 árboles, una tragedia cuyas consecuencias aún no han sido dimensionadas por la historia.
Todas las fotografías resultan mérito de Juan.