Revista Diario

* tinta fiera

Publicado el 30 mayo 2011 por Chinopaper

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Segunda entrega de la monumental obra en colaboración con el Sr. Blopas, que también pueden encontrar en su blog “Proyecto Anecdotario”. La historia del Gringo avanza por el empedrado traicionero del destino, y a falta de certezas, buenas son las historias contadas a dos plumas. Y atenti, porque no hay dos sin tres…

La primera parte la encuentran acá: sí, acá.

***

Un escalofrío le recorrió el espinazo al Gringo cuando desde la esquina vio el reflejo de un papel muy blanco que asomaba por la boca del buzón. No esperaba nada de nadie y estaba de franco por lo de la noche anterior, ¿cómo no desconfiar? Pero continuó caminando como un caballero inglés, tranquilamente desesperado. Las contrataciones solían ser en la estancia o en los mismos bailes, y no en su casa del pueblo, por lo que no le cabían dudas de que ese papelito era un mal agüero. Al llegar a la puerta maldijo en silencio y con ganas las desgracias que, estaba seguro, muy pronto llegarían. Con cara de perro que acaba de tirar una maceta, relojeó la cuadra en ambos sentidos, y al percatarse de que nadie miraba, con la velocidad de un refucilo manoteó el papel y pasó la reja del frente con paso firme. Parado en el jardincito que separaba la reja de la puerta de calle, miró al cielo con ojos baqueanos adivinando la proximidad de la lluvia, después clavó la mirada en el sobre que acababa de recibir.

Sólo unos pocos conocían la esencia del espíritu que habitaba en el Gringo. La mayoría de los que lo habían visto por esas veredas de Dios pasar de vuelta de la comisaría se habían maravillado de la alegría que irradiaba, de su paso elegante y de su silbido tímido pero afinado. Por algo era lo más parecido a un “músico oficial” que tenía el pueblo; además de buen gusto y poco pifie, el Gringo tocaba para los demás, regalaba disfrute en cada pulso y cada verso. Y encima era laburador como pocos, un ejemplo. Para todos era un alma buena. Ignoraban, sin embargo, que el Gringo destilaba violencia en cada fibra de su vigoroso cuerpo. Una violencia a todas luces contenida. No hay peor ciego que el que no quiere oír, lo jorobaba todo el tiempo el Gringo al Zurdo y se reía de costado; el Zurdo nunca lo entendió.

“Al fin y al cabo, el Lorenzo no merecía semejante final”, meditaba el Gringo en su jardín. En esas ocasiones medio tristongas e injustas solía quedarse pensativo. Dejaba que los recuerdos acudieran a su cabeza. Recuerdos como aquel día en el que su padre le trajo la primera guitarra.

-   “Las cuerdas son como los caballos, m’hijo…”, le dijo. “…una vez que consiga domarlas lo van a obedecer toda la vida.”

-   “¡Como las mujeres!”. La respuesta del gringuito no hizo más que encender el carácter avinagrado del viejo.

-   “No es de hombres bien nacidos andar comparando a las mujeres con animales. ¡Déme eso pa’cá!” Y el gringuito no pudo tener su guitarra hasta varios meses después, cuando su padre juzgó que ya era tiempo de perdonar. El niño nunca lloró.

El Gringo no tenía idea de hasta qué punto ese incidente le había moldeado su infantil espíritu de arcilla. Domar su instrumento fue una tarea de muchos años, y con todo, aún lamentaba que su padre ya no estuviese con él para escuchar cómo hacía hablar a las bordonas.

El reverso del sobre rezaba en tinta negra un escueto “Gringo” con letra manuscrita, prolija y aniñada, y la nota en su interior iba directo al grano.

- “Gracias, sé que te debo más que antes. Te espero esta noche a las 8 en el lugar que habíamos quedado la otra vez. Pero esta vez voy. Yo.”

