Susana apretó los puños en el interior de los bolsillos de su abrigo negro. Era marzo, pero el frío que sentía parecía venir del más crudo de los diciembres. Carraspeó y frente a ella se formaron volutas de vaho que se disolvieron inmediatamente en el frío de la mañana. Sonó un trueno lejano, amenazaba tormenta.
La pequeña sección del cementerio en la que se encontraban estaba casi desierta. Además de Susana, otras cuatro personas vestidas con riguroso luto observaban la fosa que se abría frente a ellos y el destartalado ataúd que en ella estaban introduciendo dos fornidos enterradores. El sacerdote repetía con más resignación que entrega una letanía en latín mientras observaba de cuando en cuando su reloj de pulsera. Susana no pasó por alto la poca implicación del religioso, ya se encargaría de ese asunto más tarde. Otro trueno, esta vez más cercano, rompió el silencio de aquella tranquila mañana.
Susana trataba de entrar en calor pero le resultaba imposible ahuyentar el frío de su cuerpo, era una sensación gélida provocada por algo más que las condiciones meteorológicas. Una a una, las cuatro personas que asistían al entierro desfilaron frente a Susana y le dieron el pésame antes de marcharse. La joven no se dejó engañar por las aparentes muestras de dolor. No veía ojos rojos ni escuchaba voces temblorosas, no, a la única que le dolía todo aquello era a ella misma.
Cayó la primera gota de lluvia cuando Susana ya se encontraba sola frente a la tumba. La tormenta se desató y pronto se formaron turbios charcos alrededor de la mujer. Susana no se movió, no tenía a donde ir. Sus tacones se hundían en el barro de la misma forma que su vida se hundía en la negrura de la soledad. Una vez más, Susana lloró amargamente.
Una presencia tras ella la sacó de su sollozo mudo. Se giró con lentitud y se encontró con la inconfundible figura del agente Torres. Había abandonado su uniforme habitual y vestía un amplio abrigo de pana que le hacía parecer más corpulento de lo que ya de por sí era.
—Lo siento —dijo el policía sin tratar de añadir palabras innecesarias.
—Lo sé —respondió Susana.
No hacía falta decir más, no en esa ocasión. Estaban los tres: Susana, el agente Torres y el difunto Marcos. El policía pareció adivinar los pensamientos de Susana y dirigió una significativa mirada al lugar donde reposaban los restos de Marcos.
—Era o él o yo.
—Deberías haber sido tú —dijo Susana.
—Había matado, iba a matar. Era un asesino.
Susana calló un segundo, sabía todo respecto a los asesinatos de Marcos y se sentía asqueada por ellos. Asco, sí, pero no podía dejar de amar al hombre con el que había compartido tantos momentos de felicidad. Se odiaba a sí misma por su estupidez, por seguir queriéndolo, por llorar…
La lluvia seguía empapando el lugar ajena al enfrentamiento de voluntades que estaba teniendo lugar entre las lápidas. Mechones de pelo húmedo se pegaban a la cara de Susana mientras ésta trataba de asimilar los últimos acontecimientos. Relajó las manos en el interior de sus bolsillos y echó a andar hacia la salida. El agente Torres no se movió cuando Susana pasó a su lado.
—Susana… tu eras la siguiente —dijo sin poder mirarla a la cara.
La joven continuó andando y desapareció entre la bruma de la mañana. Sabía que era la próxima víctima, sabía que Marcos había planeado asesinarla y, pese a ello, seguía enamorada de ese monstruo. Sí, pensó, debería haber sido ella la que acabara bajo tierra aquel día. Una bala del agente Torres, una bala era la responsable de que ella siguiera viva. Ojalá supiera como agradecérselo, pero no, odiaba al policía, se odiaba a sí misma y, para su dolor, amaba a Marcos. Un trueno sonó en el corazón de Susana.