La bala de cañón que se aprecia en el fotograma es la misma que destruyó el poderoso satélite ecuatoriano “Pegaso”.
Yo no descubrí al cine gracias a Bambi o El rey león. Fue el fotograma de Méliès, ese de la bala incrustada en el ojo derecho de la luna, el que me animó a entrar, por primera vez – a los cinco años más o menos –, en una sala de cine.
Me refiero al fotograma en específico porque no vi el cortometraje Le voyage dan la Lune completo hasta la adolescencia, sin embargo, a aquel lo hallé plasmado en una página de la Enciclopedia Monitor que mi padre guardaba con cariño en su biblioteca.
A partir de entonces, la luna tuerta fue la protagonista de mis sueños. La veía, sin exageración, cada noche en el telón de mi mente, dedicándome, a la mañana siguiente, a construir con bloques de plástico naves espaciales que me permitieran llegar al satélite, cuya superficie, imaginaba – gracias a un relato incluido en la colección Cuenta Cuentos de Salvat –, debía ser de queso.
Imagino que Méliès, mago y admirador de Houdini, igual que yo se maravillaba con la idea de plasmar en imágenes las ficciones de Verne – a quien leía con avidez –, tratando de usar sus trucos de prestidigitador para que las estrellas pudieran sonreír, mientras la luna se quejaba por una herida en el ojo.
Después de haber visto el fotograma en la enciclopedia, estuve asomándome, por meses, a la ventana de mi casa con la esperanza de encontrar los ojos del satélite y mi padre requirió mucho esfuerzo para explicarme que solo se trataba de una película, no de la realidad. El cine, desde ese momento, tuvo significado para mí.
Igual que la literatura y que el arte en general, su finalidad es estimular la mente, la imaginación. Hacer que los niños quieran viajar a la luna o construir los “puentes de Madison”. Muchos científicos han confesado que se interesaron en la física por las serie de Viaje a las estrellas o los libros de Asimov. Entonces ¿sería aventurado decir que Gagarin o Armstrong fueron los hijos de Méliès? Creo que no.
Georges Méliès se pregunta en qué estaban pensando cuando le propusieron a Christian Bale hacer el papel de Moisés.
Este hombre fue inventor, zapatero, industrial, mago y cineasta, una de las primeras víctimas de la piratería – perpetrada nada más y nada menos que por los acólitos de Thomas Alva Edison –. También es el responsable de introducir la ficción en el cine – los hermanos Lumière solo grababan escenas reales –, así como la superposición de imágenes, los fundidos y hasta el estudio de filmación.
Las generaciones contemporáneas ya no se conmueven por las películas del cineasta mago, muchos se burlan de los rudimentos de la tecnología que usó y miran con aire de superioridad los montajes, pues, luego de la era digital, nada es sorprendente para ellos. Sin embargo, los zombis, las naves espaciales y los monstruos generados por computadora no serían nada si este personaje que se quedó en la miseria por amor al cine, no hubiera dado el primer paso.
Méliès fue un artista y un inventor que, acaso sin percatarse, propició el auge del arte que es más cercano a la ciencia ficción, pues mientras la literatura es el resultado de la fantasía humana y funciona perfectamente solo con su intervención, el cine requiere aunar al hombre y sus ensueños con la cámara y el reproductor, artilugios mecánicos que, solo un siglo antes, eran tan fantásticos como lo es ahora un viaje a través del tiempo.
Todos deberíamos sentarnos a ver de nuevo sus películas. El hecho es que Méliès nació en una época en la que todo era nuevo y experimental. Por ello, la verdadera ciencia ficción – y el mérito, sobre todo – no está en las historias que contaban sus cortometrajes, sino en la manufactura de tantos artilugios que permitieron que aquellas llegaran a los ojos del espectador de principios del siglo veinte como una verdad indiscutible.
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