La impiedad de los transportistas públicos en medio de un aguacero puede llevar a terribles reflexiones metafísicas sobre la derrota. Conózcalas en la primera "autoficción" del 2020.
Me dicen "el de pies ligeros" pues en vez de correr, vuelan. Jamás había subido en un autobús, bestia de metal que se alimenta de apuros humanos, hasta aquella noche de noviembre en la que una serie de rayos desgarraron el cielo.
Salí de casa sin paraguas. Las nubes, agazapadas en su lecho azulado, esperaban el momento propicio para dar un zarpazo. Así fue: mientras trotaba sobre cierta avenida de cuyo nombre no quiero acordarme, balas de agua cayeron del cielo destrozando mi coraza de cachemir. A lo lejos vi una parada. Corrí y tropecé. Toda la gente que se apretujaba bajo la estructura plástica estalló en carcajadas.
Hice lo posible por ponerme de pie, aunque el suelo resbaloso y el granizo que ahora acompañaba al agua complicaban la tarea. En ese instante, como centella, apareció un autobús frenando a raya para llevarse a los bellacos que seguían riéndose de mi tragedia.
Logré incorporarme al mismo tiempo que un nuevo grupo de enemigos se metió bajo el techo de la parada. Me habían visto en el suelo, su rostro estaba teñido por el morado tinte de la burla. Para hacerme con un espacio, acometí a la horda, pero su formación era terriblemente compacta y nadie parecía dispuesto a ceder un palmo. Una y otra vez arremetí contra ellos sin tener éxito hasta que un nuevo autobús hizo su aparición y los succionó. Desde luego, yo quedé fuera.
Me refugié en la parada, sin embargo, las bestias de metal habían desaparecido, mientras que la lluvia lejos de amainar empeoraba. Un caminante con paraguas y traje invernal me miró.
-¿Espera la Ruta 35? -no dije nada y adopté una formación defensiva-. Se lo digo porque a esta hora ya no hay recorridos.
El hombre siguió su camino como si la lluvia no pudiese tocarle. Yo, al principio, permanecí estático por la incredulidad y por el miedo. Las bolas de granizo se estrellaban contra el techo empeñadas en destruirme. No quedaba entonces otra alternativa que salir y enfrentar al destino.
Eché a correr haciendo esfuerzos para no caer. Sería actitud de cobardes no admitir la persistencia del agua y el hielo por vencerme, pero mi ímpetu era implacable. Finalmente, cuando había corrido una distancia que a mí me pareció la de cuarenta estadios, escuché un claxon. Era un autobús. A lo lejos divisé otra parada y con mi último arresto hice lo posible por alcanzarla.
Tras el parabrisas pude ver la mirada del conductor; era endemoniada. No soltaba la bocina obligando a su bestia a lanzar quejidos espantosos. Llegué a la parada justo un segundo antes que el carro monstruoso e hice un gesto para que se detuviera. El chófer aceleró y yo solo sentí la bofetada de agua lodosa que las llantas arrancaron del asfalto.
Antes de que el autobús se perdiera entre las brumas vi que en el último asiento y arrimada a la ventana dormía una doncella. Era una escena que, estoy seguro, he visto antes en cientos de pesadillas. Entonces descubrí el porqué de mi terror al transporte público: perder un bus es una derrota, pues es posible que a bordo se encuentre el amor de una vida o el secreto de la felicidad y el simple hecho de llegar diez segundos tarde podría convertir a la vida en un fracaso.