El Gringo hizo un bollito con la nota, la arrojó con fastidio al pasto y se metió en su casa. Enseguida salió y levantó el bollito, entró de nuevo, prendió el calentador y mientras esperaba que la pava llegara a la temperatura justa fue quemando despacio la prueba que lo implicaba en una trama sórdida que el pueblo desconocía y que, según él, no tenía por qué descubrir. Tenía mucho que pensar y la noche llegaría pronto.

Tan compenetrado estaba en sus cavilaciones que ni siquiera se había sacado la boina ni lavado las manos; miraba fijo una mancha de humedad en la pared del rancho y escuchaba atento pero desconfiado el concierto que los grillos le ofrecían a través de la ventana. Casi sin moverse arrancó un pedazo de pan de la hogaza que descansaba sobre la mesa, se lo mandó entero a la boca y lo bajó con el quinto o sexto mate. Se lamentó por no haberse traído unas empanaditas del baile, pero con todo el barullo del pobre finado se le había pasado por alto. Ni siquiera habían podido rescatar los veinte pesos de la actuación. El agua se le había entibiado un poco y la yerba no daba más; cuando se paró para preparar la segunda vuelta, golpearon la puerta.

-   “Hola Gringo, ¿‘tas con el mate?”, preguntó el colorado apenas el Gringo abrió. “Traje unos pastelitos que me dio Doña Gloria.”

-   “Pasá.”

La segunda vuelta tuvo otro color, el dulce de batata de los pastelitos contrarrestaba la amargura que le hormigueaba en el cuerpo al pobre Gringo. Hasta le cambió un poco la mirada, pero un poco nomás. Por un lado se encontraba molesto por la visita inesperada, pero por otro se sintió reconfortado de compartir soledades con otro que andaba por la vida tan solo como él. Todo el mundo sabe que compartir unos cimarrones no arregla los entuertos, pero sí hace más llevadero y tranquilo el momento de enfrentarlos. Eso dicen.

-   “¿Y? ¿Cómo estuve?”, preguntó el colorado entusiasmado.

-   “Bien, Pichón, bien. Estuviste un fenómeno”, le replicó el Gringo con tono bajo. “Yo sabía que tu tío no iba a traer cualquier cosa, por más aprecio que te tenga, si no servís, no servís, sabés… Es así. Me pone contento por vos, Pichoncito, me amarga un poco que hayas tenido que debutar justo en medio de una desgracia, eso sí. Igual, no te vas a olvidar más, ¡eh!”

-   “Gracias, Gringo, gracias. Al principio estaba un poco nervioso, pero después me fui soltando…”

-   “Se notó…”

-   “Sí, sí. Pero bueno, pasé por acá pa’ agradecer nomás.” Y ahí metió una pausa que al Gringo lo incomodó, sin saber bien por qué. Pichón hizo sonar fuerte el mate, se lo devolvió y siguió hablando. “Qué cosa lo del Lorenzo, qué cosa… Qué se yo, yo mucho no lo conocía y la verdad, Gringo, que me perdone Dios pero mucho no me importa el destino que vaya a tener ahora.”

El Gringo se lo quedó mirando fijo. Hubo un silencio breve que se quebró con el ruido del hojaldre del pastelito que Pichón acababa de morder. El Gringo se paró y se frotó las manos.

-   “Yo ahora tengo que salir. Cuidáme la choza un rato, si no vuelvo para las diez, andáte nomás. Ahí tenés un poco de pan y arriba de la repisa hay una botella”, dijo con autoridad, marcando cada palabra como para que el otro tuviera claro que no debía preguntar más. “Nada a nadie, ¿oíste?”

Nadie lo vio salir del rancho ni enfilar hacia el Sur por la calle de tierra. Tan apurada estaba su alma que recién en la esquina vio la franja oscura sobre el horizonte y el brillo filoso del lucero. Y así, como un malandra que se esconde en las sombras del crepúsculo, encaró para aquel lugar donde la última vez alguien no se había presentado.

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